Christopher se frotó la cara por millonésima vez aquel día. El mensaje de Dulce lo había dejado descolocado y todavía no había podido hablar con ella.
¿En qué demonios estaba pensando Vanessa? ¿Qué le había dicho a su mujer? No llevaba ni una semana casado y ya tenía que pensar en la forma de mantener a su esposa y a sus amantes separadas. Ucker ni siquiera había hablado con Vanessa desde el día en que puso el anillo en el dedo de Dul . Había intentado llamarla, una única vez, pero cuando el mayordomo le dijo que su señora no aceptaba llamadas, pensó que ya no tenían nada más que decirse.
Jacqueline le había enviado un frío «Llámame cuando te canses de ella».
¿Y qué había querido decir con «víbora»? Nada bueno, seguro.
Maldita sea. Si no tuviera que pasarse un día entero volando, ahora mismo se montaría en su avión privado, aunque tomar decisiones precipitadas nunca había sido su estilo. El plan era volver a Estados Unidos el domingo por la tarde para recoger a su mujer y escoltarla de vuelta a Europa.
A menos que Dulce le necesitara antes, se mantendría fiel al plan original. La idea de verla seguía despertando en él un sentimiento que le dejaba sin respiración. Las conversaciones que mantenía con ella por teléfono le alegraban el día de una forma que jamás hubiera imaginado. Tanto flirteo acabaría convirtiéndose en un problema en cuanto estuvieran en el mismo país. Un océano de por medio parecía una distancia segura. Quizá por eso últimamente tenía la sensación de estar abriéndose a ella. Para él, las mujeres siempre habían sido un juego al que no podía negarse a jugar. Primero a atraerlas, lo cual no le resultaba difícil, y luego a seducirlas. Aunque hasta entonces nunca se había marcado un tiempo máximo, sus relaciones solían durar de media entre seis meses y un año. Sin embargo, la atracción que sentía por ellas solía apagarse mucho antes. Ucker no conocía la monogamia, un rasgo que sin duda había heredado de su padre.
Con Dulce no le hacía falta jugar. Por primera vez en su vida adulta, se sentía cómodo siendo honesto con el sexo opuesto.
Su teléfono le avisó de la llegada de un mensaje con un pitido.
—Dul —susurró Ucker, esperanzado.
Pero no era ella, sino un mensaje del banco informándole de los movimientos de la tarjeta que le había dado a su mujer.
Quizá al final la visita de Vanessa serviría para algo, pensó. Comprobó la cantidad del cargo y sonrió. De pronto recordó el comentario de Dulce acerca de que las mujeres eran criaturas emocionales. Al parecer, su esposa no era inmune del todo.
Las épocas más traumáticas en la vida de una persona a veces despiertan en ella un sexto sentido sobre las cosas que la rodean, o al menos eso era lo que creía Dulce. Y es que nadie podía negarle que, a pesar de lo joven que era, había sufrido más que muchos otros en dos vidas.
Pronto la chusma de la prensa rosa la sustituyó por la sensación del momento, una actriz que por culpa de las drogas y del mal comportamiento había dado con sus huesos en la cárcel. Gracias a Dios, se olvidaron de la nueva duquesa que vivía en las afueras de Tarzana, aunque Dulce no dejó de sentirse observada, de notar el peso de unos ojos ajenos sobre ella.
Y empezaba a estar harta.
El último año de libertad de su padre había sido exactamente así. Dulce descubrió a varios estudiantes nuevos en el campus a los que luego nunca veía en clase pero que se cruzaban con ella continuamente. Coches oscuros seguían a su descapotable y aparcaban al otro lado de la calle. Los teléfonos de casa emitían un sonido cada vez que levantaba el auricular, una especie de clic. Llegó al extremo de vestirse en el lavabo o en el enorme vestidor de su dormitorio como medida de privacidad.
Christopher no le había dado los detalles de quién sería el encargado de vigilar su matrimonio durante el año siguiente, solo que alguien lo haría. El tiempo que pasaran juntos debería resultar convincente y el que estuvieran separados, difícil para ambos. Dul imaginaba que las llamadas diarias de Ucker eran una forma de medir su afecto hacia ella. Al menos en los registros telefónicos aparecería una llamada cada día.
Dulce convenció a su esposo de que la visita de Vanessa no le había afectado. Aquella era seguramente la única verdad a medias que le había contado hasta la fecha. No tenía por qué saber hasta qué punto le había hecho ver las cosas desde otra perspectiva. Claro que la tarjeta de crédito hablaba por sí misma. Dulce no tenía nada que envidiarle al personaje de Julia Roberts en Pretty Woman. Trajes de firma, vestidos, zapatos y bolsos. Se había pasado medio día sentada en un salón de estética haciéndose la manicura, la pedicura, un tratamiento facial y cortándose las puntas del pelo. Un par de sombreros de ala ancha y unas gafas de sol oscuras la ayudarían a pasar inadvertida, aunque la sensación de saberse observada no la abandonaba en ningún momento.
—Te estás volviendo una paranoica —se dijo Dulce mientras corría las cortinas de casa a primera hora de la tarde del viernes.
Miró el reloj y calculó qué hora sería en Europa. Siempre era Ucker quien llamaba, así que pensó que quedaría bien tomar la iniciativa si, como creía, alguien le había pinchado el teléfono. Levantó el auricular del fijo y cogió un papel del escritorio en el que había apuntado el número de su casa.
Un tono, seguido de un clic, y un segundo tono.
Dulce se quedó petrificada.
Conocía aquel sonido, lo recordaba muy bien. Colgó el auricular y consideró sus opciones. Llamar a Ucker con el móvil era una, pero por lo que sabía había una cámara vigilándola y un micrófono escondido en algún punto de la casa. Menos mal que la mayoría de sus últimas conversaciones con Christopher habían tenido lugar en la calle y siempre por el móvil.
Salir de casa para hacer la llamada era otra opción.
Y luego estaba la número tres. Si la persona que le había pinchado el teléfono esperaba escuchar una discusión sobre un matrimonio falso, la decepción sería mayúscula.
El Gobierno ya había invadido su privacidad en el pasado con resultados terribles para su familia. Esta vez Dulce no se jugaba tanto, pero no tenía intención de permitir que nadie se quedara lo que por derecho era de Christopher.
Le gustase o no, Ucker era su marido, y seguiría siéndolo las próximas cincuenta y tres semanas.
Dulce se quitó los zapatos y volvió a levantar el auricular inalámbrico del teléfono. Con el móvil en la otra mano, primero envió un mensaje.
«¿Estás en casa?»
El móvil vibró. «Por primera vez en toda la semana.»
Empezó a marcar de nuevo el número. «Ten el móvil cerca y sígueme la corriente.»
Christopher miró la pantalla del teléfono y sacudió la cabeza.
—¿Que le siga la corriente? ¿Qué se supone que quiere decir eso? —Se disponía a escribir la pregunta cuando de pronto sonó el teléfono fijo. Lo cogió y oyó la voz grave de Dulce prácticamente ronroneando al otro lado de la línea.
—Hola, cariño.
¿Cariño? ¿A qué venía eso? Abrió la boca dispuesto a preguntar, pero Dulce siguió hablando, cada sílaba más insinuante que la anterior.
—¿Qué tal el día?
—Ocupado. Tengo ganas de tomarme medio día libre mañana. —El móvil de Christopher vibró. «¿Has oído ese clic en la línea?»
Leyó la pregunta de Dul y empezó a responder en voz alta.
—Dulce, ¿qué está...?
—Dios, cómo te echo de menos. Ojalá me llegue pronto el pasaporte y podamos reunirnos.
Ucker abrió los ojos como platos. No parecía que Dulce hubiera estado bebiendo, aunque le gustaba la idea de que le hubiera echado de menos. Aun así, era capaz de reconocer una mentira cuando la oía.
«Alguien me ha pinchado el teléfono. Sigue hablando.»
—¿Qué? —¿Le habían pinchado el teléfono?
—He dicho que te echo de menos —respondió la voz entrecortada de Dulce.
—Yo también te echo de menos —le susurró él mientras tecleaba «¿Qué coño está pasando?»
Dulce se rió.
—¿Sabes en qué llevo pensando todo el día?
Su voz de línea erótica se confundía con los mensajes de texto y Christopher empezaba a perder el norte. Si alguien le había pinchado el teléfono, eso significaba que habían estado en su casa. De pronto, empezó a dolerle la mandíbula de la tensión y sintió un calor muy intenso en su interior. Estaba demasiado lejos para llegar hasta ella.
—No, ¿por qué no me lo cuentas?
«Me vigilan. Creo que alguien nos escucha ahora mismo.»
—Pues he estado pensando en esa sonrisa tan sexy que tienes.
Ucker respiró profundamente antes de seguir con el mensaje que estaba escribiendo.
—¿Crees que mi sonrisa es sexy?
—Sabes que sí. Echo de menos ver la sonrisa en tus ojos cuando estamos juntos.
Christopher sabía que aquellas palabras eran para la persona que estaba escuchando la conversación, pero no por ello era menor el efecto que causaban. Dulce no era actriz, pero lo estaba haciendo de fábula.
«Tengo que sacarte de ahí.»
—¿Sabes qué es lo que yo echo de menos de ti? —preguntó Ucker, siguiendo el hilo de la conversación.
—Dime.
«Estoy de acuerdo contigo», respondió ella.
Ucker se sorprendió de que accediera sin oponer resistencia.
—¿Qué?
—Que me digas qué echas de menos de mí —le recordó Dul.
Ucker dejó el móvil a un lado y se concentró en sus palabras.
—Echo de menos tu pelo salvaje sobre mi almohada. —No era la primera vez que imaginaba aquella estampa, a pesar de que nunca la había presenciado... todavía—. La forma en que te humedeces los labios justo antes de besarme.
—¿En serio? —La voz de Dulce era aún más grave.
—Echo de menos el olor a lavanda de tu piel. Voy a hacer que los jardineros planten lavanda para que, cada vez que pase por allí, me acuerde de ti. —¿De dónde había salido eso? ¿Y desde cuándo era un poeta?
El teléfono permaneció en silencio unos segundos.
—¿Dulce? ¿Sigues ahí? —Miró la pantalla del móvil para comprobar si le había enviado otro mensaje, pero no era así.
—Sigo aquí. Es que... necesito tenerte cerca. Tal vez debería mudarme a tu casa de Malibú.
Ucker sonrió.
—Me alegro de que al fin estés de acuerdo.
—Todo ha pasado tan deprisa. Pensé que lo mejor sería hacer las cosas poco a poco. Ahora me parece una tontería.
—Eres una mujer independiente y lo entiendo, pero pasaremos parte del tiempo en Europa y parte allí. Lo mejor para ti sería que te sintieras cómoda en ambos lugares. Así al menos sabré dónde estás cuando estemos separados. —Lo curioso era que hasta la última palabra de lo que acababa de decir era verdad. Sin embargo, si no hubiera otro par de orejas escuchando la conversación,
probablemente nunca le habría dicho nada.
—Eres... ¡Mierda! —La palabrota salió despedida de su boca con la fuerza de una explosión.
Ucker sintió que el vello de la nuca se le ponía de punta.
—¿Qué pasa?
—Me he dado un golpe en el dedo gordo. —Parecía cabreada, pero no herida.
El móvil volvió a vibrar. «He encontrado una cámara.»
—¿Qué haces? —preguntó Christopher. Se puso en pie y empezó a pasear por la habitación.
—Estoy escogiendo unos libros para llevármelos a tu casa. ¿A qué hora llegas el domingo? —Si no hubiese estado atento, no habría percibido el temblor en la voz de Dulce. Buscó el teléfono de Neil en la agenda del móvil y le mandó un mensaje urgente. «¡Encuentra a Dulce ahora mismo! Te llamo en unos minutos.»
—Voy a reorganizar mis planes para coger el avión antes. —Antes significaba esa misma noche.
—No hace falta —dijo ella.
—No estoy de acuerdo. Llevamos demasiado tiempo separados. —Y era totalmente cierto, aunque lo hubieran acordado por contrato.
Dulce suspiró.
—Hoy no vas a conseguir que discuta contigo.
—Te llamo luego.
—No hagas ninguna tontería —le dijo Dul—. Estoy bien.
Pero Ucker no lo estaba. Alguien espiaba a su esposa, escuchaba sus conversaciones, la observaba. Y eso, para alguien cuyo objetivo era pillarlos en una mentira, suponía llevar las cosas demasiado lejos.
—Estaré ahí por la mañana.
—Te espero con los brazos abiertos.
Ucker sonrió y colgó el teléfono.
«Coge lo que necesites para hoy y mañana. Neil está de camino.»
Christopher llamó a su guardaespaldas y le explicó la situación. La siguiente llamada fue al piloto de su avión privado. Frustrado, se pasó las manos por el pelo una y otra vez mientras ultimaba los preparativos antes de marcharse. De pronto, su matrimonio a distancia estaba en peligro. Su cerebro zumbaba con una urgencia que le hacía golpear repetidamente el suelo con el pie o frotarse las manos como si quisiera rodear con ellas el cuello de alguien. ¿Sería su primo capaz
de arrastrarse a ese nivel? ¿O estaba Vanessa tan ofendida que quería vengarse a cualquier precio? Tampoco podía eliminar a Parker y Parker de la corta lista de sospechosos porque, en caso de que pudieran descubrir el fraude, ganarían una cantidad considerable de dinero.
Veinte minutos más tarde, mientras se dirigía hacia el aeropuerto, recibió una llamada.
—¿Dulce?
—Sí, soy yo. —Parecía agotada, exhausta—. Estoy en tu casa.
—Entonces podemos hablar. El sistema de alarma detecta la presencia de micrófonos. ¿Cómo lo llevas?
Dulce suspiró.
—Estoy cabreada. Pensaba que los días de teléfonos pinchados y cámaras ocultas estaban más que superados. ¿Quién está dispuesto a llegar tan lejos, Christopher?
—Llevo haciéndome esa misma pregunta desde que me has llamado. Tengo a mi equipo trabajando en ello. Lo averiguaremos.
—Si hay algo en lo que pueda ayudar dímelo. Quien quiera que sea el responsable tiene en mí a una enemiga.
La chispa que transmitía su voz era mejor que el tono derrotado de hacía un momento. Su mujer era capaz de convertirse en un volcán cuando la acorralaban.
—Llegaré de madrugada. ¿Qué dormitorio has escogido?
—Ah, vaya, no... no estaba segura de quién sabe lo nuestro por aquí, así que le pedí a Neil que pusiera mis cosas en tu suite —balbuceó Dulce—. Puedo mudarme a otro dormitorio si quieres.
Ucker imaginó su cabeza sobre la almohada, los ojos cerrándose lentamente entre las sábanas de su cama.
—No te cambies. Tienes razón. Confío en mi personal, pero no creo que debamos avisarlos.
—¿Estás seguro? —Volvía a parecer vulnerable. El deseo de tenerla entre sus brazos y rodearla con todas sus fuerzas era tan poderoso que casi resultaba doloroso.
—Por favor. Insisto.
A esas alturas ya sabía que lo mejor era no exigir. Dulce cogía sus órdenes y se las tiraba a la cara siempre que tenía ocasión. Preguntar educadamente era algo nuevo para él, pero iba mejorando la técnica con el paso de los días.
—Está bien. Nos vemos por la mañana.
Colgó y empezó a dar golpecitos con el dedo en el teléfono. La imagen de Dulce enroscada en posición fetal en su cama, con los ojos abiertos de par en par por culpa del miedo, se le antojaba asfixiante. Hundió las uñas en las palmas de sus manos. Quienquiera que fuese el responsable de aquello, había cometido un error imperdonable. Aplastaría sin miramientos a la persona capaz de violar la privacidad de su esposa hasta esos extremos. Paparazzi en la vía pública, alguien escuchando una conversación ajena en la cola de una tienda, vale, pero ¿esto? ¿Y si también había una cámara en su dormitorio? ¿Y si alguien la había observado mientras se vestía, mientras se duchaba?
No era de extrañar que Dulce pareciera asustada.
Cuanto más pensaba en ello, más le costaba mantener la cabeza fría.
A medio camino entre el recuerdo y el sueño, el cerebro somnoliento de Dulce filtraba imágenes de sí misma caminando por el campus, con una mochila colgando del hombro.
Alguien la seguía. No era la primera vez que veía a aquel hombre, pero no conseguía situar su cara. El pánico insuperable había empezado el día en que compartió sus pensamientos más profundos con su profesor de comercio.
En lo más remoto de su mente, Dulce sabía que estaba soñando. Sabía hacia dónde se dirigía el sueño e intentó detenerlo por todos los medios.
Una imagen del dormitorio de su infancia cruzó su mente. Una conversación cándida con un amigo en quien confiaba. Su madre, aún con vida, diciéndole que tuviera cuidado con lo que decía.
Claudia, con un sujetador de deporte, riéndose de algo que Buster, el perro de la familia, hacía.
Todas esas instantáneas mezcladas formaban un ovillo en el pecho de Dulce.
Dos hombres vestidos de negro y con una placa en la mano se la llevaban de clase para interrogarla, solo que en lugar de preguntarle dónde estaba su padre o qué estaba haciendo, le preguntaban por Christopher.
—Lo que está haciendo es ilegal, Dulce María. Miles de personas sufren por su culpa.
¡No! Se enfrentó al sueño, deseando que las imágenes cambiaran.
Pero no se detuvieron y el miedo se adentró en su corazón.
Dulce se incorporó de un salto respirando entre jadeos y con el corazón latiendo desbocado. En una décima de segundo, Christopher se levantó de la silla en la que estaba durmiendo y corrió a su lado.
—Dul, ¿estás bien? —le preguntó, mientras la sujetaba por los brazos para calmarla.
Ella asintió, intentando recuperar el aliento.
—Una pesadilla.
—Estás temblando. —Sin saber qué decir, rodeó su cuerpo con los brazos y la atrajo hacia su pecho.
Apartarse seguramente habría sido lo mejor, pero Dulce se había quedado sin energía. Respiró el profundo aroma a masculinidad con unas notas de pino, que siempre seguía a Christopher por dondequiera que fuese. Desde tan cerca era mucho más intenso, más poderoso. Dulce se apoyó en él y cerró los ojos. Él le frotó la espalda y le acarició el pelo.
—No pasa nada —le susurró.
La fuerza del sueño le había dejado una mella imborrable en el corazón. Los recuerdos de su madre aún viva, de su hermana sana. Todo había desaparecido.
Y era culpa suya.
Ucker siguió abrazándola durante horas, o eso le pareció a él. Cuando finalmente Dulce retiró la cabeza de su pecho, se dio cuenta de que él iba vestido con una camisa de vestir y unos pantalones de pinzas. Lucía una barba incipiente y su mirada destilaba preocupación. A pesar de su atractivo, esta vez parecía cansado.
—Ya estoy mejor —le dijo.
Se había apartado de él, pero Ucker no la soltaba y le acariciaba la línea de los brazos antes de entrelazar los dedos con los suyos.
Una poderosa sensación de pertenencia, de saberse anclada a alguien, se apoderó de ella. Los ojos de Christopher se movían por su cara como si buscaran signos físicos de agresión. Su preocupación por ella la dejó sin respiración y la atracción que hasta entonces había sentido creció de pronto en su interior. Se sentía vulnerable, pero sabía que lo mejor era no tontear con él ni recordarle que estaban en su cama y que ella solo llevaba un camisón ligero.
Para romper el contacto visual, Dulce miró hacia el otro extremo del dormitorio.
—¿Estabas durmiendo en esa silla?
—Solo quería ver cómo estabas. Debo de haberme quedado dormido.
Pero sus zapatos descansaban junto a la silla y el abrigo sobre el respaldo.
—¿Qué vamos a hacer? Alguien está tomando medidas desesperadas para descubrir nuestra mentira.
—Han ido demasiado lejos —dijo Ucker, y sus manos se tensaron sobre las de ella. Dulce le devolvió el apretón.
—¿Y qué hacemos ahora? Irme de casa no mantendrá alejado por mucho tiempo al que esté detrás de todo esto. Los federales vigilaron nuestra casa durante más de un año mientras investigaban el caso. No tenemos forma de saber si alguien nos vigila o nos escucha a todas horas. —La posibilidad de tener que pasarse un año esquivando cámaras y micrófonos ocultos le provocaba dolor de cabeza.
—Descubriré quién ha hecho esto. Que yo sepa, sigue siendo ilegal colarse en casa de alguien para grabar su vida.
—Puede que sea ilegal, pero eso no los detendrá. Tenemos que convencerlos de que están perdiendo el tiempo. De lo contrario, en algún sitio, cuando menos lo esperamos, alguno de los dos meterá la pata y se le escapará que este matrimonio es algo temporal. Tú perderás tu herencia y será por culpa mía.
Ucker entornó los ojos e inclinó la cabeza.
—¿Por qué culpa tuya? Los dos dijimos «Sí, quiero» por los motivos equivocados.
Dulce temía que pudiera intuir los pecados del pasado en sus ojos, así que retiró las manos de las de Christopher y se llevó las rodillas al pecho.
—Tal vez no sea todo culpa mía... —dijo, con la mirada perdida a lo lejos.
Ucker se interpuso en su campo de visión y apoyó una mano en su rodilla. El calor que desprendía su piel subió por la pierna de Dulce hasta que toda su atención se concentró en su marido, el hombre que estaba sentado junto a ella.
—Ahora que conocemos las normas del juego, tenemos que ganar utilizando sus términos. Usaremos las cámaras para demostrarles lo equivocados que están.
—¿Y cómo sugieres que hagamos eso?
Christopher disimuló una sonrisa. La preocupación había empezado a desvanecerse en los ojos de Dulce.
—Iremos los dos a tu casa a recoger tus cosas. Antes enviaré a un equipo para que averigüe si hay más cámaras escondidas.
—¿No será demasiado evidente?
—¿Fue evidente cuando ellos se colaron en tu casa para instalarlas?
Dulce llevaba toda la noche pensando en ello. Los tipos de la compañía de teléfono eran los únicos que habían entrado en su casa desde que Ucker y ella se habían casado.
—No.
—Encontraremos las cámaras y actuaremos para ellos.
—¿Actuaremos para ellos? —repitió ella, sintiendo que se le aceleraba el pulso.
Christopher le cogió un mechón de pelo y lo sujetó detrás de su oreja. El contacto de sus dedos sobre la piel levantó chispas, una corriente eléctrica que también él sintió. Podía verlo en sus hermosos ojos .
—¿Tan duro te resultaría volver a besarme? ¿Para la cámara?
Dulce se humedeció los labios sin dejar de mirarle fijamente mientras hablaba.
—¿Un beso?
La mano de Ucker le acarició la mejilla.
—Quizá unas caricias subidas de tono. Seguro que en la habitación hay algún punto donde escondernos de las cámaras. Que la persona que esté viendo las imágenes se imagine el resto.
Dulce se preguntaba cómo sería estar entre sus brazos. Había pensado en la posibilidad de volver a besarlo desde el día de la boda.
—¿Y qué demostraríamos con eso? —preguntó, ignorando el pulgar de Ucker, que le acariciaba la mejilla y evocaba imágenes eróticas de sus manos sobre otras partes de su cuerpo.
—Demostraría que hay intimidad entre nosotros, que disfrutamos el uno del otro lejos de las miradas de la gente. Mientras crean que no sabemos nada de las cámaras, estoy seguro de que funcionará. ¿Qué me dices, Dulce María? ¿Aceptas el reto?
Ella apartó los ojos de sus labios y descubrió que la estaba mirando. Sabía cómo enrolarla en su causa y prepararla para la batalla.
—Cuenta conmigo.
La suave curva en los labios de Ucker se convirtió en una sonrisa de oreja a oreja.
—Esa es mi chica. Ahora, ¿por qué no le pides a la cocinera que te prepare el desayuno mientras yo intento recuperar un par de horas de sueño? Cuando me levante haremos una escapada a tu casa. Así mis hombres dispondrán del tiempo necesario para encontrar los micrófonos.
Apoyó una mano en la cama y se levantó de un salto.
—Ucker, ¿y qué pasará mañana? ¿Y pasado? ¿Cómo vamos a mantener esto durante todo un año?
—Día a día, preciosa. Somos dos dos personas inteligentes con un mismo objetivo. Ya se nos ocurrirá algo.
