Capítulo 3

203 47 9
                                    



—¿Estás bien? —Dean le pasó un brazo por los hombros a Candance. La joven alzó la vista hacia el hombre—. ¿Te afectó esa mujer?

Candy volvió la mirada al corredor por donde se había marchado la médica. Poco le interesaba lo que esa mujer le dijera, solo el hecho de que hubiera conseguido mantener con vida a su padre. Eso era lo único que primaba en su corazón con respecto a la cirujana.

—No, Dean. Salvó a papá, es lo único importante.

Él suspiró y asintió.

—Candy, tengo que volver a la central...

—Llamaré al amigo de papá.

Suponía que debía llenar reportes, gran parte del trabajo de un policía era hacer papeleo. Su padre se quejaba de forma constante de esa actividad. Odiaba escribir con detalle lo que había ocurrido en un arresto o en un operativo.

Candy sonrió. Nunca hubiera pensado que daría lo que fuera por oírlo quejarse de nuevo.

—¿Segura?

—Sí —asintió con la cabeza para dar más énfasis a la afirmación—, además, él tendría que saber lo que le ocurrió. Vete sin cuidado.

—¿No quieres que te lleve a tu casa? Faltan horas hasta el horario de visita.

¡No! No se alejaría ni medio centímetro de su padre. Un dolor en el pecho se apoderó de ella. De tan solo pensar en que desaparecería de su vida, era como si fuera succionada por el océano entero.

—Voy a esperar aquí.

—Está bien, pero cualquier cambio, me llamas.

Ella asintió en silencio y él se despidió con un beso en la mejilla.

Ya no hacía falta que se hiciera la valiente. En ese instante, al quedarse sola, podía darse el lujo de sentir terror, crudo y lacerante.

Con mano temblorosa, Candance sacó el móvil de la mochila, aún llevaba puesto el uniforme de la escuela, y buscó un contacto en particular. Presionó sobre el nombre que aparecía en la pantalla.

—Hola, tío Nino. Papá se encuentra en el hospital. Sé que quizás estás ocupado, pero —un sollozó le ahogó las palabras— te necesito aquí.



Giovanna había chequeado el estado del paciente y permanecía estable. Aún no fuera de peligro, pero lo estaría en unos días si todo evolucionaba como se esperaba. Evitó subir la vista hasta el rostro, no se daría por enterada de quién se trataba. No pronunciaba su nombre, tan solo era «el paciente de la cama veintiuno».

Una hora más tarde, abrió la puerta del apartamento ubicado en Bajo Manhattan. Sin encender la luz, arrojó la mochila sobre el sofá en tono blanco tiza, se deshizo de las zapatillas y, descalza, caminó hacia la cocina. Estiró el cuello tieso de un lado al otro, lo que hizo que emitiera un sonido sordo cada vez. Abrió el refrigerador y sacó una jarra rellena con agua, la que vertió en uno de los vasos que agarró de la alacena.

Dejó el vaso llenó sobre la encimera y de uno de los estantes tomó un pequeño pote blanco. Le quitó la tapa y lo volteó para que una píldora se le deslizara hasta la palma. Se arrojó la pastilla dentro de la boca y se bebió todo el líquido de un solo trago.

Desde los dieciséis tomaba comprimidos para conciliar el sueño, tarea imposible sin estar medicada. Se dirigió hacia la habitación mientras abandonaba las prendas que vestía sobre el suelo a su paso. Primero fue la chaqueta, luego la parte superior del ambo, y, por último, se deshizo de los pantalones. Se sacó la banda que le mantenía el cabello atado en un improvisado rodete y el cabello castaño le cayó sobre los hombros.

La única luminosidad que daba un poco de claridad a la estancia era la que provenía de las ventanas con las cortinas descorridas. Se pasaba casi el día entero en el hospital, por lo que poco restaba en el apartamento. Tan solo lo utilizaba para dormir y, a veces, ni siquiera para ello, dado que tendía a pasar las noches en el trabajo. Lo que fuera para mantenerse ocupada y acallar la mente.

Se arrojó sobre el lecho, boca abajo, sin siquiera taparse con las sábanas y el edredón que estaban arremolinados contra el piecero. Anna no era de las que le dedicara tiempo a arreglar las ropas de cama, poco le importaba. Cerró los ojos y rogó que el sueño la reclamara pronto, cuando no lo hacía, los pensamientos desvariaban y, a veces, la conducían a sitios a los que no quería regresar.

Los parpados temblaron hasta que se aquietaron y permanecieron bajos. Solo que una vez que conseguía dormirse, no terminaba allí. Lo que iniciaba como un estado onírico apacible, pronto mudaba a una escena más oscura y escabrosa.

Las imágenes se repetían una y otra vez. Las vivía una y otra vez. Manos la tocaban, cientos no, miles, por todas partes, en las piernas, caderas, estómago, pechos, brazos. Dedos se metían en cada recoveco y la tenebrosidad la reclamaba. Esa negrura solo la sepultaba en un abismo aún peor, ya no eran manos, sino alguien que se movía sobre ella, entraba y salía, le jadeaba junto a los oídos, el aliento la asqueaba y el sudor ajeno que la bañaba la descomponía. El sujeto desaparecía para ser reemplazado por otro en un círculo sin final de horror.

Ella luchaba con fuerza, pero cada miembro estaba cautivo, el movimiento le cercenaba las muñecas y tobillos, pero el dolor era tal en el alma que no le cabía ningún otro, ni siquiera la amilanaba la sangre que brotaba por las heridas ni el ardor que la carcomía. Gritaba y gritaba.

Hasta que caía en una especie de atontamiento, como si le hubieran inyectado anestesia y cada estímulo proviniera desde lejos, muy lejos. Una voz. «¡No!», se reveló su mente. Una voz la traía de nuevo al horror. Anna luchaba contra aquellas palabras tiernas y murmuradas, se aferraba con uñas y dientes a ese espacio como si estuviera dentro de una piscina, sumergida. Ahogada y ya muerta. ¡No quería revivir!

Gruñó y gruñó en el sueño y en la vida real. Fueron tantos los gruñidos y cada vez a más alto volumen que se rebeló con el cuerpo por completo ante lo que le sucedía en la ensoñación y se sacudió hasta que los ojos se le abrieron de par en par.

La respiración era agitada. Se ahogaba, como si en realidad hubiera estado bajo el agua y recién, en ese instante, el aire le entrara. El pecho se le infló y tosió, no obstante, ningún líquido le salió entre los labios. Exhaló e inspiró con fuerza. Estaba viva otra vez.

Restó, inmóvil, con los ojos abiertos y fijos en el cielo raso. Las manos a cada costado de su rostro y las piernas estiradas y apartadas como si continuara cautiva.

Y así permaneció hasta que el sol despuntó y la alarma del móvil sonó. Otro día más al que hacer frente.  

No se necesitan héroesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora