El señor del río (Especial 1K)

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Cuídate del agua, no escuches su canción,
Que el señor del río puede ser tu perdición...

Refrán Popular.

En un lejano marquesado, un padre a su hija maldecía por no cumplir la orden que conservaría su honor

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En un lejano marquesado, un padre a su hija maldecía por no cumplir la orden que conservaría su honor. El viejo noble, ya cansado de su vejez y temeroso de las volubles decisiones de su hija, había buscado un yerno digno de heredar sus títulos y riquezas. Algo que a su hija no le pareció en lo más mínimo. Siendo una bella entre las bellas y estando tan habituada a su rostro, la joven señorita a todos lograba encontrarles defectos. Nariz prominente, dientes grandes o diminutos, piel seca, pálida o arrugada, estatura pequeña o sobrehumana. Todos los defectos surgían de su boca.

—Padre mío, entiende a mi corazón—rogó la señorita—. Que yo no amé, amo o amaré a ningún otro que no sea digno de mí y, como dicho hombre no existe, jamás celebraremos una boda en tus salones.

Y así, entre reclamos y acaloradas discusiones el tiempo pasaba en esas cuatro paredes.

El padre no se rendía. Trajo artistas y poetas que plasmaran la belleza de su hija y dieran fe de la riqueza que podría heredar un novio digno. Se realizaron retratos y miniaturas para mostrar en el reino y atraer pretendientes, pero la dama era injusta y se negaba a recibir a ninguno, sin importar el porte, la riqueza o el apellido de sus potenciales esposos, cosa que enfurecía más a su progenitor.

—Recibe al menos a uno. Conócelos, hija mía—exclamaba a gritos por su desesperación—. Necesitas un marido que lleve los libros, que cace en los campos y te defienda de las intrigas. Escúchame con sabiduría, el amor se encuentra en la cercanía, el corazón sólo puede enamorarse de lo que conoce. De otro modo, se transforma en deseo, y tal sentimiento resulta carnívoro porque te consume como el fuego a la leña.

Y la señorita escuchaba atenta sin jamás tratar de comprender de qué hablaba su padre porque ahí donde mirara, el reflejo que observaba era hermoso y brillante, lo suficiente para opacar al resto.

—Padre mío —insistía la joven—, te lo he dicho muchas veces. No amé, amo o amaré porque contemplo la perfección todos los días y no necesito encontrarla en alguien más. Atiende mis palabras, vuestros esfuerzos son insignificantes.

Y volvió a contemplarse en el espejo, absorta en su propia belleza y enamorada de sí misma, ignorando una vez más las peticiones del señor. Fuera su mala suerte, la fuerza de sus palabras o la decepción de su padre de haber creado una hija tan egoísta que pensó muy en el fondo en que los dioses debían castigarla.

Los dioses escucharon y estuvieran de acuerdo.

Dicen que la tormenta cayó de noche, fuerte y con el brío propio de la fuerza del agua, advirtiendo a la humanidad que un dios estaba molesto. Sin embargo, la joven dama no reparó en ello y, a la mañana siguiente, permaneció fiel a sus costumbres saliendo a pasear luego del almuerzo.

La herencia benignaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora