Al llegar a Estados Unidos, lo primero que hizo Dulce fue dirigirse al centro Moonlight a ver a Claudia. Por una parte, se sentía culpable de habérselo pasado bien en Gran Bretaña con May, la hermana de Ucker; por otra, estaba emocionada por su nueva vida junto a Christopher. Entró en la habitación de Claudia con un nudo en el estómago. Su hermana llevaba el pelo recogido en una coleta y una camiseta rosa manchada donde iba a parar parte de su comida.
—Eh, cariño —saludó Dulce a su hermana, y se sentó en la silla opuesta a la que ocupaba Claudia, desde donde podía mirar por la ventana.
Claudia le regaló una media sonrisa, lo único que le quedaba desde que tuvo el derrame. Sus ojos se iluminaron al reconocer a su hermana y levantó su brazo bueno, que Dul sujetó con fuerza.
—Te... te he echado de menos —le dijo Claudiia, arrastrando las palabras.
—Yo también te he echado de menos. —Solo se había saltado una visita, pero sabía que para su hermana eran muy importantes. Al fin y al cabo, no había muchas cosas en su vida que la animaran a levantarse de la cama cada mañana—. ¿Has comido bien estos días?
—Sí —dijo Claudia con la boca, pero su cabeza hizo un gesto negativo.
Una de las cosas que Dulce había aprendido a hacer había sido leer el lenguaje corporal de Claudia más que sus palabras. Los gestos y las expresiones faciales eran la clave para entenderla.
—¿Me quieres echar una mano con esta ternera al estilo mongol? Es del Wok Dorado, tu restaurante favorito.
Claudia sonrió.
—Me gusta.
—Lo sé. A mí también.
Dulce abrió la caja de comida para llevar y el olor de la ternera con especias inundó la habitación al instante. Colocó una mesilla con ruedas delante de su hermana, le sirvió un plato pequeño y la obligó a coger el tenedor con la mano. Claudia aborrecía que le dieran de comer. A pesar de que su hermana se esforzaba para meterle la comida en la boca, Claudia no era feliz si no lo hacía ella sola.
—He-he visto... mmm... he visto... —Claudia se esforzó en buscar las palabras.
—¿A quién has visto?
Dulce se dio cuenta de que llevaba todo el día sin comer. Christopher y ella habían llegado a última hora de la tarde del día anterior y se habían metido directamente en la cama. Poco antes de la hora del almuerzo, los dos habían tomado direcciones opuestas, Ucker a su oficina y Dulce a ver a Claudia. Ni siquiera había pensado en la comida. El sabor de la ternera le explotó en la boca y el estómago rugió en señal de protesta.
—Mamá.
Dulce detuvo el tenedor a medio recorrido.
Claudia asintió y Dulce dejó los cubiertos sobre la bandeja.
—Cariño, mamá hace tiempo que se marchó.
Claudia frunció el ceño como si intentara recordar algo.
—Por la noche. La he visto por la noche.
—¿En un sueño?
—Sí —respondió Claudia, asintiendo con la cabeza—. Por la noche.
Dulce no entendía nada. ¿Habría visto su hermana a alguien que se pareciera a su madre? ¿Quizá una auxiliar nueva del centro? ¿O había soñado con ella y la señal se había confundido con otra en su cerebro?
—A veces yo también me acuerdo de ella.
—La hecho de menos.
Dulce acarició la rodilla de Claudia.
—Yo también la echo de menos.—Tengo que volar a Nueva York —le dijo Ucker a Dulce casi una semana más tarde.
—Me preguntaba cuándo retomarías los viajes.
Sabía perfectamente que su marido pasaba más horas a bordo de su avión que en cualquiera de las casas que tenía por todo el mundo. Compartir cama con él durante casi un mes era un lujo que sabía que algún día tenía que terminar.
—Podrías venir conmigo.
Estaban tomando café en la terraza con vistas al mar, una rutina de la que ambos disfrutaban desde que volvieron de Europa. Una parte de Dulce quería saltar de alegría ante aquella invitación, pero su lado más práctico se negaba a hacerlo. Tenía un reloj dentro de su cabeza que marcaba la cuenta atrás del tiempo que le quedaba como esposa de Christopher, y las manetas cada vez hacían más ruido. Cuanto más intentaba ignorar el tictac, peores eran los efectos de este sobre su alma. Había momentos, como aquel, cuando Christopher le sonreía y la invitaba a viajar con él, en los que de repente su matrimonio parecía ser algo más que un simple trozo de papel, más que un acto propio de mercenarios que hubieran llegado a un acuerdo. La forma en que le hacía el amor o la abrazaba, incluso cuando ambos estaban demasiado cansados para moverse, se filtraba lentamente en su corazón día tras día.
—No creo que sea buena idea.
—¿Por qué no?
—He descuidado a Claudia. No ha comido bien mientras yo no estaba y tiene problemas para dormir.
Christopher la cogió de la mano.
—No tienes que sentirte culpable por tener una vida, Dulce.
—Lo sé, pero es duro. Soy todo lo que le queda.
—Siempre puedes traerla aquí. Podríamos contratar a una cuidadora a tiempo completo.
Era la segunda vez que Christopher le ofrecía recolocar a su hermana. Y si su matrimonio con él no fuera temporal, habría aceptado la oferta sin pensárselo.
—Ya lo hemos hablado. No sería justo traerla aquí para luego... No lo entendería. Esa clase de estrés puede provocar enfermedades y retrocesos en la evolución.
—Pero...
—Por favor, no sigas. Sé que tus intenciones son buenas, pero tengo que ocuparme de su bienestar a largo plazo.
Ucker apuró el café y decidió aparcar el tema.
—Solo voy a estar en Nueva York un fin de semana. El senador Longhill celebra una pequeña cena para recaudar dinero y debería ir.
—Ese es el que quiere reducir los impuestos sobre las exportaciones, ¿verdad?
—Veo que has estado atenta.
Dulce se echó el pelo hacia atrás y arqueó una ceja.
—Toda esta belleza acompañada de un gran cerebro. ¿No es increíble?
—Es agradable poder hablar con una mujer fuera del dormitorio.
—Vaya, au.
—Supongo que no he sido justo.
—Espero que no. De lo contrario, no me dejarías más remedio que dibujar una línea entre tus palabras y la imagen que yo tengo de la personalidad de tu padre.
Christopher se llevó una mano al pecho.
—¡Dios, esa ha dolido!
—La sinceridad es nuestro código de honor, mi querido duque. Estoy segura de que no todas las mujeres han sido tan terribles.
—«Todas las mujeres.» Lo dices como si hubiera tenido un harén.
—Has tenido muchas más mujeres tú que hombres yo, eso seguro.
Él se rió.
—Lo cual no es difícil, mi querida duquesa.
—Aun así...
—Quizá sí podía hablar con las mujeres que han pasado por mi vida, pero no confiaba en ninguna como confío en ti. —Christopher entornó los ojos, como si se sorprendiera al escuchar su propia confesión.
Eso demostraba algo, ¿no? Christopher debía de sentir más por ella que por cualquiera de las mujeres con las que había pasado el rato.
—Así que tienes que darle conversación al senador. Asegurarte de que se quede en tu lado de la valla.
—Exacto.
—¿Cuándo te vas?
—El viernes por la mañana.
Dulce dejó la taza de café frío sobre la mesa y apretó la mano de su esposo.
—Te echaré de menos.
Ucker buscó los ojos de Dulce y se llevó su mano a los labios para besarla con ternura.
Pero no repitió sus palabras.
A Christopher siempre le había gustado asistir a cócteles. Eran el lugar ideal para encontrar a alguien con quien pasar la noche, o incluso tener una aventura algo más duradera. Esta vez, sin embargo, mientras paseaba por la estancia, repleta de mujeres hermosas, solo podía pensar en su esposa, en tenerla a su lado para confundirse ambos entre la multitud, y beber y hablar de las distintas personalidades presentes.
Era evidente que Dulce se sentía culpable por su hermana. El mismo día en que regresaron de Europa, tras volver de visitarla en el centro Moonlight, tenía los ojos llenos de lágrimas. Claudialo significaba todo para ella, y Ucker se sentía incapaz de aliviar el estrés que le suponía ocuparse de su cuidado.
Estaba claro que Claudia no entendería nada cuando llegara el momento de la separación, pero el año que tenían por delante seguro que valía la pena. No sin cierto esfuerzo, Dul y él habían conseguido sacarla de las instalaciones del Moonlight para llevarla de visita al zoo. Claudia había sonreído tantas veces a lo largo del día que Christopher quería hacerse el héroe y conseguir que los tres pudieran pasar más tiempo juntos.
Los constantes viajes al centro agotaban a Dulce, hasta tal punto que había empezado a saltarse el ejercicio de la mañana. A Ucker no le parecía mal porque eso significaba que podía pasar más tiempo con ella antes de ir a trabajar.
—Daría lo que fuera por saber en qué estás pensando —dijo una voz conocida y no grata, despertándolo de sus ensoñaciones. Christopher irguió los hombros y se preparó para enfrentarse a una mujer despechada.
—Vanessa.
Era mucho más alta que Dulce, tanto que montada en unos tacones casi podía mirarle directamente a los ojos. Como siempre, estaba impecable desde lo alto de su rubia cabeza hasta los dedos de los pies, que asomaban por la punta de unos zapatos de tacón cubiertos de pedrería.
Lucía en los labios la sonrisa dulce que hasta entonces siempre le había funcionado, pero esta vez Christopher solo podía pensar en la palabra que Dulce había utilizado para describirla. «Víbora.»
—Eres muy amable al recordar mi nombre.
En el fondo, se lo merecía. No había tenido la oportunidad de cortar con ella antes de decidirse a escoger esposa de la lista de candidatas de Dulce.
—No seas ridícula —le dijo, obligándose a sonreír y manteniendo un tono de voz tranquilo.
—Sabía que eres implacable, pero no un cobarde. Me podrías haber contado tus planes. Quizá habría podido ayudarte yo y no esa mosquita muerta con la que te...
Ucker levantó la mano con la que sostenía una copa para cortarla.
—Ten un poco de respeto, Vanessa. Dulce María es mi esposa.
—¿Hasta cuándo, Christopher? —le susurró ella, acercándose a él.
Ucker entornó los ojos, pero sin dejar de sonreír.
—El verde no te sienta bien, querida.
La sonrisa desapareció de los labios de Vanessa.
—¿Celosa yo? ¿De ella? —El sarcasmo que destilaba su risa atrajo las miradas de algunos de los presentes—. Te has atado a una mujer criada por una pandilla de ladrones. Confiarle tu apellido será para ti el principio del fin.
—Gracias por preocuparte por mí.
Cuanto más calmado estaba él, más nerviosa se ponía Vanessa. ¿Cómo había podido no ver aquella parte de ella cuando estaban juntos?
—Las mujeres como ella no son felices hasta que se apropian de tu alma. Desearás habérmelo pedido a mí. —La víbora dijo lo que tenía que decir y se apartó.
Ucker se inclinó hacia ella para que nadie más pudiera escuchar lo que le decía.
—Lo único de lo que me arrepiento, Vanessa, es de no haberla conocido a ella antes que a ti. —Era una respuesta muy ruin por su parte, pero estaba harto de que Vanessa utilizara su veneno contra Dulce.
En lugar de vaciarle un vaso en la cara, Vanessa hizo algo inesperado: le miró fijamente y sonrió con malicia, como si tuviera el mundo en sus manos.
—Vaya, así que te preocupas por ella. Mejor. Espero que disfrutes sufriendo, Christopher.
Y se marchó.
Ucker alargó la visita a Nueva York hasta el miércoles, lo cual ya habría sido suficientemente malo aunque Dulce se encontrara mejor. Decidió aprovechar el tiempo y concertó una visita con su médica y amiga, desde hacía muchos años, para que le recomendara un sistema anticonceptivo.
Tumbada sobre la camilla y cubierta únicamente con una fina bata de hospital, Dulce cruzó los brazos sobre el pecho para protegerse del frío de la consulta. El estrés del matrimonio y los problemas de su hermana no la dejaban dormir por las noches, y empezaban a hacer mella en su apetito.
Alguien llamó a la puerta y tras ella apareció la doctora Alma. Rondaba los cuarenta y cinco y había sido su médica de cabecera desde la adolescencia. Le había recetado hasta el último de los
medicamentos que Dulce había tomado en su vida y le había sujetado la mano cuando su madre murió.
—Pero si estás ahí. Nos preguntábamos cuándo te íbamos a ver por aquí.
—Hola, Alma.
Hacía mucho tiempo que se habían olvidado de las formalidades. Así acudir a la consulta era todavía más fácil.
Alma la saludó con un abrazo antes de sentarse en un taburete.
—Me alegro de verte.
—Mi vida se ha complicado un poco últimamente.
—Lo sé. No se ve todos los días la cara de una paciente en la portada de una revista. No puedo creer que te hayas casado. Ni siquiera sabía que estabas saliendo con alguien.
—En cuanto supimos lo que queríamos,Christopher y yo decidimos no esperar ni un segundo. —No era del todo mentira, pero tampoco se ajustaba a la realidad. La frase nunca le había dado problemas, al menos de momento—. Uno de los motivos de mi visita es que me recetes las pastillas anticonceptivas de las que estuvimos hablando.
Alma sonrió.
—Por supuesto. En cuanto empieces a tomarlas, te preguntarás por qué no lo hiciste antes.
Estuvieron hablando un rato de los pros y los contras de la píldora antes de que Alma le preguntara qué más le preocupaba.
—No estoy muy segura. Últimamente no tengo la energía de siempre. Al principio pensé que solo era pereza, una especie de prolongación de la luna de miel, pero ahora me he dado cuenta de que no tengo hambre en casi todo el día, y estoy más cansada de lo normal.
Alma lo anotó en su expediente.
—¿Fiebre?
—No.
—¿Tos?
—Tampoco.
—¿Náuseas, vómitos? ¿Cambios en tu rutina intestinal?
—Tengo el estómago un poco revuelto, pero creo que es porque pasan muchas horas entre comida y comida.
—Mmm. —Alma se puso en pie y se quitó el estetoscopio de alrededor del cuello—. Túmbate —le ordenó después de auscultarle el pecho.
Dulce se relajó sobre la camilla mientras Alma le apretaba el estómago.
—¿Te duele?
—No.
—¿Tu última regla?
Dulce miró al techo.
—Me tiene que venir un día de estos.
—¿Cuándo la tuviste por última vez?
—No me acuerdo. Siempre he sido muy irregular. —Empezó a sentir una sensación extraña en el estómago.
Alma inclinó la cabeza a un lado.
—¿Qué han utilizado Christopher y tú como método de anticoncepción?
—No estoy embarazada.
—No he dicho que lo estés.
Dulce se incorporó, incapaz de permanecer estirada ni un segundo más.
—Preservativos. Y no nos hemos olvidado nunca. Hemos acabado con todas las cajas que Christopher guardaba en su casa —le explicó, sin poder reprimir una risita nerviosa.
—Los preservativos tienen una tasa de error del dos por ciento.
—Alma, no estoy embarazada.
La doctora le dio unas palmaditas en el brazo antes de volverse para coger un vaso de muestras.
—Ya sabes dónde está el lavabo. Eliminemos el embarazo de la ecuación para poder empezar a buscar otras posibles causas.
Dulce se bajó de la camilla de un salto, haciendo caso omiso al leve temblor de sus manos.
—Vale.
Los siguientes diez minutos fueron los más largos de su vida. Dul consultó en el calendario del móvil los días previos a su primera reunión con Ucker en busca de algo con lo que demostrarle a Alma que estaba equivocada.
Pero cuando finalmente se abrió la puerta de la consulta y entró Alma, se le cayó el corazón al suelo.
—Felicidades.
Dul se levantó de un salto, negando con la cabeza.
—No.
—Podemos hacerte un análisis de sangre si quieres, pero estas cosas son muy precisas. Estás embarazada, no enferma.
De repente todo se detuvo a su alrededor. Podía oír el sonido del reloj que colgaba de la pared marcando los segundos. Las paredes de la consulta se le vinieron encima. Intentó respirar hondo, pero su pecho no hacía más que subir y bajar rápidamente mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.
—Pero si tuvimos cuidado.
Alma le dio unas palmaditas en la mano y le sugirió que se sentara.
—Es evidente que es una sorpresa. Tal vez querían esperar antes de formar una familia, pero las cosas han sucedido de otra manera.
¿Qué podía hacer? Ucker confiaba en ella. ¿Cómo había pasado? Habían sido muy cuidadosos.
—Siéntate. —Alma la ayudó a sentarse en la camilla—. Respira hondo. Todo va a salir bien.
—No lo entiendes.
Alma no podía entenderlo. Para ella, Dulce era una mujer felizmente casada. Cualquiera en su lugar habría llorado de emoción al saber que iba a ser madre.
—Entonces ayúdame a entenderte. ¿De qué tienes miedo?
«De que la dulce sonrisa de Christopher se transforme en odio cuando sepa que estoy embarazada.» Toda la confianza y el respeto mutuo pasarían a mejor vida en cuanto le comunicara la noticia.
—No es lo que queríamos —susurró Dulce, absorta en sus pensamientos.
—No son los primeros recién casados que se quedan embarazados. Estoy segura de que tu marido te quiere. Lo entenderá.
Pero Christopher no la quería.
Una lágrima rodó por su mejilla.
—¿Dulce?
Levantó la vista del suelo y miró a su vieja amiga, que estaba visiblemente preocupada.
—¿Algo va mal? No lloraste cuando tu madre murió ni cuando tu hermana acabó en urgencias. —Alma se había sentado junto a ella y la cogía de la mano.
Dul sacudió la cabeza y, mordiéndose el labio inferior, se obligó a dejar de llorar.
—Las mujeres son criaturas emocionales. Especialmente las embarazadas. —«Dios, estoy embarazada.»
—¿Estás segura de que eso es todo lo que pasa?
Dul no podía contarle la verdad a Alma, de modo que asintió.
—Estoy en estado de shock. Necesito tiempo para acostumbrarme.
—Tú siempre te has acostumbrado a todo, sea lo que sea.
—Lo sé.
—Está bien. Hablemos de unas cuantas cosas que deberías saber. Te voy a derivar al doctor Markizian... —Alma esbozó los primeros meses del embarazo mientras Dulce le prestaba atención a medias.
Cuando por fin salió de la consulta con una receta de vitaminas prenatales en la mano en lugar de una de anticonceptivos, Dulce se dio cuenta de que jamás se había sentido tan sola en toda su vida.
Se detuvo junto a su coche y sacó las llaves del bolso. Tenía la cara bañada en lágrimas y ni la menor idea de cómo detenerlas.
Jeff Melina, el abogado particular de Christopher, estaba sentado frente a él agitando un papel en el aire.
—Tu padre era un gilipollas.
—Dime algo que no sepa.
—En toda mi vida había visto un testamento tan protegido como este. Lo normal sería que hubiera algún resquicio legal al que aferrarse para no tener que hacer lo que se exige en el texto.
No eran las palabras que Ucker querría haber escuchado.
—Tiene que haber algo.
Jeff tiró los papeles encima de la mesa.
—He buscado por todas partes. Es como si tu padre supiera que tus intenciones serían casarte el tiempo justo para recibir la herencia y luego divorciarte.
Desde el primer momento había tenido claro que necesitaba poder confiar en su abogado.
—Todos mis planes echados por tierra.
—Si pudieras encontrar un médico sin escrúpulos dispuesto a falsificar el historial clínico de Dulce y hacer constar que no puede tener hijos... Vaya, perdona, olvida lo que acabo de decir.
Christopher negó con la cabeza.
—Dulce tiene una cita esta semana con su doctora en Los Ángeles para que le recete la píldora.
Jeff golpeó la mesa con la punta de los dedos.
—Así que te estás acostando con ella. Sabía que no podrías contenerte.
—Fue más fácil ceder que fingir que no estábamos interesados.
Ucker esperaba ansioso a que llegara la hora de regresar a Los Ángeles aquella misma noche. Quería llegar a casa y dormir con ella. La había echado de menos. Habían hablado por teléfono por la mañana y algo no iba bien. Parecía preocupada. Le había preguntado qué pasaba, pero ella le había repetido hasta la saciedad que todo iba bien.
—Bueno, hay una opción que quizá no hayas considerado.
Christopher se tenía por un hombre muy concienzudo.
—¿Cuál?
Jeff le miró a los ojos.
—Dejarla embarazada.
—¿Qué parte de «tomarse la píldora» no has entendido?
—Se necesitan dos métodos anticonceptivos durante el primer mes.
Christopher se levantó y empezó a pasear por el despacho.
—Por Dios, Jeff, me tomas el pelo, ¿verdad?
—Las mujeres llevan siglos engañando a los hombres para quedarse embarazadas. ¿Acaso no son ellas las que quieren la igualdad?
Ucker le hizo callar con un gesto de la mano.
—Basta. Sé que crees que soy un cerdo, pero todavía no estoy dispuesto a llegar tan lejos. —Era evidente que su abogado sí, lo cual era un punto a favor delante de un juez, pero no en la situación en la que se encontraba.
—Mi trabajo es encontrar una vía legal para conseguir lo que mi cliente quiere. Solo era una sugerencia. Podrías intentar preguntárselo.
—¿Preguntarle si quiere quedarse embarazada?
—¿Por qué no? Es obvio que la primera vez sí tenía un precio.
A Ucker empezaba a dolerle la mandíbula de tanto apretar los dientes. Jeff estaba rozando una línea muy fina, aunque tenía parte de razón.
—No es puta, Jeff.
—Le vas a pagar diez millones de dólares a cambio de que sea tu mujer durante un año, y además te estás acostando con ella.
Un segundo más tarde, Christopher se había lanzado sobre la mesa y, sujetándose al borde, mantenía la cara a escasos centímetros de la de Jeff.
—No sigas por ahí.
—Eh, tranquilo, tío. No me había dado cuenta de que te importa tanto. Lo siento —se disculpó Jeff, con la cara blanca como la cera.
Ucker se apartó de él preguntándose si tendría que buscarse otro abogado. Algo en la manera de hablar sobre Dulce, como si fuera parte del mobiliario, le había hecho perder el control.
—Creo que hemos terminado. —Necesitaba salir de la oficina antes de empezar a repartir puñetazos a diestro y siniestro.
Jeff se levantó de la silla y se alisó la corbata con la mano.
—Si se preocupa por ti la mitad de lo que tú te preocupas por ella, quizá esté dispuesta a tener un hijo tuyo. Las mujeres son emocionales con esas cosas.
¿Dónde había oído eso antes?
«Tal vez.»
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