El tiempo cambia

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Ella era luz.

Pero ya no era luz porque iluminara hasta el rincón más oscuro en las vidas de quienes ella amaba, no, ahora ella era luz por motivos diferentes, motivos más siniestros, más deprimentes.

Ella era luz, porque destacaba. Porque quemaba.

Su cabello rizado ahora era largo, atado en una compleja forma que la hacía ver más presentable a diario, sin un solo cabello en su rostro. Sus ropas eran frías, destacando así la ruana abierta de color esmeralda en sus hombros. Su rostro era impasible, recto e inamovible como una puerta de piedra que ni la tormenta más fuerte podría derrumbar.

Si preguntaras por ella en el pueblo inmediatamente seria tomada con respeto, ella seria seriamente alabada por su gran labor en aquel ya no tan pequeño prospero pueblo. Si la vieran caminar inmediatamente la reconocerías y sin querer tus ojos voltearían a otro lugar con disimulado miedo.

Ella era Mirabel Madrigal, ella era la mujer más importante de todo Encanto.

Mirabel destacaba mucho. Destacaba por la belleza que los años le habían puesto en ella, destacaba por sus modales refinados y pulcros, destacaba por su pragmatismo al tomar decisiones importantes... pero había algo más que la hacía destacar incluso por encima de sus familiares más mágicos.

Bajo sus pies, sin importar donde tocara, grietas la acompañaban en su caminar.

Nadie sabía por qué ni cuando, pero desde hace ya una década le acompañaba ese detalle particular, nadie se atrevía a preguntar sin que se ganara una mala mirada de ella, nadie sabía ni nadie entendía porqué alguien como ella cargaba con ese tan pésimo augurio bajo sus pies.

Sin embargo, a pesar de lo anterior, Mirabel solo volvía a ser la luz cálida y brillante que lo fue durante su adolescencia cuando veía a sus trillizos, ellos eran su pedazo de cielo y los únicos que les daban descanso a las grietas de sus pies. Ellos eran los únicos que le permitían regalar una sonrisa sincera.

—Me alegra mucho que haya aceptado mi invitación señor gobernador—Saludó Mirabel al hombre quien llegaba junto a otras personas a la entrada de Encanto, observando todos maravillados la diversidad del lugar.

—Es gusto para mi haber sido invitado a una ceremonia tan personal de su pueblo y su familia, ¿me dice usted que es la ceremonia del don de su primo? —Pregunta el hombre para confirmar aquello, aun le resultaba interesante el hecho de que existiera una familia con "dones mágicos".

—Si, es la ceremonia del hijo menor de mi prima Dolores, el pequeño Hernán—Respondió ella mientras continuaban su caminata hacia la casa principal.

—Sé que para ustedes serán algo nuevo de ver, pero cuando conozcan a los Madrigal entenderán que no un relato inventado.

—No se preocupe, sabemos que es real, la existencia de Encanto ha estado en más de un informe del país en los últimos años. Me encantaría poder conocer a su familia antes de presentarme en la celebración, supongo yo que son todos personas interesantes.

—Oh no, le aseguro que nosotros somos bastante tranquilos—Intentó decir, pero justamente con eso, la caída de un pequeño niño con resaltantes alas coloridas caía desde el cielo, dándose de lleno contra el piso. —¡Domingo! —Gritó al ver a su hijo con la cara herida, rápidamente auxiliándolo.

—Mami te juro que le dije que no volara tan alto, pero no quiso hacerme caso—Lloraba una pequeña niña mientras se acercaba al herido, en cuanto sus lágrimas cayeron sobre la herida poco a poco la sangre se fue desvaneciendo, el pequeño se levantó como si nada.

—Gracias María—Agradeció más tranquila a su hija, luego volvió a mirar al pelirrojo—Domingo Madrigal por el amor al cielo deja de hacer maromas que luego te golpeas con las palmas de cera, un día de estos ni tu hermana ni tu abuela estarán cerca para ayudarte—Lo regañó sin sonar severa, pero si autoritaria.

Pecadores Imperfectos | MiraBrunoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora