EL TIEMPO. Naya.

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Cumplí trece años.

Pasó un año y cumplí los catorce.

Y siguió pasando el tiempo.

Yo ya era un hombre de cuerpo flexible, músculos abiertos, mente despierta. Un hombre que transitaba por el olvido, pero que esperaba. El niño había muerto. Se quedó en el agujero en el que me enterraron. El hombre crecía, pero ya tenía consciencia de que era lo que era.

Así me sentía.

Nadie cobró su salario, y si alguien lo hizo no se lo dijo a los demás. Siempre era lo mismo: el precio del cacao bajaba, bajaba, bajaba. Nos decían que Occidente explotaba a África. Los niños blancos, que al parecer no estaban enfermos sino que ése era el color de su piel, bebían cacao con el sudor de nuestra sangre y comían chocolate hecho con nuestra vida. Un cacao amargo. Eso era al menos lo que nos decía y repetía insistentemente Manu Sibango.

Llegaron nuevos trabajadores, varios de Malí, y uno de la tierra más próxima a la de Ieobá Bayabei y a la mía. No pudo contarnos nada. Era un simple niño como lo habíamos sido nosotros. Porque ahora éramos ya hombres. Lo peor de ser de Malí era que si alguna vez robaba algo, se nos acusaba directamente a nosotros y se nos interrogaba de la forma más dura.

Ieobá Bayabei estaba con Sibrai Buekeke.

Siempre juntos.

Compartían su existencia y se querían.

Allí nadie se metía con nadie. La vida nos estallaba en el cuerpo, pero no teníamo a quién amar. Las únicas mujeres no eran ajenas, vivían en los barracones más grandes, y estaban con los encargados.

Ellos sí eran duros, más que Manu Sibango.

Al comienzo, cuando yo llegué, había dos. En aquel momento eran ya cinco. El amo temía nuestro enfado, una rebelión que no llegó jamás.

Manu Sibango lloró la última vez que nos anunció que el cacao volvía a bajar y tampoco cobraríamos nuestros sueldos.

-¡Sois mis hijos! ¡Os daría mi sangre! ¡Pero no puedo daros un dinero que no tengo! ¡Lo que me pagan por el cacao es lo que gasto en vuestra comida y en mantener activos mis campos! ¡Hemos de seguir trabajando!

Fue extraño: me di cuenta de que me apreciaba.

A mí, al que había tenido que castigar dos veces, una con el látigo y otra con el enterramiento. A veces me hablaba, me decía que era uno de los mejores trabajadores, que un día sería encargado y tendría privilegios. Pero, a pesar de todo, jamás me pasó una mano por la cabeza. Jamás me sonrió. Jamás me demostró otra cosa que no fuera esa leve esperanza.

Tal vez apreciaba mi naturaleza, mi instinto.

Nunca lo supe.

Yo me sentía solo. Muy solo. Hablaba poco con Ieobá Bayabei. Y aún menos con Sibrai Buekeke. Cada cual luchaba por subsistir, y eso implicaba el egoísmo de dar la espalda a los demás en determinadas circunstancias. La comida era escasa, el descanso corto, las condiciones infrahumanas. Vi sufrir a uno de Togo las consecuencias del gusano de Guinea. Fue terrible. Las últimas semanas quedó paralizado mientras aquel monstruo buscaba su salida mordiéndole por dentro. Hasta hubo apuestas. El sexo, el ano... El gusano escogió el sexo. Un metro sin poder tocarlo, confiando en que lograra salir por completo. Entre diez lo sujetamos para mantenerlo quieto, hasta que se desmayó. El gusano acabó de salir, y entonces lo matamos, todos, con saña, pero sin tocarlo. Y el muchacho de Togo se salvó. Una semana despues volvió a estar en los campo, y a beber agua de la charca.

Me había vuelto taciturno. Casi al límite de la derrota.

Fue en aquellos días cuando apareció Naya.

La piel de la memoria.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora