EL CAMPO. Relación.

842 11 0
                                    

Por la noche, cuando regresaron los trabajadores de los campos, Sibrai Buekeke fue el primero en entrar por la puerta del barracón. Se le veía agitado, así que deduje que había hecho el camino corriendo pese al cansancio. Correr allí era una estupidez. Nadie lo hacía. Se arrodilló a mi lado sin hacer caso de Ieobá Bayabei y me puso una mano en la frene para comprobar mi temperatura. Sonrió con todos sus dientes hacia fuera. 

-Estás mejor -dijo-. Mañana podrás trabajar.

-Me duele la espalda.

-El trabajo te sentará bien. Y será mejor que no irrites más  Manu Sibango. Te he traído una cosa.

En su mano apareció un fruto, una pequeña y jugosa bola de color naranja. Él mismo la abrió para ponérmela en los labios. Estaba deliciosa.

-Gracias.

-Deja que te vea la espalda.

Me tendí boca abajo. Había estado así casi todo el día, o de lado. Era incapaz de ponerme boca arriba. De nuevo las manos de SSibrai Buekeke recorrieron los ríos rojizos de mis heridas unos instantes. Luego fue a por agua y las limpió. Yo no tenía vendas. Manu Sibango no había creído oportuno dármelas. Mi compañero estuvo varios minutos curándome, hasta que sentí lo mismo que la noche anterior. 

Ya no eran manos sanando, eran manos acariciando.

Mis hombros, mis costados, la parte superior de mis nalgas...

No supe qué hacer. Me quedé quieto. Sibrai Buekeke era el único que me atendía. Sin embargo, aquello era distinto. Lo conocía, no por experiencia propia, sino por dichos y comentarios en mi pueblo. A Manpi Youssounabe le habían expulsado por algo así.

Y entonces sentí aquel beso. 

Loa labios de Sibrai Buekeke al final de mi espalda, donde nade el desfiladero que divide en dos la parte inferior del cuerpo.

Me giré de pronto, tan asustado como furioso, y le di un manotazo.

Cayó sobre su trasero, cogido de improvisto.

Nos miramos.

-¿Qué te pasa? -queso saber.

-Nada.

-Entonces déjame...

-No.

-¿Por qué?

-No quiero que vuelvas a tocarme.

En sus ojos vi ternura.

-Necesitas un amigo -me dijo.

-No, no esa clase de amigo.

-Déjame estar contigo.

-¡No!

-Morirás si estás solo.

-Yo no moriré -apreté los dientes.

Hubo más ternura en sus ojos. Pero le bastó con ver los míos para saber que hablaba en serio. Sibrai Buekeke se puso en pie.

Dio media vuelta y ya no se acercó a mí.

La piel de la memoria.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora