EL CAMPO. Huida

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Escapé tres días después del anuncio.

Aquella era un noche clara.

Terminó la jornada laboral, regresamos al campamento, tomé mi cena y me acosté. Cuando el resto ya dormía tan agotados como cada noche, me levanté y salí fuera. Durante todo el día había estado reservando fuerzas. Aún así el cansacio se pegaba a nuestros músculos igual que el sudor a la piel. No importaba que fuésemos muchachos muy jóvenes. Las condiciones de las plantaciones de cacao son infrahumanas. Mi única resistencia en aquellos momentos era la de saber que iba a necesitar de toda mi energía y mi capacidad para huir.

Recordaba el viaje de ida. La carretera, la posición del sol, el tiempo que tardamos en llegar al campamento de Manu Sibango. Eran muchos kilómetros de selva, pero estaba decidido a arriesgarme. No tenía nada que perder. Si me quedaba allí me mataría el amo, o el gusano de Guinea -con el que empezaba a soñar cada noche-, o una serpiente, o cualquier otra fatalidad. Si conseguía llegar a un puebo o una ciudad, o simplemente a una carretera, tendría una oportunidad. Me daba igual no tener documentación o no entender determinada lengua. Me daba igual todo lo que no fuera escapar de aquel infierno.

Sólo había dos formas de salir de allí: con los pies por delante o caminando. Y no pensaba morir. Quedaba la otra opción.

La salida más razonable era seguir la senda por la que llegaban los vehículos al campo y por la que se llevaban el cacao. Pero serpenteaba a través de la masa boscosa dando muchas vueltas, y estaba embarrada, con lo cual mis huellas iban a quedar allí impresas mostrando mi paso indeleble.

Me interné por la selva y me guié por las estrellas. Mi única duda consistió en determinar si era mejor correr con los pies descalzos a la mayor velocidad posible, o hacerlo con los zapatos para evitar una picadura venenosa. Opté por lo primero, asumiendo el riesgo. Las serpientes no oyen, son sordas, es inútil gritar o hacer ruido; pero al pisar fuerte el terreno vibra y eso sí las espanta. Salvo que tuviera la mala suerte de pisar una, no me atacarían. Lo importante era llegar lo más lejos mejor, para que la motocicleta de Manu Sibango no me diera alcance. Así fue como me eché a correr.

Disponía de unas pocas horas, hasta el amanecer.

Entonces se dispararía la alarma.

Pasé mucho miedo aquella noche. Me caí una docena de veces, me lastimé, me asusté muchas más por los gritos de los animales y por los silencios inesperados. En mi aldea no había aquella abigarrada densidad arbórea. Mi aldea era un desierto. Mi mundo no era el de la selva, así que todo me producía inquietud y miedo. Aún hoy me pregunto qué me impulsó a huir del campamento y los campos de cacao. Aún hoy me asombra mi capacidad de sufrimiento, pero más mi arrojo. Creo que fue la desesperación. Sé que el miedo es un émbolo mayor aún que la valentía. El miedo te oblia a actuar a la desesperada.

Aunque, de hecho, miedo y valor, sean la misma cosa. Las dos caras de una misma moneda.

Al amanecer bebí de una charca, olvidé el hambre, me sentí libre.

Estaba lejos.

Había recorrido una gran distancia.

Sí, seguro.

Me senté en un claro para descansar, para reposar tan sólo un momento. Y se me cerraron los ojos.

No pude evitarlo. Se me cerraron. Ni me di cuenta.

Soñé con Kebila Yasee, mi madre, en libertad.

Nunca había soñado con ella desde el día en que fui vendido.

Fue dulce.

Un hermoso sueño en el que ella, viva, me hablaba de los días en que fuímos más grandes, y más poderosos, y la tierra daba riquezas, y los hombres construían el futuro con sus manos y su esperanza.

Me despertó el rugido de la motocicleta de Manu Sibango.

Abrí los ojos de golpe, miré al cielo, al arco descrito por el sol en las horas que había dormido, y escuché el silbato, igual que un rayo agudo en la espesura.

Ya no corrí.

No fue necesario.

La piel de la memoria.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora