EL TIEMPO. Mujer.

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Naya era mayor que yo, pero no demasiado. Su piel era negra y lustrosa, su cabello ensortijado y compacto, sus ojos vivos, sus labios enormes y risueños, y sus dientes blancos y muy grandes. Iba siempre descalza y dejaba en la tierra una marca muy bella, con los dedos abiertos igual que una mano extendida. Llevaba un vestido de color azul con puntillas blancas. Siempre el mismo. No tenía otro. Cuando lo lavaba por la noche  lo colgaba de los tendederos y yo lo veía ondear como una bandera. Entonces sabía que ella estaba desnuda y eso me producía una dulce tortura, cambios en el cuerpo, ardores sin fiebre. Yo había visto desnudas a mis hermanas pequeñas, sin que nada de todo aquello me sucediese. Pero con Naya fue distinto. Desde el primer día que la vi supe que nada iba a ser lo mismo. Fue una aparición, una imagen venida de los cielos del amor.

Naya servía en la cocina. Una de las mujeres se había muerto y otra se había marchado. No supe de dónde venía. No supe apenas nada de ella, porque no hablaba dioula ni francés. Durante días, después de verla por primera vez, quedé tan conmocionado que no supe qué hacer. Después, rondé una y otra vez las cocinas, las casas de Manu Sibango y la de los encargados, que no eran sino chozas y barracones como los nuestros. Todo mi mundo cambio desde ese instante. Quería contemplarla, me levantaba el primero para ver si se asomaba por una ventana o iba a por agua a la charca. Trabajaba con la mente puesta en su imagen, lo cual me costó un pequeño corte, una mañana, que a punto estuvo de ser mucho más grave y hacerme perder un dedo. Y al anochecer, corría para llegar el primero y pedía a mis dioses buenos y protectores la dicha de verla pasar, o más aún: tenerla cerca.

Un día estuve tan, tan próximo, que con haber extendido la mano podría haberla tocado.

Olía de una manera tan especial, como jamás había olido a nadie: a comida y a mujer. Mi primera mujer.

Ese día me miró. Ya me había visto. Ya me había sonreído una vez. Ya me había reconocido. Pero ese día me miró, cara a cara. No sé cómo sería la mía, pero lo cierto es que se echó a reir y me quedé desconcertado. Luego bajó la cabeza avergonzada e hizo ademán de marcharse corriendo.

-Kalil Mtube -le dije tocándome el pecho.

-Naya -respondió ella tocándose el suyo.

-Anikye.*

Frució el ceño al no comprenderme, pero ya no hubo más.

La vi alejarse corriendo y quedé aún más conmocionado. Su voz era dulce. Su pecho era hermoso. Sus manos las imaginé en mi cuerpo.

Aquella noche el vestido de Naya colgaba muy quieto del tendedero. Nada se movía, todo estaba en reposo. La vida estaba detenida en un momento de calma y eso significaba que la tormenta sería copiosa. Salí de mi barracón, crucé el campamento y me acerqué al vestido. Su azul, una vez limpio aunque sólo fuese con agua, era como el del cielo por la tarde. Me paré frente a su geografía y la recorrí de norte a sur y de este a oeste. La parte de arriba, que aprisionaba el pecho de la mcuchacha. La central superior, que enbarcaba su cintura. La central inferior, que acariciaba su sexo. La inferior, por la que asomaban sus piernas duras y fuertes. Un mundo. Un universo.

Extendí mi mano, lo toqué, me impregné de ese contacto.

Y después hundí mi nariz en él.

Debí pasar, allí, unos minutos que fueron los más dulces de toda mi entencia en el campamento hasta ese instante. Me aparté de pronto al escuchar un ruido, temeroso de que fuese ella y me sorprendiese. Fue una falsa alarma, pero ya me había alejado unos metros y no volví a intentarlo. Regresaba a mi barracón cuando oí una voz.

-Es del encargado Abdji Zedoua.

Primero me asusté, porque iba envuelto em mis pensamentos y lleno de Naya. Después reconocí a uno de mis compañeros de Malí. Lo vi sentado en el suelo, oculto por las sombras. Y supe que me había estado observando.

Así que me sentí triacionado.

Pero más me dolió su comentario.

-Ella no es de nadie -la defendí.

-Eres un tonto -el chico se encogió de hombros-. Casi cada noche gime y grita con él. Yo les oigo desde mi cabaña.

-Mientes.

-No, no miento.

Seguí camiando en dirección a mi barracón, sin volver la vista atrás, sin querer discutir con mi espía. A veces, en los campos, los muchachos hablaban de los gritos y los gemidos. En los barracones sólo se oían respiraciones profunfas y ronquidos. Todos afirmaban que los gritos y gemidos eran de las mujeres.

Esa noche lloré.

Pero Naya continuó siendo mi nueva vida y mi obsesión.

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*Gracias.

La piel de la memoria.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora