EL CAMPO. Rebeldía.

808 14 3
                                    

Aquella noche, cuando regresamos, Ieobá Bayabei dormía. Tenía un sucio vendaje cubriéndole el brazo y los primeros atisbos de fiebre inundaban su frente. No fue una buena noche, y yo estaba demasiado agotado, como siempre. Aquello era como un sello indeleble que llevábamos todos pegados a la piel. No pude hacerle compañía despierto. Dos veces abrí los ojos, sacudido por los gemidos de mi amigo. Dos veces comprobé que la fiebre aumentaba. Por la mañana ardía, pero el mismo Sibrai Buekeke recordó sus palabras del día anterior:

-Es mejor que venga con nosotros al campo. Por poco que haga,  será suficiente como para que el amo no lo castigue y considere que ha trabajado este día.

Ieobá Bayabei no se tenía en pie.

A pesar de ello, fuimos al campo.

Le sujetamos Sibrai Buekeke y yo. Le dimos ánimos. Le pusimos en la mejor zona, a la sombra, de tal forma que no necesitara sortearla o pelear por ella. Pero fue inútil. A las dos horas de estar allí, mi compañero se desplomó sobre el suelo sin la menor resistencia. Cuando le toqué la frente me abrasé.

-Voy a llevarlo al campamento.

Esta vez, ni siquiera Sibrai Muekeke se movió.

-¿Alguien viene?

-Lo hicimos por él, para que no perdiera su paga del día. Ahora es cosa suya -se justificó el muchacho que tenía más cerca.

El día anterior había podido llevar a Ieobá Bayabei caminando, uno al lado del otro. Hoy tenía que hacerlo cargando con él, casi desvanecido. Sentí deseos de llorar.

-¿Nadie va a ayudarme?

-No seas loco. Manu Sibango te castigará si vuelves a desafiarlo -Insistió Sibrai Buekeke.

Cogí a Ieobá Bayabei en brazos. Las piernas se me doblaban. Yo solo era un año mayor que él, y estaba tan delgado como cualquiera. Mi fuerza era la de un niño formándose. Todavía no estaba curtido por el trabajo en los campos. Di una docena de pasos antes de tropezar y car al suelo. Me levanté, y en esta ocasión cargué con él, sobre mi espalda. 

Llegué hasta la linde del bosque.

Cincuenta metros.

Y mis rodillas se doblaron.

Era un héroe sin fuerzas. Un amigo sin poder.

-¡Sois unos cobardes! -grité a los demás desde allí-. ¡Dejaríais que se muriese sólo por no airar a Manu Sibango! Y vuestro sueldo... ¡Nunca vais a cobrar nada, y lo sabéis! ¡Nunca! ¡No sois más que esclavos!

No se movieron.

Arrastré a Ieobá Bayabei bajo un árbol y volví a mi trabajo. Por la noche, lo llevamos al barracón; estaba ardiendo de fiebre y temblando 

La piel de la memoria.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora