EL CAMPO. Tiempo

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El tiempo transcurre de forma distinta en la juventud y en la vejez. Mayele Kunasse decía que los ancianos lo saborean porque se les escapa, y los jóvenes no lo valoran porque aún no han aprendido a medirlo. Yo aprendí que el tiempo también transcurre de forma distinta en cautividad y en libertad. El tiempo de libertad es ocioso y está encaminado al bien global de la familia y del pueble, pero sin medidas que lo coarten ni muros que lo dividan. El tiempo de cautiverio, en cambio, es la eternidad atrapada en cada segunda y en cada minuto, la necesidad imperativa de dárselo a tu amo, sin otro beneficio que el que él obtiene a costa de tu sangre y tu dolor, tu razón y tu vida. El tiempo de trabajo es amargo y el de noche efímero. El tiempo de un sonrisa mecida en la paz pasa como un soplo, mientras que el de tu odio se hace constante. Y ese odio e une a otro tiempo que carece de edad: el del miedo. Estás solo.

Estaba solo.

Aquellos primeros días pasaron entre sobresaltos y choques brutales con la realidad de cada momento.

Trabajábamos de sol a sol, todos los días, sin descanso. No había sábados ni domingos, ni jornadas de recuperación.

Pasábamos doce o catorce horas en los campos de cacao, comíamos en menos de treinta minutos y, a veces, preferíamos hacerlo en cinco y aprovechar el tiempo restante para dormir un poco. Regresábamos al anochecer, cenábamos y nos acostábamos. Algunos chicos hablaban de aquel prodigio que yo había visto en la ciudad, la televisión. Pero eso funcionaba con electricidad, y allí no había. Otros decían que en sus casas oían la radio, y que eso no necesitaba electricidad. Lo malo es que nadie tenía una radio, ni las pequeñas baterías que la hacían funcionar. Un muchacho habló del placer de la lectura, y dijo que lamentaba que allí no hubiese nada para leer, un periódico o un libro. Me contó que los signos que vi en las ciudades eran letras, y que con las letras se formaban palabras, y con las palabras frases. Cuanto decíamos podía escribirse.

Fue él quien trazó por primera vez mi nombre con su machete en la arena, una noche, después de la lluvia.

Kalil Mtube.

Como serpientes quietas en el barro.

Por la mañana, mi nombre seguía aún allí. Era la prueba de que estaba vivo. Mi huella. Por la noche, sin embargo, volvió a caer un fuerte aguacero y mi nombre se desvaneció como lagrimas en la lluvia. 

La comida era escasa. Arroz y ñame, arroz y ñame, arroz y ñame. Y para beber, la charca que compartíamos con los animales. Ieobá Bayabei intentó ser fuerte, pero muy pronto empezó a quebrarse como un tallo aplastado por una plaga implacable. Por fortuna, cuantas veces creí que no lo resistiría, y fueron muchas en los primeros días, me demostró hasta qué punto la naturaleza humana es capaz de sobreponerse a los infortunios mas angustiosos. Así, mi compañero en aquel viaje curtió su alma con las gotas de la experiencia cayendo lentamente, muy despacio, sobre su ánimo.

Sibrai Buekeke se hizo nuestro amigo.

A veces, no entendía por qué era tan feliz. A veces, no comprendía por qué siempre le ponía buena cara al mal tiempo. A veces, dudaba de su cordura, o de su sinceridad, o de ambas cosas a la vez.

Solía decir:

-Si algo es inevitable, no lo evites, síguelo. Y espera a que esa evitable sin bajar la guardia.

Todos los que estábamos allí vivíamos en las mismas condiciones y teníamos nuestra propia historia. Ninguno era mejor o peor. La unica diferencia era que, en mi casa, la necesidad de ser libre no menguó en uno solo de aquellos días. 

Se hizo más y más fuerte.

Seguía.

Pero esperaba <<lo evitable>>, sin bajar la guardia.

La piel de la memoria.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora