Prólogo

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Tenía el cuerpo entumecido. No, era la mente. Se había escapado a un lugar oscuro donde podía abrazarse y resguardarse de todo mal.

No obstante, algo tiraba de ella hacia la realidad. «¡No!». Aunque protestara y protestara en el refugio interno y demencial, esa voz, tierna y tranquila, la arrancaba de su templo y la arrojaba a aquello que era más bárbaro que la ficción.

—Todo estará bien —susurró una persona que se movía sobre ella.

El hombre estaba desnudo al igual que Anna, no obstante, a diferencia de los otros, este no entraba en ella. Tan solo se movía y mantenía la mirada fija en la suya hasta que la desvió hacia el espejo a un lado de la habitación.

Ella no era estúpida, aunque le hubiera encantado serlo en aquel momento. Sabía lo que se escondía detrás de aquel cristal o a quienes.

Una manta sobre la cadera del desconocido ocultaba la supuesta unión de los físicos.

Gruñó, para sus adentros, para afuera, para el mundo y lo odió con lo que restaba de alma por sacarla de aquel sitio. No uno feliz, pero sí uno en el que su yo permanecía a salvo, resguardado y anestesiado de ese presente en el que la habían sumergido. El que dolía en la piel, en la carne, en el alma.

—Saldrás de aquí, lo prometo —murmuró aquel extraño.

Otro gruñido se le escapó de entre los labios. La única respuesta que podía dar, la única que le quedaba después de en lo que la habían convertido, después de que la hubieran despojado de la humanidad.

Los ojos oscuros se ampliaron y se notó la preocupación en estos. Tal vez la creía desquiciada y más allá de cualquier salvación. No se equivocaba. Ella ya no era ella, ni siquiera recordaba quién demonios era antes de ser un objeto de uso, de satisfacción de otro, sin importar su consentimiento. Solo material de placer personal en alquiler.

Tiró de los brazos que se mantenían esclavizados al cabecero por unas ataduras. Él le posó una mano sobre las muñecas magulladas de tanto que había intentado escapar en un pasado. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde entonces? ¿Minutos? Tal vez, horas o meses. ¿Quizás años?

Odio crudo y bestial se desparramó por todo su ser, el interior se le tornó de un blanco inaudito, más allá del rojo, cuando la emoción es tan pura que ya ni color adquiere.

Ese hombre le susurraba promesas que Giovanna no quería escuchar, se le metían en la mente y le impedían regresar al atontamiento. La hacía percatarse, la hacía sentir, hacía que los ojos se le llenaran de lágrimas y el corazón se le astillara y explotara, una y otra vez.

El desconocido la hacía desaparecer para solo restar. ¿Qué restaba? No quería descubrirlo, porque sospechaba que era algo barbárico y primitivo, como si regresara a una etapa que ni siquiera la teoría de la evolución de Darwin pudiera explicar a la inversa.

Gritó desde la profundidad y lo mordió. ¿Qué parte? No importaba, tan solo recurrió al único elemento de defensa que le quedaba: sus dientes.

Había dejado de luchar hacia tanto y, por loco que pareciera, unas palabras tiernas y unas promesas de salvación habían despertado a la salvaje que jamás creyó que viviera dentro de ella.  

No se necesitan héroesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora