Especial 2: Arián

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El rey de Soros tenía un carácter melancólico, o al menos eso pensaba Edelco, su secretario. El hombre llevaba cuarenta años sirviendo a los Soros con la más grande de las lealtades; desde tiempos del rey Marco, durante la era de la reina Dariana y los actuales tiempos de Arián. Tres generaciones de reyes engendrados entre las piedras de blanca caliza del palacio de las estrellas en donde cada rey distaba tanto de su antecesor que el secretario se preguntaba con frecuencia por qué los Soros se odiaban entre ellos. 

Marco, conocido como el mercante, Dariana, la deseada, y Arián, el dorado, con facilidad los tres monarcas más respetados y afortunados en la historia del reino. Sin embargo, las rosas, el emblema Soros, también tenían espinas y el secretario sabía por experiencia que la mayoría de las veces estaban envenenadas. Dariana, la madre de Arián, se caracterizó por ser una reina distante de su pueblo y de su hijo, gobernó con presteza, pero siempre desde el pedestal del privilegio y, ese hecho junto con muchas anécdotas de crianza del actual rey, hacían que el viejo empleado todavía sintiendo compasión por Arián. 

La vida fue trágica desde su nacimiento, el rey era el resultado de cientos de decisiones funestas y benditas que ahora se materializaban en reinas ahogadas.

El secretario sintió la mirada pesado de su rey junto con la brisa del mar nocturno. Trabajar hasta tarde no era novedad, que el rey decidiera hablar con él como su único amigo tampoco. El anciano elevó la mirada de los documentos para encontrarse con la melancólica sonrisa de su joven monarca.

Ochenta y tres. El número de rosas blancas arrojadas al ojo de dioses esperando aplacar la ira de las deidades. Y veía cada una de esas muertes sobre los hombros de su rey, hundiendo el suelo bajo sus pies. Arián se veía diez años más viejo, no era un hombre de veinticinco, sino un espectro de cuarenta. Al secretario comenzaba a preocuparle su aspecto.

El rey, con esa mirada tan ajena y sobrenatural, podía intimidar a cualquiera. No era la ropa bordaba en oro y plata, ni siquiera el puñal atado en las caderas o la corona que brillaba poderosa sobre su cabeza, el poder de los Soros residía en los ojos de su rey. Cristalinos y azules, de un color tan profundo y brillante como el del mar de invierno de las islas de Agneo. Antinaturales, que perduraron por cinco mil años sin importar la etnia de los herederos. Si un príncipe o princesa no nacía con los ojos azules de inmediato era considerado bastardo, el Navegante no era ingrato, reconocía a todos sus hijos como propios. Eran esos ojos los que mantenían la promesa, la clave de la historia del reino y la maldición.

Arián se levantó de la silla para estirar los músculos, por la antinatural forma en que se movía supo que su rey estaba nervioso por la última novia. Libia, la cartógrafa, la reina actual de Soros era una buena mujer y Edelco intuía que su muerte le dolería al rey.

—¿Cuándo llegará? —preguntó mientras servía una copa de vino.

Le ofreció la botella invitándolo a embriagarse y, como el secretario negó, el joven Soros se bebió de un trago la copa antes de beber directamente de la botella.

—Mercia es uno de los condados más alejados, mi señor, lleva un tiempo recorrer el camino a caballo. Al ser ella una dama, hay que tomar consideraciones para no causarle molestias por un viaje sin descanso.

El rey enarcó una ceja.

—¿Tú crees que le importa? Ella debe de querer morirse por la suerte de ser seleccionada, si el carruaje se hiciera pedazos por un caballo desbocado te aseguro que ella moriría dichosa por no tener que conocerme —. El tono del rey fue burlón, pero el secretario conocía cada línea de su frente y sabía leer sus pensamientos con cada arruga que se formaba. Él odiaba a sus reinas, aquello era muy cierto, sin embargo, odiaba mucho más el hecho de que ellas tuvieran miedo—. Tal vez si reza muy fuerte su deseo llegue a cumplirse.

—Eso sería problemático, Libia comienza a sospechar que la boda será pronto.

—¿Qué exactamente? Ella llegó antes de que Aide muriera. No será ninguna sorpresa cuando —buscó entre los papeles antes de decir el nombre de su futura esposa—...la señorita Antero ponga un pie en el palacio.

Cuando llegaba una novia, la esposa actual moría. Heise, la reina de la granada, era desagradable en exceso y el secretario todavía se sorprendía de que hubiera durado dieciocho días en el trono. Esas eran las reglas del juego. Cada tres semanas, la reina era ahogada y el rey se casaba mientras una futura prometida llegaba confundida por el protocolo, aunque podía haber excepciones. El hombre se quedó callado, veía la inestabilidad propia del mar en los ojos de su rey. Los niños divinos solían ser caprichosos, siendo descendientes de dioses no se esperaba que se comportaran con solemnidad.

Arián era un león, uno herido y acorralado, aunque nadie se diera cuenta.

—Una más, Edelco. Otra novia ahogada en el mar en honor a mis pecados —murmuró el joven rey con el corazón herido mientras la música de las olas bailando se colaba a la habitación—. ¿Cuántas más se necesitarán? ¿Cuántas antes de que el pueblo se harte y me asesine? ¿Cuántas antes de que los mares se abran y traguen el país de un bocado? ¿En qué pensaba mi abuelo cuando prometió tanta devastación?

Edelco, que había mantenido muchas veces esa conversación, suspiro profundo conteniendo un sermón.

—En que su amada estaba en peligro. En el amor todo se sacrifica. Incluso un reino.

—No debería—respondió sombrío el rey.

El secretario se mordió la lengua antes de replicar. Que Arián no entendiera ese sentimiento era el problema de las reinas.

—Tal vez algún día llegue a comprenderlo, señor.

La herencia benignaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora