El avión alcanzó la altura de crucero y el piloto les comunicó que podían desabrocharse los cinturones de seguridad durante los cuarenta y cinco minutos que duraría el vuelo hasta Las Vegas. Dulce apenas había abierto la boca desde que habían embarcado.
Después de que Dul accediera a ser su esposa durante un año, Christopher había planeado un viaje relámpago a la Ciudad del Pecado que incluía una breve visita a una capilla. Estaba convencido de que una boda romántica en Las Vegas resultaría mucho más creíble ante los abogados que un viaje al juzgado.
Ucker se desabrochó el cinturón de seguridad y se levantó del asiento del jet privado para coger una botella de champán. Cuando miró a su prometida, se dio cuenta de que Dul no dejaba de tocarse las manos. Qué curioso, pensó, él podía perderlo todo y, sin embargo, era ella la que no podía estar quieta.
—Toma, puede que esto te ayude. —Le dio una copa de champán y se sentó frente a ella en una de las enormes butacas de piel del avión.
—¿Tan evidente es?
—Los nudillos blancos te delatan.
Dulce se bebió la mitad de la copa de un trago.
—Nunca he querido ser actriz.
—Pues seguro que muchos estudios estarían dispuestos a contratarte como dobladora por un dineral.
Ella se encogió de hombros.
—Si me dieran un dólar por cada vez que he oído eso...
Christopher estaba seguro de que era así.
—Tienes una voz increíble.
Dul apartó la mirada y sus mejillas empezaron a teñirse de un ligero color rosado.
—Creo que esto del matrimonio funcionará mejor si no encontramos nada increíble en el otro. No es nada personal.
—Seguramente tienes razón, pero recuerda que hemos acordado ser sinceros el uno con el otro. Y tienes la voz más sensual que he escuchado en toda mi vida.
Merecía la pena enseñar las cartas solo para ver cómo se removía incómoda ante el cumplido. A esas alturas ya estaba colorada como un tomate, lo cual era adorable.
Sin apenas darse cuenta, Dul ya había vaciado la copa de champán por segunda vez.
—No sé si darte las gracias o pedirte que seas menos superficial.
—Ay.
—Eres tú quien pedía sinceridad.
Christopher la observó mientras se quitaba los tacones con los pies y escondía las piernas bajo el asiento. Sus dedos empezaban a recuperar el color. No sabía muy bien cómo tomárselo, pero era evidente que meterse con él la ayudaba a sentirse más cómoda.
—La única persona que se atreve a llamarme superficial es Poncho.
—¿Tu mejor amigo?
—Mi único amigo de verdad.
—¿En serio? Pensaba que alguien con tu fortuna tendría un séquito de amigos.
—El dinero atrae a la gente, no a los amigos —respondió él.
—Amén a eso. Supongo que Poncho sabe lo nuestro. Lo del acuerdo, quiero decir.
—Lo sabe.
—¿Y tus amigas? ¿También lo saben?
Ahora le tocaba a él sentirse incómodo. Aunque su matrimonio iba a ser una farsa, se le hacía raro hablar de sus amantes con la que en breve se convertiría en su esposa.
—Contárselo a mis amigas, como tú las llamas, sería como llamar a la Inquisición y concederle una entrevista a doble página. —Ucker apuró el champán y se levantó para rellenar de nuevo las copas.
—¿No confías en ellas?
—En esto no.
—¿Cómo lo hacen los hombres?
—¿Qué hacemos?
—Acostarse con mujeres en las que no confían. —Dulce le dio las gracias por el champán y esta vez empezó a beber de su copa tomando pequeños sorbos.
—Se llama atracción.
—Se llama lujuria —le corrigió ella, riéndose.
—Eso también.
Christopher empezaba a sentir una agradable sensación de calidez por dentro. ¿Cuándo había hablado por última vez con una mujer sobre las motivaciones masculinas? Nunca. Y, para su sorpresa, le gustaba hacerlo.
—Entonces, ¿qué les has dicho a tus...? ¿Cómo llamas a las mujeres con las que te relacionas? ¿Amantes?
Amante sonaba demasiado personal.
—Todavía no les he dicho nada.
Dul arqueó las cejas, perfectamente depiladas.
—Lo que daría por ver una de esas conversaciones por un agujerito. «Ah, cariño, por cierto, que me he casado este fin de semana pasado» —se burló, incapaz de contener la risa.
—No creo que se lo diga así. —No sabía muy bien cómo darles la noticia y, para ser sincero, tampoco es que hubiera pensado mucho en ello.
—Eres consciente de que te arriesgas a perderlas a ambas, ¿verdad?
—¿Cómo sabes que son dos? —Christopher sacudió lentamente la cabeza y levantó una mano para detenerla—. Da igual. No recordaba tu trabajo intensivo de investigación. No tienes que preocuparte por ellas. Ni siquiera las conocerás.
Dulce se llevó una mano al pecho y sonrió.
—Superficial y un poquito iluso.
Dios, ya estaba otra vez metiéndose con él.
—¿Perdona?
—Si tú y yo estuviéramos saliendo y de pronto tú te casaras con otra, me las ingeniaría como fuera para conocer a esa mujer a cuya altura, a juzgar por tus acciones, parece que yo no estoy. Y que conste que me odiaría a mí misma por hacerlo. Las mujeres son criaturas emocionales, señor Ucke... Christopher. Por mucho que intentara deshacerme de esa peculiaridad de mi género, lo más probable es que no fuera capaz de controlar mis impulsos. Dudo bastante que Vanessa y Jackie...
—Jacqueline —la corrigió Ucker.
—Perdón, Vanessa y Jacqueline sean diferentes. ¿A cuál de las dos es más probable que le rompas el corazón?
Lo de la sinceridad estaba yendo demasiado lejos. Aunque aquella especie de recorrido por su vida personal sirviese para aliviar los nervios de su prometida, Christopher no se sentía cómodo. Dulce había subido los pies a la butaca y se mostraba relajada por primera vez desde que se conocían. Su sonrisa no parecía forzada y sus ojos desprendían un brillo de picardía. Le hubiese gustado llevarla a ese estado de ánimo sin tener que hablar de las que hasta entonces habían sido sus amantes, porque ya no lo eran. Pensó por un momento en qué dirían Vanessa y Jacqueline cuando supieran lo de su boda. Vanessa seguramente le daría un tortazo y se alejaría indignada. Jacqueline no sería tan dramática, pero era demasiado arriesgado prolongar una relación con ella.
—Las dos saben de la existencia de la otra.
—Pero ¿cuál de las dos quiere más?
—No me puedo creer que mi futura esposa me esté preguntando esto.
—¿Cuál, Ucker?
Dulce era implacable.
—Vanessa. Aunque dudo que quisiera verte cara a cara. Además, vive en Londres y solo viene a Nueva York de vez en cuando.
—Sí, y Jacqueline vive entre Nueva York y España.
De pronto la voz del piloto anunció por los altavoces del avión que se acercaban al aeropuerto de Nevada.
—Veo que has hecho los deberes. —Ucker volvió a su asiento, al lado de Dul.
—Siempre —dijo ella, y parecía orgullosa de sí misma.
—¿Me avisarás si alguna de las dos se presenta en tu casa?
Dul bajó los pies al suelo y se puso el cinturón de seguridad.
—Serás el primero en saberlo.
El jet inició el descenso y Dulce desvió la mirada hacia la ventana. Entre el champán y la conversación, ya no parecía una novia a la fuga. Christopher la cogió de la mano y sintió que se sobresaltaba.
—Deberías intentar controlar esas reacciones —le sugirió.
Dulce clavó los ojos en sus dos manos entrelazadas y respiró profundamente.
—Lo intento.
Christopher no retiró la mano y decidió repetir el ejercicio a menudo. ¿Se había sobresaltado porque le molestaba que la tocara o porque le gustaba? Quizá le gustaba y eso le molestaba. Pues tendría que acostumbrarse.
Mientras el avión descendía sobre la pista de aterrizaje y las ruedas derrapaban sobre el asfalto, Christopher observó las distintas emociones que se iban alternando en el rostro de Dulce. La sonrisa que hacía apenas unos minutos iluminaba sus labios, rosados y generosos, se había convertido en una línea recta. Con cualquier otra mujer, Christopher se habría acercado a ella y le habría hecho olvidar las preocupaciones con un beso. ¿A qué sabrían sus labios? Dulces como el champán, pensó. Imaginó aquella voz tan sensual susurrándole al oído, animándolo a no detenerse en un simple beso, y algo despertó bajo su vientre. Desvió la mirada y le apretó la mano con fuerza.
Cuando el piloto anunció que ya podían desabrocharse los cinturones,Ucker se volvió hacia Dulce.
—¿Lista para casarte?
Ella movió la mano para poder entrelazar los dedos con los de Christopher.
—Por qué no. No tengo un plan mejor para hoy.
Christopher echó la cabeza hacia atrás y se rió a carcajadas.
Después de un breve trayecto en limusina hasta el hotel más nuevo de la ciudad, Dulce se plantó frente al altar de la pequeña capilla, sujetando la mano de su futuro marido. Durante la ceremonia, ella le entregó la alianza que él mismo había preparado, pero cuando Ucker deslizó en su dedo un diamante enorme de cuatro quilates rodeado de zafiros, Ucker no pudo reprimir una exclamación de sorpresa.
—Para mi duquesa —le dijo. Hasta el cura abrió la boca al ver el anillo.
En algún momento entre la limusina y el intercambio de alianzas, Dulce cayó en la cuenta de que lo más probable era que, al final de la ceremonia, Christopher la besara. ¿Por qué no habría de hacerlo? Los abogados podían interrogar al cura y a los testigos, por lo que a Ucker le interesaba que creyeran que estaban perdidamente enamorados y que se habían fugado. De modo que, en lugar de pensar en sus votos matrimoniales, unos votos que ninguno de los dos tenía intención de mantener, Dul no podía quitarse el beso de la cabeza.
En la capilla empezaba a hacer calor y a Dulce le sudaban las palmas de las manos. Repitió sus votos y escuchó como Christopher prometía renunciar a cualquier otra mujer.
—... yo os declaro marido y mujer. Puede besar a la novia.
Dulce tragó saliva.
Estaba segura de que el suelo se abriría bajo sus pies en cualquier momento y se la tragaría. Ucker, sin embargo, era la personificación del autocontrol. Pasó un brazo alrededor de su cintura y bajó la mirada hasta encontrarse con la suya. Sus hermosos ojos desprendían un brillo especial y en sus labios, tan perfectos, se dibujaba el principio de una sonrisa.
Dulce se pasó la lengua por los labios e intentó sonreír, pero se le hizo un nudo en el estómago en cuanto él empezó a acercarse. Ucker utilizó la mano que tenía libre para sujetarle la mejilla y se detuvo un segundo, dubitativo, sobre sus labios. Dulce sintió la calidez de su aliento y dejó que su cuerpo se relajara.
Y de pronto sus labios estaban allí, húmedos, firmes y absolutamente embriagadores. Sintió una descarga eléctrica en el cerebro que se extendió por todo su cuerpo. Aun con tacones, tuvo que ponerse de puntillas para devolverle el beso. El brazo de Ucker estrujaba su cuerpo contra el de él, sus pechos aplastaban el busto firme del que ya era su marido. Dul abrió la boca sorprendida y sintió que la lengua de Christopher se deslizaba entre sus labios.
Fue entonces cuando se olvidó del cura, de los testigos, y se dejó llevar por el placer que Christopher Uckermann despertaba en lo más profundo de su cuerpo. Habían pasado siglos desde la última vez que la habían besado, y ninguno de aquellos besos podía compararse ni remotamente. Quizá era porque estaba conociendo una nueva faceta de él, o tal vez fuera el hombre en sí mismo, quién sabe. ¿Y si todos los duques besaban como aquel?
Alguien carraspeó y Dul y Ucker se separaron. Un halo de confusión se había instalado en los ojos de él. ¿Era posible que Christopher hubiera sentido aquel beso con la misma intensidad que ella? Dulce pensó en las dos mujeres a las que su marido tendría que dar explicaciones y decidió que era imposible que el beso le hubiera afectado tanto como a ella. Christopher, su marido, era un jugador nato. A partir de ahora tendría que tenerlo siempre presente.
—Felicidades, señor y señora Uckermann. Si son tan amables de seguirme para firmar un par de papeles, podrán empezar su luna de miel enseguida. —El cura los llevó desde la pequeña capilla hasta un despacho en el que Dulce estampó su firma en el certificado oficial junto a la de Christopher.
Y, sin más, se convirtió en una mujer casada.
Ucker no estaba seguro de cómo había imaginado su noche de bodas, pero lo que sucedió la noche anterior no se le parecía en nada.
A pesar de haber reservado una suite nupcial en un lujoso hotel y casino de Las Vegas, al final había acabado durmiendo en el sofá, oyendo a su esposa dar vueltas por la habitación hasta que se fue a dormir sobre la una de la madrugada.
El recuerdo del beso aún le resultaba desconcertante. Había empezado como una pantomima, una muestra de afecto en público que, en caso de ser necesario, podría llegar a oídos de los abogados. Pero desde el momento en que Dul y él habían abandonado la capilla, solo podía pensar en repetirlo. La forma en que el rostro de Dulce se había iluminado y su incapacidad para mirarle a los ojos eran pruebas irrefutables de que había sentido lo mismo que él. Mierda, no debería desear a su mujer, una esposa de conveniencia, la persona que le hacía sonreír a menudo y por quien se cuestionaba su filosofía de donjuán y sus pasatiempos superficiales.
Ella misma le había aconsejado que controlara «sus instintos más básicos», o algo parecido. Tenía que alejarse de la señora Uckermann y hacerlo cuanto antes, o controlar sus instintos acabaría convirtiéndose en una tarea imposible.
Ucker guardó la manta y la almohada que había utilizado la noche anterior y esperó a que la luz que entraba por las ventanas del dormitorio despertara a Dulce. Ya había enviado una nota a la oficina de Londres sobre su boda «relámpago» con la mujer de la que se había enamorado «a primera vista». La noticia no tardaría en extenderse. Lo más probable era que tuviera que presentar a su esposa en sociedad al cabo de un par de semanas para convencer a todo el mundo de que aquella boda era sincera y real. Invertiría ese margen de tiempo en mantener su libido bajo control con unas buenas vallas. No le preocupaba lo que le pudiera pasar a su corazón, pero si rompía el de Dulce se arriesgaba a perderlo todo. Y ese era un riesgo demasiado peligroso.
Un suave golpe en la puerta lo alertó de que el servicio de habitaciones había llegado. Ucker abrió la puerta y le indicó al joven uniformado que esperaba tras ella que dejara el carrito en el centro de la estancia. El rico aroma del café despertó sus sentidos y le hizo la boca agua. Mientras el camarero le entregaba la cuenta, se abrió la puerta del dormitorio y apareció la figura aún medio dormida de su esposa, envuelta en una bata blanca.
—¿Huele a café? —La voz de alcoba de Dul le atravesó el cuerpo sin previo aviso, arrancándole un gruñido. Incluso el chico del servicio de habitaciones olvidó lo que estaba haciendo y se volvió
hacia ella.
—He pedido el desayuno.
—Qué bien, me muero de hambre. —Dul atravesó la estancia descalza. Con cada paso, una pequeña abertura en la bata dejaba al descubierto sus delicadas piernas.
Mientras el avión descendía sobre la pista de aterrizaje y las ruedas derrapaban sobre el asfalto, Christopher observó las distintas emociones que se iban alternando en el rostro de Dulce. La sonrisa que hacía apenas unos minutos iluminaba sus labios, rosados y generosos, se había convertido en una línea recta. Con cualquier otra mujer, Christopher se habría acercado a ella y le habría hecho olvidar las preocupaciones con un beso. ¿A qué sabrían sus labios? Dulces como el champán, pensó. Imaginó aquella voz tan sensual susurrándole al oído, animándolo a no detenerse en un simple beso, y algo despertó bajo su vientre. Desvió la mirada y le apretó la mano con fuerza.
Cuando el piloto anunció que ya podían desabrocharse los cinturones,Ucker se volvió hacia Dulce.
—¿Lista para casarte?
Ella movió la mano para poder entrelazar los dedos con los de Christopher.
—Por qué no. No tengo un plan mejor para hoy.
Christopher echó la cabeza hacia atrás y se rió a carcajadas.
Después de un breve trayecto en limusina hasta el hotel más nuevo de la ciudad, Dulce se plantó frente al altar de la pequeña capilla, sujetando la mano de su futuro marido. Durante la ceremonia, ella le entregó la alianza que él mismo había preparado, pero cuando Ucker deslizó en su dedo un diamante enorme de cuatro quilates rodeado de zafiros, Ucker no pudo reprimir una exclamación de sorpresa.
—Para mi duquesa —le dijo. Hasta el cura abrió la boca al ver el anillo.
En algún momento entre la limusina y el intercambio de alianzas, Dulce cayó en la cuenta de que lo más probable era que, al final de la ceremonia, Christopher la besara. ¿Por qué no habría de hacerlo? Los abogados podían interrogar al cura y a los testigos, por lo que a Ucker le interesaba que creyeran que estaban perdidamente enamorados y que se habían fugado. De modo que, en lugar de pensar en sus votos matrimoniales, unos votos que ninguno de los dos tenía intención de mantener, Dul no podía quitarse el beso de la cabeza.
En la capilla empezaba a hacer calor y a Dulce le sudaban las palmas de las manos. Repitió sus votos y escuchó como Christopher prometía renunciar a cualquier otra mujer.
—... yo os declaro marido y mujer. Puede besar a la novia.
Dulce tragó saliva.
Estaba segura de que el suelo se abriría bajo sus pies en cualquier momento y se la tragaría. Ucker, sin embargo, era la personificación del autocontrol. Pasó un brazo alrededor de su cintura y bajó la mirada hasta encontrarse con la suya. Sus hermosos ojos desprendían un brillo especial y en sus labios, tan perfectos, se dibujaba el principio de una sonrisa.
Dulce se pasó la lengua por los labios e intentó sonreír, pero se le hizo un nudo en el estómago en cuanto él empezó a acercarse. Ucker utilizó la mano que tenía libre para sujetarle la mejilla y se detuvo un segundo, dubitativo, sobre sus labios. Dulce sintió la calidez de su aliento y dejó que su cuerpo se relajara.
Y de pronto sus labios estaban allí, húmedos, firmes y absolutamente embriagadores. Sintió una descarga eléctrica en el cerebro que se extendió por todo su cuerpo. Aun con tacones, tuvo que ponerse de puntillas para devolverle el beso. El brazo de Ucker estrujaba su cuerpo contra el de él, sus pechos aplastaban el busto firme del que ya era su marido. Dul abrió la boca sorprendida y sintió que la lengua de Christopher se deslizaba entre sus labios.
Fue entonces cuando se olvidó del cura, de los testigos, y se dejó llevar por el placer que Christopher Uckermann despertaba en lo más profundo de su cuerpo. Habían pasado siglos desde la última vez que la habían besado, y ninguno de aquellos besos podía compararse ni remotamente. Quizá era porque estaba conociendo una nueva faceta de él, o tal vez fuera el hombre en sí mismo, quién sabe. ¿Y si todos los duques besaban como aquel?
Alguien carraspeó y Dul y Ucker se separaron. Un halo de confusión se había instalado en los ojos de él. ¿Era posible que Christopher hubiera sentido aquel beso con la misma intensidad que ella? Dulce pensó en las dos mujeres a las que su marido tendría que dar explicaciones y decidió que era imposible que el beso le hubiera afectado tanto como a ella. Christopher, su marido, era un jugador nato. A partir de ahora tendría que tenerlo siempre presente.
—Felicidades, señor y señora Uckermann. Si son tan amables de seguirme para firmar un par de papeles, podrán empezar su luna de miel enseguida. —El cura los llevó desde la pequeña capilla hasta un despacho en el que Dulce estampó su firma en el certificado oficial junto a la de Christopher.
Y, sin más, se convirtió en una mujer casada.
Ucker no estaba seguro de cómo había imaginado su noche de bodas, pero lo que sucedió la noche anterior no se le parecía en nada.
A pesar de haber reservado una suite nupcial en un lujoso hotel y casino de Las Vegas, al final había acabado durmiendo en el sofá, oyendo a su esposa dar vueltas por la habitación hasta que se fue a dormir sobre la una de la madrugada.
El recuerdo del beso aún le resultaba desconcertante. Había empezado como una pantomima, una muestra de afecto en público que, en caso de ser necesario, podría llegar a oídos de los abogados. Pero desde el momento en que Dul y él habían abandonado la capilla, solo podía pensar en repetirlo. La forma en que el rostro de Dulce se había iluminado y su incapacidad para mirarle a los ojos eran pruebas irrefutables de que había sentido lo mismo que él. Mierda, no debería desear a su mujer, una esposa de conveniencia, la persona que le hacía sonreír a menudo y por quien se cuestionaba su filosofía de donjuán y sus pasatiempos superficiales.
Ella misma le había aconsejado que controlara «sus instintos más básicos», o algo parecido. Tenía que alejarse de la señora Uckermann y hacerlo cuanto antes, o controlar sus instintos acabaría convirtiéndose en una tarea imposible.
Ucker guardó la manta y la almohada que había utilizado la noche anterior y esperó a que la luz que entraba por las ventanas del dormitorio despertara a Dulce. Ya había enviado una nota a la oficina de Londres sobre su boda «relámpago» con la mujer de la que se había enamorado «a primera vista». La noticia no tardaría en extenderse. Lo más probable era que tuviera que presentar a su esposa en sociedad al cabo de un par de semanas para convencer a todo el mundo de que aquella boda era sincera y real. Invertiría ese margen de tiempo en mantener su libido bajo control con unas buenas vallas. No le preocupaba lo que le pudiera pasar a su corazón, pero si rompía el de Dulce se arriesgaba a perderlo todo. Y ese era un riesgo demasiado peligroso.
Un suave golpe en la puerta lo alertó de que el servicio de habitaciones había llegado. Ucker abrió la puerta y le indicó al joven uniformado que esperaba tras ella que dejara el carrito en el centro de la estancia. El rico aroma del café despertó sus sentidos y le hizo la boca agua. Mientras el camarero le entregaba la cuenta, se abrió la puerta del dormitorio y apareció la figura aún medio dormida de su esposa, envuelta en una bata blanca.
—¿Huele a café? —La voz de alcoba de Dul le atravesó el cuerpo sin previo aviso, arrancándole un gruñido. Incluso el chico del servicio de habitaciones olvidó lo que estaba haciendo y se volvió
hacia ella.
—He pedido el desayuno.
—Qué bien, me muero de hambre. —Dul atravesó la estancia descalza. Con cada paso, una pequeña abertura en la bata dejaba al descubierto sus delicadas piernas.
Al camarero se le escurrió el platillo de la cuenta de entre las manos. Ucker se interpuso en su campo de visión para proteger la intimidad de Dul, y el chico, colorado como un tomate, recogió la cuenta y se la entregó. Ucker la firmó rápidamente y lo acompañó hasta la puerta.
Antes de darse la vuelta, Christopher inspiró profundamente y se cuadró de hombros, aunque sabía que esta vez su fanfarronería habitual no le serviría para nada. En cuanto vio a Dulce levantando con una mano las campanas plateadas que cubrían los platos, mientras con la otra se sujetaba la melena alborotada, sintió que el vello de la nuca se le ponía de punta. Aquella mujer era la viva imagen de la sensualidad.
Dul cogió la jarra de café y llenó dos tazas.
—¿Cómo te gusta?
Él cerró los ojos y apartó las imágenes de cuerpos desnudos de su mente pecaminosa.
—Solo.
Se acercó a la mesa y ocupó una de las sillas. Dul le dio su taza en silencio y luego se puso azúcar en el café. Cuando el primer trago rozó sus labios, se apoyó en el respaldo de la silla y suspiró. Fue un sonido ronco, casi gutural, que envió una segunda onda expansiva contra la piel de Ucker. Tenía que largarse de Las Vegas como fuera o ya podía ir olvidándose de sus intenciones de no acostarse con su esposa.
Ajena al efecto que provocaba en él, Christopher levantó las piernas y apoyó los pies en la silla que tenía delante. La bata se abrió, revelando una nueva porción de muslo.
Fue como si el cuerpo de Ucker se vengara de él. La erección alcanzó niveles cercanos al dolor y tuvo que cambiar de posición sobre la silla para que Dul no se diera cuenta.
—¿Qué tal has dormido? —le preguntó ella, sin molestarse en cubrir su piel del color del alabastro.
—Bien —mintió Ucker, intentando con todas sus fuerzas apartar la mirada de sus piernas.
—¿En serio? Yo no he parado de dar vueltas. Esto del matrimonio me preocupa más de lo que pensaba.
¿Por qué no contarle que él sentía lo mismo? Claro que entonces parecería que no tenía la situación bajo control. Christopher tenía que manejar las riendas de su vida con mano de hierro, incluido su matrimonio.
—Seguro que acabarás acostumbrándote, sobre todo cuando yo me vaya a Londres.
Dulce se inclinó hacia delante y cogió una tostada.
—¿Cuándo te vas?
—Mañana.
—¿Mañana? —repitió ella, aparentemente sorprendida.
—Te llevaré de vuelta a Los Ángeles y te presentaré a Poncho y a mi equipo antes de prepararlo todo para mi marcha.
Dulce mordisqueó la tostada.
—¿No parecerá sospechoso que te vayas tan pronto estando recién casado?
—Puede que sí, así que tendremos que esforzarnos para que todo parezca normal. Llamadas diarias, algo que demuestre que hablamos a menudo. Los abogados de mi padre no tienen escrúpulos. Cuando iba a la universidad, contrataron a varios detectives privados para que le informaran de mis fechorías.
—¿Hasta ese extremo?
—Mi padre les ofrecía sobornos, sobornos muy lucrativos, por cada lío que descubrieran. Dudo que haya cambiado algo desde su muerte. —De momento, no tenía intención de ahondar más en la historia de su familia, así que preguntó—: ¿Tienes pasaporte?
—No desde que se lo quedaron los federales cuando tenía veinte años. No creo que tenga problemas para sacármelo otra vez. De todos modos, sería una buena excusa para explicar por qué no voy contigo.
Lo dijo sonriendo, por fin despierta gracias a la primera taza de café del día. Christopher estaba convencido de que Dulce se había dado cuenta de la brusquedad con la que había cambiado de tema, pero prefería guardarse las preguntas para sí misma.
—Empezaré con el papeleo el lunes.
—Me parece bien.
—Ayer por la noche, mientras intentaba quedarme dormida, estuve pensando en si debería adoptar tu apellido o no. Muchas mujeres mantienen el suyo incluso después de casadas. Así sería más fácil. —Se inclinó hacia delante y se sirvió una ración de huevos revueltos.
A Ucker no le gustó como sonaba aquello. Tendría que preguntarle por sus motivos, aunque más adelante.
—Si nos hubiéramos casado por amor y no por conveniencia, ¿habrías adoptado mi apellido?
—Pero no ha sido así.
—¿Pero si lo hubiera sido?
Dulce bajó la mirada hasta el anillo de herencia familiar que Christopher le había puesto en el dedo el día anterior.
—Sí, seguramente sí.
Ucker se terminó la taza de café con ánimo renovado tras haber conseguido la respuesta que buscaba.
—Pues entonces tendrás que cambiar de apellido. No quiero que nadie se haga preguntas innecesarias, sobre todo teniendo en cuenta que, para empezar, querrán saber por qué vivimos la mayor parte del año en continentes diferentes.
Dulce quería discutir pero se conformó con un suspiro.
—Seguramente tienes razón.
—Antes de irme, abriré una cuenta a tu nombre y te daré las llaves de mi casa. —La imagen de Dulce paseándose por su dormitorio vestida únicamente con una bata blanca le arrancó una sonrisa.
—No hace falta.
—No estoy de acuerdo —dijo él, mientras se servía un plato de huevos, salchichas y tostadas—. No dejaré a mi esposa sin recursos.
—Como quieras, pero no los usaré. No necesito tu dinero, ya no, ahora que te has ocupado de Claudia. Y tengo mi propia casa —respondió ella, mientras masticaba la comida lentamente antes de tragársela.
—Todavía te debo el veinte por ciento. Utiliza el dinero de la cuenta, Dulce. Es lo que haría mi esposa. Además, no quiero que la gente vaya diciendo que no te cuido.
Ella dejó caer una mano sobre la mesa.
—No arruinaré tu imagen, Christopher.
—Sí lo harás si vas por ahí conduciendo un coche viejo y escatimando en gastos menores. No digo que te compres un yate, solo que no te vean en centros comerciales. —Se imaginó a la prensa fotografiándola en un Walmart y no pudo reprimir una mueca de disgusto.
—Eres consciente de lo clasista que suena eso, ¿verdad?
—Me da igual. Mis novias compraban en tiendas de diseñadores, así que mi esposa no puede ir vestida de rebajas. —Christopher notó que Dulce apretaba los dientes y se preparó para una discusión.
—¿Pasa algo malo con mi forma de vestir?
Vaya por Dios... Acababa de meterse en un campo de minas y sin chaleco de plomo.
—Yo no he dicho eso.
—Sí, sí que lo has dicho.
Christopher dejó el tenedor sobre la mesa.
—Sabes que tengo razón en esto.
Dulce apretó los labios, pero no le llevó la contraria.
—Vale.
—Bien. —«He ganado.» Dios, ¿alguna vez había discutido con una mujer porque ella se negara a gastarse su dinero? Notó que se le escapaba una sonrisa.
—¿Qué es tan divertido? —A Dulce le brillaban los ojos de pura ira contenida; era una visión maravillosa.
—Creo que acabamos de tener nuestra primera pelea de casados.
Dulce se relajó y sus hombros se empezaron a contraer de la risa.
—Creo que sí.
—Y he ganado yo —puntualizó Ucker.
Dul lo miró con los ojos encendidos.
—No esperes que se repita a menudo.
No, murmuró él. No era tan tonto como para creer que siempre se saldría con la suya. Sin embargo, ganar aquel primer encontronazo había sido como echar un poco de nata montada en lo alto del pastel de bodas.