LA ESCLAVITUD. Trabajo.

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A la salida del sol, Manu Sibango se presentó en la puerta del barracón con la misma indumentaria del día anterior. La misma con la que le veríamos casi todos los días, como si no tuviera otra, o como si tuviese dos o tres pantalones y chaquetas todos iguales. Nunca le vi sin su látigo y sin su silbato. Más tarde descubriría, también, que llevaba un cuchillo de mango de marfil oculto en la parte de atrás del pantalón. y, en ocasiones, muy de tarde en tarde, que sostenía un rifle en las manos. 

A mi y a Ieobá Bayabei nos hizo subir a un todo terreno de la marca land rover. Me fijé, como me había fijado en el vehículo de Zippo. Nos dijo que sólo lo haría esta vez, para guiarnos e instruirnos, aunque el campo en el que íbamos a trabajar estaba muy cerca de los barracones y el campamento principal. No me preguntó si me dolía la espalda. No hablamos de lo sucedido en la tarde anterior. Pero sí sé que me miró largamente, tratando de saber si yo iba a darle quebraderos de cabeza o no. Intenté no crear problemas, de momento. Ganarme su confianza. Así que mi actitud fue en todo momento de sumisión máxima. Incluso le hice preguntas acerca del trabajo. 

-No quieras saberlo todo el primer día -me espetó.

Ieobá Bayabei se mostró más tímido y cortado. Realmente, él creyó todas las palabras que Manu Sibango pronunció el día anterior. Creyó que trabajaba a cambio de una paga, que una vez devuelta la comisión del intermediario seriamos libres, que aquello era un tránsito hacia una vida mejor -igual que la muerte es el campo al paraíso-. No intenté disuadirlo más. Envidiaba su inocencia. 

Porque yo no creía en nada.

Ya no.

Tenía suficiente.

Sibrai Buekeke llevaba cuatro años allí y me había dicho que no había recibido todavía ni un sólo dolar. La cosecha siempre era insuficiente. El precio bajaba. Manu Sibango era un explotador, aunque las cosas no parecieran irle, lo que se dice, sobre ruedas. Su aspecto era tan miserable como el nuestro.

La única diferencia era que llevaba el látigo.

-Tendréis vuestro machete. Cuidadlo -Nos dijo-. Es vuestra herramienta de trabajo. Si lo perdéis o lo rompéis, os lo descontare de vuestro sueldo. Si alguna vez aparece alguien inesperadamente y os pregunta quienes sois y de donde venís, tenéis que decirle que sois de aquí, de Costa de Marfil, que vuestras familias viven lejos y que habéis perdidos los papeles. Si contáis que sois de malí os detendrán, y sera peor para vosotros, porque os encerraran por ilegales. A mi no me harán nada. Será vuestro problema.

No fue demasiado. El trayecto tampoco resulto largo. Nos hizo bajar en la linde de un campo. Allí, y no creo que fuese casual, estaba Sibrai Buekeke y los restantes elementos de nuestro barracón. Debía de ser el mayor, o el jefe, porque Manu Sibango se dirigió hacia a él:

-Diles cómo usar el machete, cómo coger las piñas del árbol y cómo abrirlas, cómo hacerlo todo correctamente. Y que aprendan pronto o te castigaré a ti.

Nos dio un machete a cada uno, se subió a su coche, y regresó al campamento. 

Recuerdo que aquel día, después de que Sibrai Buekeke nos enseñara en que consistía nuestro trabajo, agarré el machete y sentí mucha rabia, mucho odio, una enorme desesperación interior. 

El primer golpe que aseste se lo di mentalmente a Manu Sibango. El segundo a Zippo. El tercero a mi padre.

La piel de la memoria.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora