Ucker había decidido que hablaría con Dulce aquella misma noche. Ya no podía ocultarle más la mierda de testamento que su padre había dejado tras de sí al morir. «Honestidad» era su palabra en clave. La confianza absoluta que Dulce había depositado en él le convertiría en mejor hombre. Le asustaba saber que Jeff le creía capaz de obligarla a quedarse embarazada o de usarla hasta esos extremos. ¿Tan repugnante era la reputación que se había forjado? Puede que sí. No había mucha gente que tuviera una buena opinión de él salvo tal vez Dulce.
De repente, que ella conservara su confianza en él era primordial para Christopher .
Eran las seis pasadas cuando entró en su residencia de Malibú. Los ruidos de Mary en la cocina le llevaron primero allí.
—Espero que hayas preparado suficiente para dos —le dijo, llamando la atención de la cocinera.
—Vaya, ya está en casa. Gracias a Dios. Creía que no me quedaría más remedio que llamarle.
—¿Llamarme? ¿Por qué? ¿Va todo bien?
Ucker miró a su alrededor esperando que Dulce entrara en la cocina en cualquier momento. No estaba tan acostumbrada como él a los servicios de Mary y a menudo se quedaba con ella por si necesitaba ayuda.
—Es Dulce. Apenas ha salido del dormitorio en todo el día.
Todas las alarmas saltaron en la cabeza de Ucker.
—¿Está enferma? —preguntó, dirigiéndose hacia las escaleras.
Mary le siguió con un trapo en la mano.
—No lo sé. Dice que está bien, pero no ha comido nada y la he oído llorar.
Christopher subió los escalones de dos en dos y corrió hacia el dormitorio. En cuanto abrió la puerta, oyó a Dulce en el baño y sus sollozos se le clavaron en el pecho como puñales. Luego ella soltó una palabrota, y Ucker pensó que sería mejor no tener público.
—Yo me ocupo —le dijo a Mary.
Cerró la puerta tras de sí y, al entrar en el baño, se encontró a Dul sentada con la espalda apoyada en la bañera y la cabeza escondida entre las rodillas.
—¿Dulce? —la llamó mientras se acercaba.
Cuando ella abrió los ojos bañados en lágrimas para mirarlo, Ucker sintió que algo se le partía en dos en su interior. ¿Qué podía ser tan terrible? A pesar de las veces que habían hablado de que las mujeres eran seres emocionales, por primera vez se daba cuenta de que su esposa también lo era. Dul le miró y, con un leve temblor en el labio, empezó a llorar de nuevo.
—Cariño, ¿qué te pasa? —Intentó abrazarla pero ella no quiso que la tocara.
—No han fu-funcionado —respondió.
—¿Qué es lo que no ha funcionado? —Se arrodilló frente a ella y puso las manos sobre sus hombros para que no pudiera darse la vuelta.
Dulce cogió una caja que tenía al lado y la agitó delante de sus ojos.
—Esto.
Christopher necesitó unos segundos para reconocer lo que tenía en la mano. El suelo del lavabo estaba lleno de condones sin usar, como si Dulce se hubiera peleado con el látex. Sobre el mármol del lavabo había varias cajas y también dentro de la bañera.
—No entiendo qué quieres decirme.
Dulce cogió otra caja y la lanzó al otro lado del lavabo, hacia la papelera.
—¡Han fallado! —exclamó. Cogió otro paquete, lo tiró y falló el tiro.
«¿Que han fallado? ¿De qué está hablando?»
Dul escondió de nuevo la cara entre las rodillas.
—Estoy embarazada.
«Oh, Dios.» Hasta el último nervio de su cuerpo se tensó. Christopher se preparó para lo que se le venía encima, aunque no tenía ni idea de qué era. El pavor no apareció por ninguna parte. ¿Consternación? No, eso tampoco. ¿Impresión? Sí, no podía negar que estaba impresionado. Lo último que esperaba tras reunirse con su abogado para discutir sobre la necesidad de engendrar un heredero era que su esposa, que lo era de forma temporal, le dijera que iba a ser padre. Le costaría un tiempo considerable acostumbrarse a la idea de que la mujer temblorosa que estaba sentada en el suelo de su lavabo guardaba en su interior un hijo suyo.
Madre mía, no era de extrañar que Dulce estuviera tan alterada.
Christopher la rodeó con sus brazos y ella se acurrucó en su regazo.
—No pasa nada —le susurró al oído.
Los sollozos eran tan desesperados, tan desgarradores, que pronto se sintió culpable como solo el responsable de todo aquello podía hacerlo.
—Todo irá bien.
Y estaba convencido de ello.
De algún modo.
Como fuera.
—Chist.
—Yo no que-quería que pasara e-esto —explicó Dulce, sollozando entre palabra y palabra.
—Lo sé. —Lo sabía. Sin dudarlo un solo instante, sabía que Dulce jamás habría planeado algo así.
¿Vanessa? ¡Por supuesto! Y sin más motivaciones que llegar a ser duquesa.
¿Jacqueline? Seguramente no. Claro que tampoco parecía tener instinto maternal.
¿Dulce? Ni soñarlo. Su mujer era demasiado auténtica para andarse con jueguecitos y demasiado auténtica para un engaño de ese calibre. Al menos con él no. Por algo su palabra clave era sinceridad.
Christopher se puso en cuclillas y la tomó en brazos para alejarla de su particular guerra con los preservativos. Dios, ¿y por qué tenía tantas cajas de esos malditos chismes? Ah, sí, Vanessa le había asegurado que era alérgica a cualquier marca que no fuera la que en ese momento cubría el suelo del lavabo.
Salió del baño y se subió a la suave superficie de la cama sin soltarla. Los sollozos de Dulce se habían convertido en leves gimoteos, y no tardó mucho en relajarse apoyada en su pecho y sucumbir al sueño que tanto necesitaba. Christopher no la soltó en ningún momento, le acarició el pelo, le repitió una y otra vez que estaba a su lado y que todo saldría bien.
Que él se ocuparía de todo.
Durante la noche, Dulce se despertó varias veces, siempre con el peso del brazo de Ucker alrededor de la cintura o los dedos acariciándole la piel. A la mañana siguiente, las escasas horas de sueño dieron como fruto unos ojos hinchados y el peor dolor de cabeza que había sufrido en años. Las cosas no le podían ir peor: a su estado matutino después de una noche horrible casi sin dormir, había que sumar la ya típica falta de apetito y una vergüenza increíble al recordar que Christopher la había sorprendido llorando en medio del lavabo rodeada de cajas y cajas de condones inservibles.
Entonces recordó que estaba embarazada.
Pues sí, podían ir peor.
Una vejiga a punto de estallar la obligó a librarse del brazo de Ucker y abandonar la calidez de la cama. Él no se inmutó y ella corrió al lavabo de puntillas.
Christopher había recogido el desastre, aunque Dulce no recordaba cuándo. Las cajas habían desaparecido o estaban guardadas. Dios, murmuró, no quería ver ni un preservativo más en lo que le quedaba de vida.
Al mirarse en el espejo, vio que le habían salido ojeras y que tenía la cara manchada de maquillaje. Llevaba el pelo enmarañado y ni siquiera había pensado en ponerse un pijama antes de desplomarse en la cama.
Qué desastre.
Apartó la mirada del espejo y se metió en la bañera para darse una ducha de agua caliente. Enseguida se le llenó la cabeza de teorías sobre lo que podría pasar entre Christopher y ella a partir de entonces, teorías que se obligó a ignorar.
Basta de suposiciones. Tomaría cada curva de su relación con él y se esforzaría para mantener las emociones siempre bajo control. Aquel embarazo no lo había deseado ninguno de los dos, pero ya no había marcha atrás. Dul sabía que no podía dar al niño en adopción o, peor aún, interrumpir el embarazo. Era una mujer adulta y responsable, no una quinceañera sin más opciones.
Cuando salió de la ducha, el dolor de cabeza había perdido intensidad. Un poco de crema en la cara, unas gotas de gel bajo los ojos y casi se sentía humana de nuevo. Salió del baño envuelta en un suave albornoz y volvió a la habitación, esperando que Christopher siguiera dormido.
Y no lo estaba.
Todavía vestido con la ropa arrugada del día anterior, se encontraba frente a una pequeña bandeja que había subido de la cocina. Dulce vio café, leche, zumo y un par de platos vacíos. Al lado, una fuente con galletas saladas, tostadas y huevos duros.
—¿Qué es esto?
Christopher la cogió del codo y le ofreció una silla. Se sentó frente a ella con una sonrisa serena en los labios.
—Las mujeres embarazadas en el primer trimestre suelen empezar el día con comida blanda para asentar el estómago. —Lo dijo como si lo leyera de un libro, aunque Dulce ya lo sabía. Lo había aprendido por experiencia propia.
—¿Y tú de dónde has sacado eso?
—Ayer por la noche, mientras dormías, utilicé el teléfono para algo más que consultar los resultados de la bolsa. He traído café, descafeinado, pero en los artículos que leí ponía que seguramente no querrías tomártelo. —Empujó el único vaso de leche que había en la bandeja hacia ella—. Pero la leche es fundamental para ti y para el niño.