LA ESCLAVITUD. Lluvia.

2.3K 28 8
                                    

Aquella noche dormimos de nuevo encadenados.

Ieobá y yo nos miramos desalentados y silenciosos; Zippo seguía muy enfadado. Había pagado por dos niños que no había podido vender. Temíamos preguntarle por nosotros; no era bueno dirigirla la palabra sin más, aún que, por alguna extraña razón, era como si supiéramos que ya teníamos un destino, que éramos distinta mercancía con relación a los tres pequeños con los que compartíamos parte del viaje. En ningún momento trató de vendernos, y eso significaba algo. 

No nos equivocábamos.

Estábamos llegando a nuestro destino.

El final del viaje. 

De séguéla a Vavoua, por la carretera principal, abandonados completamente la sabana por la que habíamos viajado desde nuestra entrada en Costa de Marfil. La tierra, al poco de dejar atrás Séguéla, se convirtió en un bosque umbrío y espeso, a veces selvática por su abigarrada vegetación. En plena Vavoua nos desviamos hacia el oeste apenas cinco kilómetros. Finalmente, y por una pista forestal casi impracticable, volvíamos a bajar hacia el sur en dirección Dédiafla. El siguiente pueblo era Kétro, pero ya no llegamos a él. En alguna parte entre estos dos puntos, el todoterreno se apartó de la senda y comenzamos a transitar por aquel mundo, que iba a ser mi mundo en los siguientes meses y años. Zippo tenía prisa, pero no contó con los elementos. Había llovido regularmente en el norte. Estábamos en la época de lluvias que en esa zona de Costa de Marfil va de junio a septiembre. Sin embargo, al oeste del país lo hacía más entre marzo y octubre. Así que nos cayó una gran tormenta aquella tarde y eso convirtió el camino en un bizarral por completo impracticable. La cortina de agua era tan fuerte que Zippo no tuvo más remedio que detenerse, so pena de quedar atrapados en alguna parte. 

No nos encadenó.  Ya no. 

-Hay animales salvajes, y estáis lejos de cualquier pueblo, ¿de acuerdo? Mañana llegareis a casa.

La palabra <casa> se nos antojó extraña. 

Ieobá debió recordar a su madre, y a su padre, y a... Yo pensé en mis hermanos y hermanas. En mi padre ya no. De alguna forma comenzaba a odiarlo. 

Nos sumimos en uno de nuestros grandes silencios, roto solo por miradas rápidas y furtivas. 

Por primera y única vez, dormimos los tres en el interior del todoterreno esa noche. No supe si era a causa de los animales de que había hablado Zippo, o si era por la lluvia que, desde luego, fue torrencial, incesante. Dentro sonaba como si millones de insectos nos bombardeaban tratando de entrar. Zippo roncaba. Habríamos podido, incluso, matarle. 

Aún así nos dormíamos, y al amanecer el silencio era tan impresionante como la tormenta. Brillaba el sol.

La piel de la memoria.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora