Los hermanos guardaban silencio mientras contemplaban las olas blancas estrellarse en la desnuda roca del acantilado. Esa isla en particular era con toda certeza el único sitio de la tierra en donde ambos dioses podían sentirse cómodos sin pensar en que invadían los dominios del otro. Eran hermanos que se querían, sin embargo, el respeto mutuo por las capacidades del otro llegaba a convertirse en una rivalidad con frecuencia, aunque el rencor no duraba. Ya habían perdido una hermana como para enemistarse entre ellos.
Un trueno resonó en la lejanía, augurando el pronto arribo de una tormenta. El sonido causó escalofríos en el señor de los muertos. Si bien los dioses no sentían incomodidad física, el recuerdo de cierta joven muy terca para su propio bien lo preocupó. Los humanos eran frágiles, efímeros. ¿Cómo era que su hermano no lo comprendiera?
Ese pensamiento logró molestar al dios Extraño.
—El niño nacerá pronto—empezó dispuesto a abordar el desagradable tema por el que estaban ahí reunidos.
—Bien.
La ausencia de interés que demostraba su interlocutor lo enervaba. A un ser tan acostumbrado a sentir como él, la falta de sentimientos le parecía una horrible peculiaridad. En su trabajo de cosechador de almas el Extraño debía emitir juicios sobre los hombres, esa costumbre también se extendía sobre su hermano.
—Es tu hijo, Aedras—enfatizó—. Carne de tu carne y nunca lo conocerás si sigues este camino.
El golpe fue emocional, aun así pudo ver a su hermano estremecerse.
—Y espero que tenga una vida larga y feliz a lado de su madre. Siempre estaré para él cuando lo requiera, en el momento en que me necesite va a contar conmigo. Por mucho que Helena desee olvidar que soy el padre yo nunca lo haré.
Illeas tomó aire. Su hermano no entendía la horrible situación. ¿Cómo podría? Dioses y mujeres mortales no tenían nada en común.
—No lo entiendes. Solo ve y pídele disculpas.
Estaba mordiéndose la lengua, hablando en un tono solemne cuando lo único que debería estar haciendo es gritarle que era estúpido, que el tiempo no significaba lo mismo para los mortales y era su enemigo a vencer. Aedras no analizaba que era el dios de los muertos quien estaba ofreciendo consejo.
—No quiere mis disculpas. Así que no hay nada que hacer—concluyó el Navegante.
Enojado, el Extraño soltó una frase venenosa de la que se arrepentiría con el tiempo.
—¿Sabes por qué no entrego mi corazón en manos humanas? Porque algunos amores son inmortales y las mujeres de estas tierras mueren de cosas tan naturales como el parto.
Y ahí estaba, el impacto no sólo había despertado a su hermano, sino que le aplastando el pecho.
Illeas no sintió compasión.
El idiota se lo merecía.
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La herencia benigna
FantasíaEl país de Soros es famoso por dos cosas: su riqueza y el desfile de reinas ahogadas que sucede en palacio desde hace dos años. Cuando la orden real de matrimonio llega a a la casa Antero, Valeria sabe el destino cruel que acaba de caer sobre su am...