Maratón 3/3
Dulce no conseguía librarse del jet lag y ya llevaban casi una semana en Europa. Además, vivir en una mentira le resultaba agotador. Incluso Ucker empezaba a resentirse.
La recepción tendría lugar al día siguiente y ya estaba todo preparado. Dulce necesitaba alejarse un rato de su familia política, que podía llegar a ser extenuante. Cuando Christopher la encontró, se había escabullido a la biblioteca en busca de una distracción.
—Estás aquí.
Con un pantalón informal y un jersey que enfatizaba la amplitud de sus hombros, Ucker estaba para comérselo.
—Creía que habías ido a la oficina.
Él negó con la cabeza.
—Hoy no podía dejarte sola.
—¿Qué tiene hoy de especial? —preguntó Dulce, un tanto confundida.
Él se llevó una mano al pecho y fingió una herida mortal.
—No puedo creer que te hayas olvidado.
A Dul se le escapó la risa.
—Nunca dejes el trabajo para ser actor —se burló.
—No sabes qué día es hoy, ¿verdad?
No era festivo, ni allí ni en Estados Unidos, el cumpleaños de él ya había pasado y para el de ella todavía faltaban unos meses.
—No, no tengo ni idea.
Christopher la cogió de las manos y las apoyó sobre su pecho.
—Llevamos un mes casados.
Dios, era verdad. Y que él hubiera pensado en ello y le diera tanta importancia demostraba que el apuesto duque era en el fondo un sentimental.
—Vaya, ya ha pasado un mes. —Aunque parecía mucho menos tiempo.
—Sé cómo podemos celebrarlo.
—¿Quieres celebrar nuestro primer mes de casados?
Dulce miró por encima del hombro de su marido para comprobar si había alguien escuchando. No podía ver más allá de la puerta, de modo que decidió preguntarle en otro momento a qué venía tanto revuelo.
Ucker le guiñó un ojo y entrelazó los dedos con los suyos.
—Vamos.
Salieron de la biblioteca, atravesaron el enorme recibidor y se dirigieron hacia la puerta principal.
—¿Adónde vamos? —Le gustaba aquel Christopher despreocupado que afloraba en los escasos momentos en que se podía relajar.
—A un sitio.
—¿Ahora te haces el enigmático? —le preguntó ella—. ¿Adónde?
—Ya lo verás.
En lugar de llevarla hasta el coche, caminaron hacia los establos.
—Dijiste que sabías montar, ¿verdad?
Habían estado hablando de caballos poco después de llegar a Albany.
—Sí, pero hace mucho tiempo que no lo hago.
—Tranquila, que no iremos muy lejos.
El sol había hecho acto de presencia por primera vez en días. El aire cálido y los pájaros volando a su alrededor aliviaban parte del estrés que Dulce cargaba sobre los hombros. En el establo, encontraron dos caballos ensillados y listos para el paseo. Christopher le dio las gracias al chico que había preparado las monturas y luego le susurró algo al oído que Dulce no pudo oír. El chico se sonrojó, miró a Dul un momento y dio media vuelta.
—Sí, señor —le dijo a Christopher.
—¿Necesitas ayuda para montar? —le preguntó su marido.
La yegua castaña miró a Dulce con recelo mientras esta se le acercaba. Tras un par de caricias, resopló como si quisiera decir «qué remedio».
—Quizá necesite que me eches una mano.
Ucker entrelazó las manos para que Dulce pudiera apoyarse en ellas. Tras un par de intentos, consiguió subir a lomos de la yegua y cogió las riendas.
Christopher montó con un movimiento impecable de jinete experimentado, manteniendo la espalda recta mientras dirigía su caballo fuera del establo.
—¿Y cómo se llama este caballo? —preguntó Dulce cuando dirigían las monturas hacia la explanada que se extendía detrás de Albany Hall.
—Creo que Maggie.
—¿Y el tuyo?
—Blaze.
Dulce echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
—Maggie suena lenta y Blaze rápido.
Christopher le guiñó un ojo.
—Exacto.
—Te dije que sabía montar. No hacía falta que escogieras a la abuela del establo para mí. —Maggie cabeceó y los dos se rieron a carcajadas.
—Creo que no le ha gustado lo que has dicho —bromeó Ucker—. Me dijiste que llevabas tiempo sin montar. No quería sentirme responsable si acabas en el suelo con un hueso roto.
Dul se inclinó sobre el cuello de la yegua y le dio unas palmadas bajo las orejas.
—No me vas a tirar, ¿verdad?
—No se atrevería.
Dulce consideró la posibilidad de llevar el caballo a un trote más rápido pero no tenía ni idea de adónde se dirigían.
—¿Cuándo fue la última vez que montaste? —preguntó Ucker.
—Antes... —Dulce dejó la frase a medias. Como si él supiera cómo seguía. Durante muchos años, cada detalle de su vida era antes o después de la caída en desgracia de su familia—. Antes de que mi padre ingresara en prisión —continuó, cuando vio que Ucker la observaba pacientemente—. Antes de la muerte de mi madre. Antes de Dan. Antes del intento de suicidio de Claudia. Mi hermana y yo solíamos montar juntas muy a menudo. —La imagen de Claudia sobre un caballo le arrancó una sonrisa nostálgica.
—¿Quién es Dan?
¿Había dicho su nombre en voz alta?
—Dan es el cerdo con el que estuve saliendo en la universidad.
—Ahí hay una historia.
Christopher no la presionó en busca de respuestas. Quizá por eso a Dulce no le costó sincerarse.
—Dan salía conmigo para averiguar cosas de mi padre. Trabajaba para los federales.
Ucker se quedó petrificado.
—¿Se acostó contigo para llegar a tu padre?
La rabia que desprendía su voz la hizo sonreír. Era agradable que alguien lo viera así.
—Se acostó conmigo. Me dijo que me quería. Las mujeres no son las únicas que mienten para conseguir lo que quieren.
—Lo debiste de pasar muy mal
Dulce aún recordaba aquellos días, el dolor, la decepción.
—Supongo que ya sabes por qué me cuesta confiar en la gente.
—Me halaga que confíes en mí.
—Y haces bien —dijo Dul, y le guiñó el ojo. No pensaba desperdiciar aquel día tan bonito haciendo un repaso de su pasado.
Christopher acercó su caballo al de Dulce, le cogió la mano y, acercándosela a los labios, le dio un beso en el dorso.
Dul sintió que el corazón le daba un vuelco y a continuación se abría como el capullo de una flor. Por mucho que lo intentara, no podía evitar comparar lo que sentía por él con lo que había creído sentir por Dan. Parecía imposible que fueran del mismo planeta.
—¿Adónde me llevas? —preguntó, cambiando de tema.
Ucker miró por encima del hombro con una sonrisa pícara en los labios.
—No te gustan las sorpresas, ¿verdad?
—Sí me gustan. Es que... Vale, tienes razón, no me gustan. ¿Adónde vamos?
Christopher señaló hacia una extensión de árboles a un kilómetro y medio de allí.
—Hay un arroyo y, junto a este, una cabaña. He pensado que podríamos comer tranquilamente, los dos solos.
Dulce relajó los hombros y sonrió como una tonta.
—Qué tierno.
—Ese soy yo, el señor Tierno.
Estaba siendo sarcástico, pero Dulce pensó que el nombre le hacía justicia.
—Detrás de aquellos árboles, ¿no?
—Sí.
Ucker mantuvo el paso lento de su caballo, sujetándose con los muslos a los flancos del animal. Dulce no pudo evitar volver a admirar la perfección de su perfil y la anchura de sus hombros, que se estrechaban hasta terminar en una retaguardia perfecta. Se le hacía la boca agua. De pronto no podía pensar en nada que no fuese la cabaña y la privacidad que tendrían allí.
—¿Cuánto tardaremos en llegar?
—Media hora como mucho.
—Mmm. —Y de pronto, sin previo aviso, Dulce clavó los talones en los flancos de Maggie y agarró las riendas con fuerza al tiempo que el caballo echaba a correr.
—¿Dul? —la llamó Ucker a lo lejos.
Ella pegó las rodillas a la yegua y se sujetó bien hasta que Maggie encontró un ritmo cómodo para correr.
Bastaron unos segundos para que Christopher la alcanzara. Tenía el ceño fruncido, pero se tranquilizó al ver que Dulce sonreía. En lugar de detener los dos caballos, dejó que Blaze tomara la delantera, con Maggie siguiéndole de cerca.
La brisa, fresca tras varios días de lluvia, azotó el pelo de Dulce hasta liberarlo del clip con el que lo llevaba recogido. El paisaje era una mancha borrosa, aunque no lo suficiente como para no percibir el aroma de la lavanda en flor y de la hierba fresca bajo los cascos de los animales. Podría acostumbrarse fácilmente a todo aquello: a la libertad de alejarse de los problemas a lomos de un caballo, a los kilómetros de campo abierto en los que perderse.
Llegaron al límite del espacio abierto en cinco minutos y, una vez allí, redujeron la marcha de sus monturas para abrirse paso entre los árboles. Además, Maggie y Dulce tenían que recuperar el aliento.
—Ha sido genial.
Ucker miró a Dul, creyó que le iba a decir algo, pero él bajó la mirada y tiró de las riendas para dirigir a Blaze hacia el corazón del bosque.
—Esto es tan bonito. Y tan tranquilo.
—Cuando era niño, solía venir a caballo hasta aquí para escapar de mi padre.
—¿Tan malo era? —Al parecer, la relación entre ambos había sido horrible, pero Ucker nunca le había explicado nada.
—Yo no era como él.
—¿Y eso era lo que quería? ¿Una miniatura de sí mismo?
Christopher asintió.
Dulce quería hacer más preguntas, pero cuando el camino empezó a estrecharse, Christopher se situó delante de ella. Pronto oyeron el rumor del agua por encima del ruido de los caballos.
Cuando los árboles se abrieron y apareció el arroyo, Dulce comprendió por qué Christopher había escogido aquel lugar para refugiarse. El agua cristalina saltaba sobre las piedras formando una pequeña cascada y acariciaba las ramas y los troncos de los árboles. La hierba y el musgo crecían en ambas orillas. Era imposible no imaginar a Christopher de pequeño sentado junto al arroyo tirando piedras.
—¿Esto está dentro de la propiedad?
—Sí. En total son unas doscientas hectáreas, pero este es el lugar más bonito de toda la finca.
—Es precioso, Ucker.
El camino terminaba en un pequeño prado con una cabaña en un extremo. En cuanto salieron de la protección de los árboles, Christopher se bajó del caballo.
—Les dejaremos beber antes de atarlos.
Dulce descendió de su montura. Le temblaban las piernas, pero la sensación resultaba refrescante.
—¿Usan la cabaña muy a menudo? —preguntó mientras los caballos bebían del arroyo.
—La verdad es que no. Durante mucho tiempo yo fui el único que venía. Creo que cuando me marché, May cogió el relevo.
—Se lo preguntaré.
Christopher guió los caballos hasta un poste y los ató, dejándoles suficiente cuerda para que pudieran pastar a sus anchas por el prado.
—Ven, que te enseñaré el interior.
Dulce se cogió de su mano y, deleitándose en la calidez que desprendían sus dedos alrededor de los de ella, le siguió hasta el porche de la cabaña.
La puerta se abrió con un pequeño empujón.
—¿No la cierran?
—No hace falta.
Al entrar, Dulce se quedó sin aliento.
En el centro de la estancia había una mesa lista para dos personas: servilletas de lino, platos de porcelana y copas de cristal; junto a la mesa, una cubitera con una botella de vino enfriándose en su interior; encima de ella, bandejas de plata repletas de comida.
—Oh, Christopher, esto es increíble.
—¿Te gusta?
Se volvió hacia él y le pasó un brazo alrededor de la cintura. Levantó la mirada, sonrió y acercó los labios a los de su esposo.
—Me encanta.
Christopher aceptó el ofrecimiento con un beso corto, pero cuando ella se disponía a retirarse, la sujetó contra su cuerpo e inclinó la cabeza. Lo que había empezado como una señal de gratitud pronto se convirtió en algo más serio.
La sensación que despertaban las manos de Ucker acariciándole la espalda le arrancó un gemido desde lo más profundo de su ser. Allí donde sus cuerpos entraban en contacto, la temperatura subía al instante. Cuando hacían el amor, era como si nunca pudieran tocarse lo suficiente. Ucker le mordió el labio mientras con una mano buscaba sus pechos.
—Soy una mala persona —le dijo entre besos.
Ella echó la cabeza hacia atrás, sin acabar de entender sus palabras.
—¿Por qué lo dices?
La empujó suavemente hacia el interior de la cabaña y cerró la puerta tras él.
—Ni siquiera hemos comido y ya me he abalanzado sobre ti.
Entre risas, Dulce se quitó los zapatos y le ayudó a deshacerse del jersey.
—¿Me estás diciendo que la idea era solo comer?
Ucker le desabrochó la falda y la lanzó al otro lado de la habitación.
—Primero comer, luego hacer el amor. Ese era el plan.
Dulce trazó la línea de la mandíbula de Ucker con la lengua y luego siguió bajando hacia uno de sus pezones erectos.
—Hacer el amor, comer... —murmuró, abriéndose paso hacia el otro pezón entre risas—. Y hacer el amor otra vez.
Sin dejar de quitarle la ropa, Christopher la fue empujando lejos de la comida hacia el único dormitorio de la cabaña. A Dulce apenas le dio tiempo a admirar la delicadeza de las cortinas de encaje que enmarcaban las ventanas o la colcha cosida a mano que cubría la cama. Cuando reparó en ellas, ya tenía a Ucker encima.
—Me encanta sentir tu peso sobre mi cuerpo —le dijo.
—Sí, te encanta.
Con gran habilidad, Ucker consiguió desabrocharle el sujetador y lo lanzó al otro lado de la habitación en cuestión de segundos. Luego le lamió un pezón, describió un círculo alrededor de la punta y lo chupó.
—Sabes a primavera —murmuró, antes de prestarle atención al otro pecho.
Esta vez se tomó su tiempo para cubrirla de lametones lentos y acompasados, arrancándole un escalofrío de placer con cada nuevo movimiento. Luego fue bajando por su firme vientre, le quitó las medias y dibujó con la boca un sendero por encima de la cadera y muslo abajo.
Cada vez que hacían el amor, no tardaban en entregarse a la urgencia de la penetración. Sin embargo, esta vez Dulce presentía que sería diferente, más pausado pero igualmente placentero. Ucker deslizó la yema del pulgar por el muslo de su esposa y, sujetando las braguitas con un dedo, le acarició la zona más sensible de la cadera.
—Creo que mi sustento —dijo, rozando la carne con una bocanada de su cálido aliento— será antes y después de que nos comamos lo que hay sobre la mesa.
De repente, Dulce se sintió vulnerable. Por muy cómoda que estuviera encima de una cama con él, ningún hombre la había besado jamás entre las piernas.
—¿Qué te pasa? —preguntó Christopher, entornando los ojos preocupado y con la barbilla peligrosamente cerca de sus braguitas empapadas.
—No he... —No era virgen, pero en aquello en concreto podía decirse que sí—. Nadie me ha... —Bajó la mirada hasta su monte de venus y luego la volvió a levantar.
Un destello de comprensión iluminó los ojos de Christopher y en sus labios apareció una sonrisa amable.
—¿Nunca?
Ella respondió que no con la cabeza.
Ucker acercó los labios y le besó la piel que se extendía bajo el ombligo sin apartar los ojos de los suyos.
—Me gusta.
Con aquellas dos palabras, Dulce se olvidó de la vergüenza y se dejó llevar entre los brazos experimentados de su marido. Christopher apartó la tela de las braguitas y buscó la cálida carne con la lengua. La besó una y otra vez, rodeando su sexo con la boca abierta hasta que ella separó los muslos y le dejó espacio para poder maniobrar. Besó, lamió y gimió hasta casi doblegar la voluntad de Dulce e incitarla a pedir más. Cuando rozó con los labios el punto más sensible de todo su cuerpo, ella estuvo a punto de levantarse de la cama de un salto. Christopher la retuvo describiendo círculos con la lengua, provocándola y arrancando pequeños espasmos de lo más profundo de su cuerpo. La intensidad del orgasmo que se estaba formando en su interior no se parecía a nada que Dulce hubiese experimentado. Ucker la llevó al límite para luego obligarla a retroceder, con las uñas clavadas en sus hombros.
Era una tentación, un profesor que le enseñaba a ansiar lo que aún estaba por llegar, y lo único que podía hacer ella era suplicar más.
—Por favor.
Con un lametón rápido y una ligera presión, Dulce sintió que se abrían las compuertas y gritó. Todo su cuerpo tembló mientras ella disfrutaba de aquella sensación tan intensa hasta el final.
Cuando por fin se atrevió a abrir los ojos, lo primero que vio fue la sonrisa de Christopher a escasos centímetros de su cara. No había dejado de acariciarla ni un segundo para que tuviera tiempo de recuperarse.
—Eres malvado —murmuró Dulce con voz grave.
Él la besó suavemente en los labios.
—Y tú muy sexy. Ahora que ya sé a qué sabes, te aviso que querré más.
Dulce le acarició la cintura y se sorprendió al descubrir que se había quitado la ropa. Recibir y no dar a cambio era algo que no iba con ella, de modo que sonrió y le empujó de espaldas sobre la cama para tomar el relevo. Siguiendo su ejemplo, trazó la línea de su cadera primero con los dedos y luego con la lengua. El sabor entre el almizcle y la sal de la piel de su marido le estimuló las papilas gustativas hasta que no pudo evitar que se le hiciera la boca agua.
—¿Debería preocuparme? —susurró Ucker cuando Dulce rozó su erección con la mejilla.
—¿Qué? —preguntó ella, haciéndose la inocente—. Lo he visto en las películas. —No era cierto, pero quería que Christopher lo creyera. En eso sí que tenía algo de experiencia. Además se explicaba en algunos de los libros que leía de vez en cuando. Al parecer, muchos autores se conocían la mecánica al dedillo.
—Pero...
Dulce lo atrajo a las profundidades de la cálida caverna que era su boca.
—Santo Dios. —Ucker gimió y levantó un poco la cadera, suplicando más.
Dulce sonrió sin apartarse, sin dejar de lamer y saborear, y deseando darle placer casi tanto como a sí misma. El olor a almizcle y a sexo le embargaba los sentidos mientras lo llevaba al límite del placer para retirarse un segundo antes. Habría continuado gustosa, pero Uckerla apartó suavemente.
—Demasiado.
—¿No te gusta? —preguntó ella para provocarlo, consciente de que le encantaba lo que le estaba haciendo. Quería llegar hasta el final, al igual que lo había hecho él con ella.
—En otro momento —respondió Christopher antes de coger la cartera de los pantalones y sacar un preservativo.
Dulce le ayudó a ponerse la fina capa de látex y se subió encima de él. Cuando se besaron, el sabor de sus salivas se hizo uno. Ucker se abrió paso entre sus piernas, llenando hasta el último centímetro, dilatando la carne con su impaciencia. Empujó para que sus cuerpos se encontraran, se retiró y volvió a empujar. Tenía los dedos hundidos en la melena de Dulce y la sujetaba con fuerza mientras el cuerpo de ella respondía con una pasión y un deseo renovados.
Dulce nunca tenía suficiente. Sus pechos acariciaron el suave vello del torso de Ucker. Él sentía que el corazón se le estrellaba contra las costillas con cada latido, como si quisiera saltar al pecho de su amante. Por mucho que Dulce se dijera a sí misma una y otra vez que el tiempo que pasaban juntos solo era una forma de aliviar sus necesidades mutuas, de satisfacer sexualmente al otro, no podía evitar que trocitos diminutos de su corazón se fundieran con el de su marido.
Se movían al unísono, tensos como las cuerdas de un violín, hasta que ella no pudo más y se dejó arrastrar por la corriente. Christopher la sujetó contra su cuerpo y le gimió al oído mientras se alejaba río abajo con ella.
El mundo dejó de dar vueltas a su alrededor. Ucker le susurró palabras dulces al oído y de repente Dul supo que se había metido en un buen lío. Enamorarse de su marido no formaba parte de los planes. Y a pesar de la sinceridad que se habían demostrado hasta entonces, a Dulce no le pareció conveniente hablar de sus preocupaciones en voz alta.
Se apartó de sus brazos enseguida. Todavía no había recuperado el aliento y el calor que habían desprendido sus cuerpos, y que aún flotaba en el ambiente, empezaba a afectarle. Pero justo entonces oyó el sonido de sus tripas: la escapatoria perfecta.
—Me muero de hambre.
Albany Hall se llenó de gente, todos deseosos de ver a la nueva duquesa, la mujer con la que Christopher finalmente se había casado. La gente murmuraría a sus espaldas, de eso él no tenía la menor duda, pero nadie se atrevería a mostrar nada que no fuera respeto hacia él y hacia su esposa.
Sorprendió a Dulce al fondo de la sala, hablando con May y con una pareja. Su mujer había escogido un vestido de noche increíble de color marfil con un escote que le caía hasta el final de la espalda. Ucker le había regalado un collar con una esmeralda en el centro y unos pendientes a juego. Los zapatos, montados sobre unos tacones de diez centímetros, asomaban por una abertura en la seda que le llegaba hasta el muslo. Aquella mujer era increíble. Tenía esa elegancia que no se puede aprender y una belleza nada superficial. Christopher estaba orgulloso de poder gritar a los cuatro vientos que aquella era su esposa.
Poncho, que había viajado a Reino Unido para la ocasión, estaba junto a él.
—No doy crédito a la transformación que ha sufrido tu mujer —le susurró al oído para que solo su amigo lo escuchara.
—Es preciosa.
Lo extraño era que a él no le habían sorprendido los cambios. Era como si Dulce estuviera floreciendo ante sus ojos, cada día con un poco más de luz y de seguridad en la forma de andar.
—Es más que eso. —La mirada de Poncho se clavó en uno de los abogados de Parker y Parker que estaba al otro lado del salón—. ¿Cómo te va?
Ucker no tenía intención de comentar los detalles del testamento en un lugar lleno de oídos indiscretos.
—Perfecto. En unos días volvemos a Estados Unidos. May quería venirse con nosotros, pero al final he conseguido convencerla para que entienda que Dulce y yo necesitamos pasar tiempo a solas antes de empezar a invitar a la familia.
Poncho se rió.
—¿Y te ha funcionado?
—Por supuesto.
¿Por qué no? Más de la mitad de la familia los había visto llegar el día anterior, después de la escapada a la cabaña. Tras hacer el amor, comer y encontrar un lugar soleado sobre la hierba para hacer el amor por segunda vez, llevaban la ropa y el pelo hecho un auténtico desastre. Era imposible no deducir lo que había pasado.
—Cuidado, Christopher.
Ucker levantó la copa y miró a su amigo por encima del borde.
—¿Cuidado con qué?
—Hay algo distinto en ti. Ve con cuidado.
Ucker se cuadró.
—Siempre lo hago.
Dulce se dirigía hacia ellos con una sonrisa en los labios. Christopher bajó la copa y deslizó un brazo alrededor de su cintura.
—¿Recuerdas a Poncho?
—¿Y quién no? —Dulce se inclinó hacia el amigo de su esposo y este la besó en la mejilla. A pesar de que su mejor amigo no suponía una amenaza para él, a Christopher no le gustó ver cómo se iluminaban los ojos de su esposa al mirar a Poncho—. ¿Ya te han llamado de Hollywood?
Poncho soltó una carcajada. Dulce bromeaba con su apariencia, tan propia de Hollywood que, si alguna vez se cansaba de intentar labrarse una carrera en la política, podría conseguir fácilmente un papel en una película.
—Aún no. Supongo que sigo a la espera.
El brazo de Christopher que rodeaba la cintura de su esposa se puso tenso.
—Tu madre sugiere que nos traslademos al salón de baile para empezar. Parece que nadie tiene intención de salir a la pista hasta que tú y yo hayamos bailado un par de compases.
La idea de tener a Dulce tan cerca de su cuerpo era suficiente para inspirar sus dotes como bailarín.
—Si nos disculpas.
Poncho asintió mientras la pareja se alejaba.
—¿Te he dicho lo guapa que estás esta noche? —le susurró Ucker al oído.
—Sí, lo has hecho. Tú tampoco estás nada mal.
Christopher sonrió alagado. Al final se había decantado por el esmoquin. ¿Por qué no? No habían tenido la oportunidad de ponerse elegantes para la boda y aquello era una buena manera de compensarlo.
Hicieron su entrada en el salón de baile. En una esquina, un cuarteto de cuerda amenizaba la velada. Cuando los músicos se percataron de su presencia, terminaron la canción que estaban tocando y pasaron a la siguiente.
En cuanto la música empezó a sonar, Ucker guió a Dulce hacia el centro del salón y abrió los brazos para recibirla. Ella apoyó las manos en sus hombros y ambos empezaron a moverse al ritmo de la música.
—La gente nos mira —susurró Dulce, con las mejillas coloradas de la vergüenza.
Ucker deslizó la mano por el borde del vestido hacia la curva de su espalda y la atrajo más cerca.
—Es lo que se suele hacer cuando los recién casados bailan. Además —bromeó al sentir que se ponía aún más tensa—, seguro que están esperando a que tropiece —. Y la hizo girar sobre sí misma, pegados el uno con el otro.
—Pues van a esperar un buen rato, porque se nota que sabes lo que estás haciendo.
Christopher cogió la mano con la que su esposa le rodeaba el cuello y juntos dibujaron una nueva figura.
—He bailado un par de veces.
—O tres o cuatro.
Dulce se dejó llevar entre los brazos de Christopher. Cuando sonó la última nota, se estaban mirando a los ojos. Ucker se inclinó hacia ella y la besó.
El salón se llenó con el destello de los flashes y varias personas aplaudieron antes de que el cuarteto tocara la siguiente canción. Esta vez la pista se llenó rápidamente.
—¿El beso era para las cámaras? —le susurró Dulce al oído, poniéndose de puntillas.
—Ese beso era para ti —respondió él con una sonrisa—. Pero este otro... —Rodeó a Dulce con un brazo, la obligó a echarse hacia atrás y la besó de nuevo en los labios—. Este sí es para las cámaras.
Dul se mordió el labio y sonrió.
—Jesús, y yo que creía que no te gustaban las muestras de afecto en público.
Christopher soltó una carcajada.
Siguieron girando al ritmo de la música, sin dejar de reír, hasta que Ucker notó una mano en el hombro. Miró hacia atrás y vio a su amigo Poncho sonriendo.
—¿Les importa si interrumpo?
Estuvo a punto de mandarle a paseo, pero al final asintió y le dejó que bailara con su esposa.
Los siguió con la mirada mientras daban vueltas por la pista, preguntándose qué le estaría diciendo Poncho para que ella se riera tanto.
—Tranquilo, hermanito —se burló May, que había aparecido a su lado—. Solo están bailando.
—¿Qué? —Christopher parpadeó y miró a su hermana.
—Que solo están bailando. Y esperaba que tú bailaras conmigo —dijo, tirando de la mano de su hermano hasta que este accedió—. ¿Sabes? Me cae muy bien.
Ucker tuvo que girar con May entre los brazos para no perder a Dulce de vista.
—Tú también le caes bien.
—Es mucho más agradable que cualquiera de las chicas con las que has salido antes. Sé muy bien por qué te has casado con ella. Y eso sin tener en cuenta que además es americana, lo cual hubiera cabreado a papá.
Al oír aquellas palabras, Ucker centró toda su atención en May.
—No me he casado con ella para llevarle la contraria a nuestro difunto padre. —No, se había casado con ella por su culpa.
—Pero tampoco está de más saber que él no lo habría aprobado.
¿Tan transparente era que incluso su hermana era consciente de sus traumas? ¿Y si todo el esfuerzo, todas las mentiras, tenían como único objetivo disgustar a un hombre muerto? ¿Qué pasaría cuando Ucker se liberara de toda la animosidad y el dolor del pasado?
—No frunzas el ceño, Ucker. La gente creerá que estamos discutiendo.
Christopher hizo girar a su hermana y se obligó a sonreír.
—Y tú, Mayte, ¿nunca pensaste en llevarle la contraria a papá?
—No —respondió ella, sacudiendo la cabeza—. Mamá me necesitaba a su lado. ¿Te imaginas quedarte aquí a solas con él?
Ucker parpadeó al oír las palabras de su hermana.
—No me lo imagino, pero dudo que mamá quisiera que sus hijos renunciaran a vivir su vida por ella.
May le dio unas palmadas en el brazo.
—Lo sé. Hemos hablado de viajes, de ver el mundo sin tenerla siempre a mi lado. Supongo que ahora que has sentado cabeza, madre se centrará más en ti y en tu familia.
—Solo somos Dul y yo.
—Por favor, que no estoy ciega. No tardarán mucho en aumentar la familia.
La canción llegaba a su fin y, por suerte, daría por concluido el baile con su hermana.
—Ni siquiera hemos partido el pastel de bodas, May. No empecemos a pensar en futuros pasteles de cumpleaños.
Pero su mente ya lo hacía desde que Mark había contaminado sus planes y sus intenciones con un obstáculo más.
Los hermanos se separaron.Ucker buscó a Dulce con la mirada, pero por desgracia, su tía lo acorraló para que bailara con ella, y Dul cayó en los brazos de uno de sus retorcidos primos.
La fiesta se alargó hasta altas horas de la madrugada. Los invitados que habían acudido de lejos pasaron el resto de la noche en alguna de las numerosas habitaciones de la mansión, mientras que los que vivían por la zona regresaron a sus casas.
Una vez en el dormitorio, Dulce se quitó los zapatos junto a la puerta y hundió los dedos de los pies en el suave tejido de la alfombra.
—Ah, qué gustito.
—Empezaba a creer que algunos de los invitados no pensaban irse nunca.
—¿Irse? Un grupo de hombres se ha retirado al salón azul a fumar y jugar a cartas. Por su forma de hablar, cualquiera diría que son caballeros ingleses del siglo XVIII.
Christopher se quitó la corbata y los zapatos.
—¿A qué te refieres?
—Uno de ellos, creo que se llamaba Gilbert...
—Gilabert —la corrigió Ucker, visualizando la imagen del hombre—. Dinero viejo como su padre y costumbres talladas en piedra.
—Un nombre de lo más exótico, pero da igual. La esposa de uno de sus compañeros de póquer ha preguntado si podía unirse y el tal Gilabert la ha rechazado. «De ninguna manera. No está permitida la entrada a mujeres.» —Dulce había bajado la voz e imitaba la forma de hablar del hombre fingiendo un dejo británico en la pronunciación.
—Muy propio de él.
—Si me lo hubiese dicho a mí, me habría sentado a su diestra solo para molestarle.
A Ucker le habría encantado estar presente para verlo.
—Multiplícalo por diez y tendrás a mi padre.
Dulce abrió los ojos como platos, horrorizada.
—Lo siento mucho, Ucker.
—Yo también.
Dulce entró en el vestidor sacudiendo la cabeza y Ucker empezó a sacarse la camisa de los pantalones.
—Somos un desastre, los dos —dijo ella desde la otra estancia.
—¿En serio? ¿Por qué lo dices?
—Nuestros padres nos la jugaron bien jugada. El tuyo se niega a resignarse a su tumba y sigue tomando decisiones a diestro y siniestro, y el mío me obliga a cuestionarme la sinceridad de cada hombre que pasa por mi vida.
Christopher dejó la camisa sobre el respaldo de una silla antes de desabrocharse los pantalones.
—No parece que te cuestiones la mía.
—Pero lo hice, al principio. Esos días ya son agua pasada. Me he acostumbrado a ti.
—¿En serio? —preguntó Christopher, sonriendo.
—Has sido sincero conmigo desde el principio. Y te admiro por ello.
De pronto el duque no supo qué decir. Debería aprovechar la ocasión, contarle el nuevo e insignificante problema que el abogado se había sacado de la chistera, pero tenía la boca más seca que el desierto.
—Me he sorprendido cuando algunos de tus colegas me han contado que eres implacable en los negocios. Supongo que es un aspecto de ti que no conozco.
Era implacable y mucho más. Christopher Uckermann nunca perdía. Sus ojos no se apartaban ni un segundo del objetivo que se hubiera marcado.
—¿Alguien te ha hablado mal de mí?
—Por favor, Ucker, sabes que no lo habría permitido. No, nada de críticas, solo información. Ha sido un poco extraño. Incluso el abogado... ¿Cómo se llama?
Ucker sintió que el corazón le daba un vuelco.
—¿Mark Parker?
—El mismo.
Tenía que sentarse cuanto antes. Menos mal que tenía la cama detrás.
—Me ha dicho que tu padre y tú son tal para cual cuando se trata de ser despiadados para conseguir lo que quieren. No he podido evitar reírme. He recordado la cena en el restaurante en Malibú, tú sentado frente a mí diciéndome que todo el mundo tiene un precio. Por un momento me ha parecido que Mark quería añadir algo, pero yo no paraba de reírme. Creo que cuando se ha ido estaba molesto conmigo.
Christopher suspiró aliviado. Mark había mantenido la boca cerrada. Gracias a Dios.
No es que tuviera intención de ocultarle indefinidamente la nueva cláusula a su esposa, solo necesitaba más tiempo para encontrar un camino alternativo, algo a lo que agarrarse para poder quedarse con la herencia sin tener que renunciar a Dulce.
Bueno, al menos durante un año. Menos de doce meses.
Dulce carraspeó desde el otro lado de la habitación, desde donde lo observaba apoyada en el marco de la puerta.
Se había puesto un salto de cama de encaje blanco con unas braguitas minúsculas a juego que apenas tapaban nada. La melena, que durante toda la velada había llevado recogida en un moño alto, caía ahora sobre sus hombros como una hermosa cascada de reflejos cobrizos. En la mano sostenía una caja vacía de condones.
—Por favor, dime que tienes más de estos —le dijo, haciendo girar la caja entre dos dedos.
—Y yo que suponía que esta noche estarías demasiado cansada. —Y él también. Sin embargo, su cuerpo cobró vida cuando ella se acercó cruzando la estancia y moviendo las caderas al ritmo del latido de su corazón.
Ucker ya se había quitado la ropa interior y Dulce no pudo evitar bajar la mirada.
—Parece que tú no estás cansado.
Dulce deslizó una mano por el pecho de Ucker y él respiró profundamente, embriagándose del aroma de su piel. Trescientos sesenta y cinco días no parecían suficientes.
—Además —le susurró Dulce al oído con su voz más grave y sensual—, no hemos celebrado nuestra noche de bodas como Dios manda. Propongo que recuperemos el tiempo perdido. —Golpeó la caja contra el pecho de Ucker—. Pero necesitamos más de estos. Cuando volvamos a Estados Unidos, iré al ginecólogo, pero hasta entonces tenemos que ir con cuidado.
—En mi maleta —dijo él—. Yo los cojo. —No quería sentirse tentado de tomar lo que ella no parecía dispuesta a darle, así que se dirigió al vestidor y encontró una caja medio vacía de preservativos.
Cuando volvió a la cama, Dulce ya se había estirado sobre las sábanas, con una rodilla en alto a modo de ofrecimiento. Ucker desterró todo pensamiento sobre abogados, sobre el mañana o sobre el año que le esperaba, y le hizo el amor a su mujer.
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