Veintiséis horas después de pronunciar el «Sí, quiero», la prensa descubrió a Dulce y a Christopher desembarcando de su jet privado. Gracias a Dios, Dulce había tenido la precaución de llevarse unas gafas de sol bien grandes consigo tras las que poder ocultar el estrés, que ya era evidente en sus ojos. Los periodistas no habían cambiado desde la detención de su padre. Les bloquearon el paso, tomaron fotografías de los dos y les hicieron todo tipo de preguntas.
Christopher la guió hacia el exterior del aeropuerto con un brazo posesivo alrededor de su cintura. Con un poco de suerte, antes de que llegara el fin de semana muchos ya se habrían bajado del carro, llevándose los focos a otra parte. De no ser así, tendría que enfrentarse a los paparazzi ella sola.
Ucker dijo unas palabras, más bien pocas, mientras avanzaban. Cosas como «el amor de mi vida» y «me hizo perder la cabeza». Parecía tan sincero. Si no estuviera al tanto del plan, Dul le habría creído sin pensárselo dos veces. En una ocasión, Ucker acercó los labios a su oreja y le susurró: «Será peor en Europa, así que saca a la esnob que llevas dentro y sonríe».
Sin dejar de sonreír, Dulce se apoyó en él para montarse en el asiento trasero del coche que les esperaba. La instantánea del momento apareció en los canales de televisión más importantes y en tres revistas del corazón.
El amigo de Ucker, Poncho, resultó ser toda una sorpresa. Con su pelo oscuro y su apariencia de surfista era el extremo opuesto a su marido. Siempre bien vestido, era inteligente, pragmático y tenía un gran sentido del humor. Le dio a Dul su número de móvil y la animó a que lo usara si necesitaba cualquier cosa mientras Ucker estuviera fuera de la ciudad.
Tal y como habían acordado, Christopher le entregó a Dulce una copia de las llaves de su casa, que estaba en la zona más elevada de Malibú y cuyas vistas sobre el mar eran espectaculares. La casa era enorme: mil metros cuadrados en una propiedad de cuatro hectáreas. El servicio incluía cocinera, asistenta y un equipo de jardineros para cuidar de la finca. Neil, el chófer de Christopher, se ocupaba del personal y vivía en la casa de invitados. Era tan corpulento que un equipo de fútbol americano al completo se sentiría intimidado a su lado. Ucker le contó que también hacía las veces de guardaespaldas.
Tras desearle un feliz vuelo a su marido, Dul regresó a su adosado de alquiler sumida en sus pensamientos. El proceso de búsqueda de una esposa y su ejecución habían sido movimientos muy inteligentes por parte de Ucker. Ni siquiera una mujer fuerte como ella podía evitar volver la cabeza y mirar cuando una fortuna como la suya pasaba junto a ella.
—No quiero ni saber cuánto cuestas —murmuró, admirando el anillo que brillaba en su dedo y haciéndolo girar. Tendría que devolverlo en cincuenta y cuatro semanas, pero hasta entonces disfrutaría de él.
La voz de Anahí gritó un «Sin comentarios» y luego se oyó un portazo.
—Madre mía, ¿cuánto tiempo vamos a tener que aguantar esto? —Anahí, más amiga que empleada, descolgó el bolso de su hombro y lo lanzó sobre la mesa de café.
—Se irán en un par de días.
—Pareces muy segura.
—Lo he vivido antes. El divorcio atraerá todavía a más prensa.
Anny lanzó sobre la mesa un periódico en cuya portada aparecían los rostros sonrientes de Ucker y Dul.
—Son muy convincentes.
Dulce sonrió. Se moría de ganas de que la prensa desapareciera, pero al mismo tiempo le gustaban las fotografías que les habían hecho. Al fin y al cabo, eran las únicas fotos que tenía de su boda.
—No hacemos mala pareja.
—¿Mala pareja? Si parecen felices como dos tortolitos.
—¿Las tórtolas tienen cara de felicidad? —se burló Dul.
—No tengo ni idea. Qué pena no haberlo conocido cuando te trajo a casa. —Anny se desplomó en el sofá y apoyó sus largas piernas en la mesita.
—En realidad no me trajo él. Fue su chófer.
—¿Su chófer? —Anny tenía unos ojos color celestes absolutamente increíbles, unos ojos que se abrieron como platos al preguntar.
—Es rico. ¿Por qué conducir tú mismo cuando puedes pagar a alguien para que lo haga por ti? —Dulce se rió y puso los ojos en blanco, esbozando su mejor mueca de esnob.
—Vaya, vaya, usted perdone. —Pero su amiga se estaba riendo.
El teléfono de la empresa sonó y Dul saltó del sofá para cogerlo.
—Alliance.
Dulce escuchó con una oreja mientras su amiga prestaba atención a la persona que le hablaba desde el otro lado de la línea.
Lo cierto era que no quedaban tan mal el uno junto al otro, a pesar de que él le sacaba más de una cabeza.
—Sin comentarios —dijo Anny—. No, no somos un servicio de señoritas de compañía... Le repito que no vamos a comentar nada al respecto. —Y con un suspiro de frustración, colgó el teléfono.
—Debería habérmelo imaginado. —La prensa estaría dispuesta a reducir su negocio a añicos si con ello conseguía beneficios.
—Quizá podríamos redactar un comunicado oficial.
—Buena idea. Escribiré un primer borrador y se lo pasaré a Christopher.
El teléfono sonó de nuevo; otro periodista en busca de respuestas. Media hora más tarde,Dul y Anny ya se habían dado por vencidas y habían desconectado la línea de la empresa. Con un poco de suerte, pronto la noticia empezaría a perder fuelle. La publicidad podría atraer a nuevos clientes, siempre que Dulce fuera capaz de mantener el anonimato, algo que no sucedería mientras toda la prensa del corazón del país estuviera instalada frente a la puerta de su casa. Por el momento, no le quedaba más remedio que posponer la búsqueda de nuevos clientes.
—Esto es una locura —exclamó Anny mientras corría las cortinas de la sala de estar. Un grupo de paparazzi había acampado en la calle y se las ingeniaba para colar los objetivos de las cámaras cada vez que una de ellas abría las cortinas.
—Prepararé algo para cenar. No te importa quedarte esta noche, ¿verdad? -
—¿Esa es tu forma de pedirme que me quede?
—Dios, sí. No quiero estar sola con esa gente en la calle. De todas formas, te seguirían hasta tu casa —respondió Dul.
—Está bien, pero yo escojo la peli. Dime que tienes vino.
—¿Alguna vez te he defraudado?
Dulce apagó las luces del porche y pasó el cerrojo de la puerta principal. Se pusieron cómodas, con pantalones de chándal y camiseta, y se acomodaron frente al televisor con unas porciones de pizza barata y una buena botella de Merlot.
—Tengo la sensación de que ya no haremos esto tan a menudo —dijo Anny entre bocado y bocado.
—¿Por qué dices eso? —Dul estaba tomando algunas notas en una libreta, intentando dar forma al comunicado de prensa.
—Ahora eres una mujer casada.
—¿Y?
Ambas sabían que solo era de cara a la galería. En aquel preciso instante, Ucker estaría durmiendo plácidamente en la cama de su avión privado y ni uno solo de sus pensamientos sería para ella.
—Estás casada con un duque, Dul. ¿Tienes idea de lo fuerte que es eso?
—Es solo un título, como «señor» o «doctor», solo que Christopher no ha tenido que trabajar para conseguirlo.
—Heredó el título automáticamente de su padre cuando este murió, ¿verdad? —Anny se había sentado con los pies debajo del trasero y había colocado un bol de palomitas en el sofá, entre las dos.
Dulce asintió.
—¿Pero necesitaba casarse para heredar las propiedades?
—En la mayoría de los casos, el título y las propiedades van juntas y las recibe el primer hijo varón del duque y la duquesa, pero el padre de Ucker era un ruco de primera categoría. Dejó estipulado en su testamento que las propiedades fueran divididas, disueltas a todos los efectos, si Christopher no sentaba la cabeza antes de cumplir treinta y un años. Uno de sus primos recibiría una parte de las propiedades, la madre y la hermana tendrían una pequeña asignación y el resto se destinaría a causas benéficas.
—Qué frialdad. ¿El padre no lo dejó todo arreglado para que su propia mujer pudiera quedarse en la casa que ha sido su hogar durante tantos años?
—Supongo que no.
Anny se inclinó hacia delante.
—Qué imbécil.
—Ucker dice que un título sin las propiedades asociadas es como un rey sin país. Lo de la realeza es que me deja alucinada.
El móvil de Dulce vibró y en la pantalla apareció el nombre de Christopher. Una descarga de emoción le recorrió la espalda.
—Hola.
—Quería hablar contigo antes de que te fueras a la cama —dijo Ucker. Parecía cansado y el ruido de fondo le impedía escucharle con claridad.
—Y yo que pensaba que estarías a veinte mil pies. ¿Dónde estás?
—El vuelo se ha retrasado, estoy en Nueva York. Salimos de aquí en menos de una hora.
El día para ellos había empezado muy temprano y no parecía que fuese a terminar pronto. Dul se sintió mal por él.
—Oye, aquí la prensa se ha vuelto loca. He pensado que podríamos hacer circular un comunicado de prensa. Para quitármelos de encima —sugirió Dulce.
—¿Estás bien? No te estarán acosando, ¿no? —preguntó Ucker con una nota de preocupación en la voz.
—No, estoy...
—Me gustaría que te quedaras en mi casa.
—Ya hemos hablado de esto. Estoy bien aquí. —De fondo se oyó el sonido de un megáfono anunciando vuelos—. ¿Qué te parece esto? «El señor y la señora Uckermann les ruegan que respeten su privacidad mientras se ajustan a los rápidos cambios que están experimentando sus vidas. Tanto su noviazgo como el posterior matrimonio han sido una sorpresa para ellos tanto como para el resto del mundo. En estos momentos se está organizando una recepción para presentar a la pareja y revelar los detalles de su matrimonio por amor.»
—¿Matrimonio por amor?
Fue lo único que Christopher cuestionó.
—Eso suena cursi. Ya pensaré en otra cosa.
Ucker se rió al otro lado del hilo.
—La única otra cosa que tienes que cambiar son nuestros nombres.
—¿Qué?
—Sí —respondió él con voz entrecortada—. Tiene que poner lord y lady Uckermann, duque y duquesa de Albany. Escucha, tengo que dejarte. Te llamaré por la mañana. Llama a Poncho o a Neil si necesitas algo.
La línea quedó en silencio.
Un pavor incontrolable se desplomó sobre ella como el telón de un teatro.
—Oh, Dios mío...
—¿Qué? —Anny dejó de meterse palomitas en la boca a puñados y miró a Dulce con los ojos abiertos de par en par.
—Esto me sobrepasa. —¡Duquesa! Era duquesa de verdad. El peso del título le había bloqueado la capacidad para pensar con claridad.
—No has utilizado las tarjetas de crédito.
Esas fueron las primeras palabras que salieron de la boca de Christopher tres días más tarde.
Dulce estaba haciendo ejercicio por la playa con un manos libres con Bluetooth colgando de la oreja. La prensa había empezado a desaparecer de la puerta de su casa, pero las llamadas no cesaban. Finalmente había decidido darle a Anny unas vacaciones más que merecidas y escapar de su casa tan a menudo como le fuera posible.
—Hola a ti también. —Redujo la marcha para poder hablar cómodamente.
—Parece que te falta el aliento. ¿Qué estás haciendo?
—Correr.
—Vaya. —Parecía sorprendido—. ¿Qué es ese ruido?
—El viento. Estoy en la playa. —Dulce esquivó unas rocas y continuó su camino.
—¿Es seguro? ¿Hay alguien contigo?
Ella se rió.
—Sí, es seguro, detective Dan, y no, no hay nadie conmigo. —Se burlaba de él, pero en el fondo le gustaba que se preocupara por ella. Dul no recordaba la última vez que a alguien se había preocupado por que ella anduviera sola por la calle—. Seguro que no has llamado para saber los detalles de mi rutina de ejercicios. ¿Qué pasa?
—Quería asegurarme de que has rellenado los impresos del pasaporte.
—El martes me pasé seis horas en la comisaría. Cambio de nombre, pasaporte, el lote completo. Les pedí que se dieran prisa, pero dicen que tardará un mínimo de diez días laborables.
Mientras corría, el pelo se le pegaba a la cara, húmedo por la fría brisa y la niebla de la mañana. Le encantaba aquella hora del día. Había algunos corredores y una docena de surfistas. Intentaba ir a la playa al menos una vez a la semana para correr. Los días que no podía, hacía una ruta por el vecindario. Lo cierto era que la zona por la que corría cada vez era menos fiable, así que a veces prefería coger el coche y buscar un recorrido más seguro o un parque. ¿Cómo sería correr en la playa frente a la casa de Christopher?
—Diez días es demasiado. Haré un par de llamadas para que agilicen las cosas.
—Ya les he insistido yo y solo he conseguido que el proceso se reduzca de un mes a diez días. Según dicen, no puede hacerse más rápido. —Respiraba entre jadeos, pero aun así no se detuvo.
—Ya me ocupo yo —insistió Ucker, y a Dul aquella actitud tan decidida le pareció divertida.
—¿Acaso alguien se atreve a decirle que no al gran y poderoso Christopher Uckermann? —se burló.
—Solo tú. ¿Por qué no estás por ahí de compras? Te dije que fueras generosa. —Había algo que no le hacía feliz, podía notarlo en su voz.
—Deja que lo adivine. Has visto una foto de mí en las revistas con unos pantalones viejos y una camiseta.
Por un momento, Ucker vaciló.
—Es eso, ¿no? —Dulce rompió a reír y tuvo que dejar de correr para recuperar el aliento—. Vamos, Christopher, déjalo ya.
—Ve de compras, Dulce. La recepción congregará a altos dignatarios y a varias familias muy influyentes. Iremos al teatro, a ver partidos de polo... Lo que te apetezca.
—¿Mis tejanos cortados no sirven? —preguntó ella, a punto de llorar de la risa.
—Hasta yo he visto Pretty Woman. ¡Ve de compras!
La idea de Ucker viendo una comedia romántica solo sirvió para avivar su risa.
—Espero que la mujer valiera la pena.
—¿Qué mujer?
—La que te arrastró al cine a ver Pretty Woman.
Christopher se rió y el sonido de su voz llenó la cabeza de Dulce de imágenes de su hermoso rostro y de aquellos ojos que ya había empezado a echar de menos.
—Fue mi hermana.
—Eso lo explica todo.
—Ganó una apuesta. Tenía que llevarla al cine o perder su respeto. —De pronto, la voz de Ucker parecía más relajada y la conversación siguió su curso. Siempre sucedía así tras unos minutos al teléfono con ella, hasta el punto de que Dul esperaba sus llamadas diarias con ilusión—. ¿Has dejado de correr? —preguntó Ucker.
Dulce observó la playa desierta y apoyó una mano en la cadera.
—Sí —respondió entre jadeos.
Ucker gruñó.
—¿Qué pasa?
—¿Quieres que sea sincero?
—Siempre. —Se volvió cara al viento y concentró todos sus esfuerzos en respirar más despacio.
—Entre la respiración acelerada y esa voz que tienes, me está costando lo mío estarme quieto.
Dulce se mordió el labio inferior, mientras el corazón le daba un vuelco dentro del pecho.
—Bueno, pues entonces será mejor que no te explique qué llevo puesto o qué pintas tengo para no arruinarte la fantasía.
Él soltó una carcajada.
—Estoy seguro de que los paparazzi andan por ahí y que mañana por la mañana tendré una foto de ti sobre la mesa.
Dul miró a su alrededor pero no vio a nadie con una cámara.
—Quizá.
—Antes de dejarte, otra cosa: he llamado a tu casa pero la línea estaba fuera de servicio.
—Se oía un ruido de fondo. Hoy por la mañana vendrán unos técnicos a arreglarla. He contratado un servicio de reconocimiento de llamada para controlar cuándo se trata de prensa. —Dul dio media vuelta y retomó la carrera de regreso al coche.
—Un plan muy sólido. Mañana te llamo.
—Ah, y Christopher... —añadió ella, solo por diversión y con una sonrisa en los labios.
—Dime.
Bajó el tono de voz todavía más de lo normal y respiró con fuerza contra el auricular del manos libres.
—Tengo mucho calor y estoy sudada.
—Grrrr. —El gruñido de Ucker hizo vibrar el manos libres que llevaba en la oreja.
Después de colgar, Dulce se preguntó si hacía bien al tontear con su marido. La sonrisa que le iluminaba la cara amenazaba con dejarle unos hoyuelos grabados para siempre en las mejillas, así que decidió olvidarse de cualquier preocupación y disfrutar de que por fin un hombre se interesara por ella como mujer.
A pesar de que ese hombre era su marido.
La prensa se había rendido, pensó Dulce mientras subía las escaleras que llevaban a su casa. No quedaba ni uno solo de los cuarentones que, cámara en mano, se escondían entre los arbustos o la enfocaban con el zoom desde alguna esquina. Entró en casa, tiró las llaves sobre la mesa de la entrada y se dirigió hacia las escaleras.
Cuando sonó el timbre, se dio la vuelta y abrió la puerta por impulso. A medio movimiento, se dio cuenta de que seguramente estaba provocando una fotografía no deseada, una fotografía que haría que al día siguiente Christopher se tirara de los pelos.
Pero la persona que esperaba tras la puerta no era un periodista ni un fotógrafo a la caza de dinero fácil.
Peor que eso.
Vanessa.
La mujer que la miraba fijamente era todo lo que Dulce no era. Tenía el pelo rubio —tan puro que no podía ser artificial—, los pómulos muy marcados y los ojos de un azul brillante. Un par de piernas largas y delgadas asomaban bajo la falda, una pieza de seda hecha a medida que nunca había colgado de la percha de un centro comercial.
Bueno, al menos Christopher tenía buen gusto con las mujeres, eso era innegable.
—Ya sabes quién soy.
Vanessa van Buren no parecía la típica amante despechada capaz de presentarse sin avisar, o al menos así lo había creído Dulce. Desde la distancia quizá, pero para llamar a la puerta se necesitaban agallas. Ella habría apostado por Jacqueline, que era una mujer mucho más escandalosa.
Pero se equivocaba.
—Y tú sabes quién soy yo.
Vanessa miró a Dul de arriba abajo y una sonrisa le rozó las comisuras de los labios. Vanessa vestía de Gucci mientras que ella lo hacía de Target. Una vez, cuando Dulce era más joven, antes de la caída en desgracia de su padre, una amiga le había dado un consejo. Le dijo: «No te metas en batallas sin tener un arsenal completo». Por aquel entonces, Dulce y una de sus enemigas del instituto estaban intentando captar la atención del mismo chico. Desde aquel día, nunca salía de su casa sin maquillar o sin una etiqueta de marca colgando de la espalda.
Dulce bajó la mirada, vio los pantalones cortos de algodón que llevaba y la camiseta con el lema «Los corredores mantenemos el ritmo» y no pudo reprimir una mueca.
—¿Me vas a invitar a entrar?
Ni en un millón de años.
—No veo para qué.
Vanessa dio un paso al frente y entró de todos modos. Dulce consideró la opción de detenerla, pero para ello habría tenido que retenerla físicamente. Una imagen así en la portada de las revistas no era precisamente lo que Christopher y ella necesitaban.
Dulce cerró la puerta y le bloqueó el paso para que no avanzara.
—Hasta aquí es más que suficiente.
—No tardaré mucho. —Vanessa miró a su alrededor. A pesar de la situación, aquella mujer era capaz de mantener un control férreo sobre la ira que se desprendía de su voz—. ¿Qué puede haber visto Ucker en ti?
Dul se cruzó de brazos.
—¿Siempre llevas las garras puestas? ¿O te las quitas por la noche?
—Muy lista. ¿Sabías que se acostó conmigo no hará ni dos semanas?
A Dulce se le ocurrieron un montón de respuestas, pero consiguió controlarse.
—Ucker y yo nunca hemos querido hacerle daño a nadie. —Dul concentró todas sus fuerzas en evitar la imagen de Ucker y Vanessa bailando un tango desnudos sobre la cama.
—Christopher siempre hace daño a todo el mundo... antes o después. Lo descubrirás pronto.
—Creo que deberías irte. —Dulce se moría de ganas de dejar de ser educada. Aquella no era una mujer enamorada, era una serpiente preparándose para atacar.
—¿Sabe lo de tu padre? ¿Lo de la sórdida familia que has escondido en el pasado?
Dul apretó los dientes y hundió las uñas en la carne de sus brazos.
—Christopher lo sabe todo.
Por la mirada fría y calculadora de Vanessa, era evidente que sabía algo.
—¿Todo? ¿Estás segura de eso?
No tenía nada que esconder... Bueno, casi nada. Dulce había enterrado sus pecados a tanta profundidad que ni siquiera sus contactos serían capaces de encontrarlos.
—Hablas como una mujer desesperada, Vanessa, y he de decirte que no te favorece.
La sonrisa de la otra mujer se desvaneció.
—No hay nada en mí que se parezca remotamente a la desesperación. Tú, en cambio, eres la viva imagen.
—Ding, ding. Fin del asalto. —Dulce abrió la puerta de par en par, sin importarle quién tomara la foto—. Muévete o te pateo los Prada con mis Nike.
El corazón le iba a cien por hora, tanto que le apetecía propinarle una buena patada.
—Ten cuidado, no sabes con quién estás tratando.
Dulce se acercó a ella tanto como pudo sin llegar a tocarla.
—Señorita, no tienes ni idea de qué soy capaz. Y pensar que cuando Ucker me habló de lo vuestro, sentí pena por ti. Qué pérdida de tiempo. No sé en qué estaría pensando Christopher.
Los ojos de Vanessa rezumaban veneno. Sin mediar palabra, dio media vuelta, se puso unas gafas de sol oscuras y salió disparada hacia el deportivo rojo que la esperaba aparcado en la calle.
Dulce no estaba dispuesta a aceptar cuánto le había afectado aquella conversación, así que, en lugar de dar un portazo, cerró la puerta tras ella y se apoyó en el marco. Cuando la violencia del encuentro se filtró en su torrente sanguíneo, las manos empezaron a temblarle descontroladamente.
Oyó el sonido de la gravilla bajo las ruedas de un coche.
—Muy bonito.
Se apartó de la puerta y fue a buscar el bolso. No le apetecía hablar, así que cogió el móvil, escribió un mensaje y se lo mandó a Christopher.
«¿Gano algo si tengo razón?», le preguntó a su marido.
Mientras esperaba una respuesta, cerró la puerta con llave, subió las escaleras y se dirigió hacia la ducha.
El móvil vibró justo en el momento en que pisaba el último escalón.
«¿Razón en qué?»
«Acabo de conocer a la víbora rubia. No sé qué pudiste ver en ella además de lo obvio.» Y puesto que no estaba segura de poder hablar, añadió: «Me meto en la ducha, hablamos después».
Dul tiró el teléfono encima de la cama y se dirigió al lavabo. Poco a poco, empezaba a recuperar la compostura. Observó su imagen reflejada en el espejo del lavabo. La niebla de primera hora de la mañana había causado estragos en su pelo y encima todavía tenía las mejillas coloradas.
—Qué desastre.
Oyó el sonido del teléfono en el dormitorio pero lo ignoró. Luego se quitó la camiseta y la metió en la cesta de la ropa sucia. Las palabras de su amiga del instituto resonaban en su cabeza: «Arsenal completo».
—¿Sabes qué, Christopher? Creo que te haré caso con lo de la tarjeta de crédito.
Con mujeres como Vanessa plantándose en la puerta de su casa, lo mínimo que podía hacer era vestirse adecuadamente para la batalla. Había nacido en una familia pudiente y conocía las normas del juego, solo que había escogido no participar.
Hasta ahora.