Gigante blanco de franjas negras

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Aún recuerdo el sonido del mar al golpear las rocas y la manera como desde lo alto, mi cabello se movía al compás del viento y me sentía en la cima del mundo. Fue en verano cuando mi padre me llevó a conocer a aquel gigante blanco de franjas negras que se alzaba sobre la tierra y que entre susurros hipnóticos, que creí que solo escuchaban los torreros, me invitaba a subirlo. Escaleras en espiral nos dieron la bienvenida y al acercarnos a la garita, fue cuando entre pequeños saltos de victoria, aceleré el paso y me embargó una profunda sensación de melancolía, que lejos de oponerse a la sonrisa que se había dibujado en mi rostro, la dotaba de la belleza propia de los momentos que no merecen ser olvidados. Desde las alturas, donde el silencio se codeaba con calma, pude apreciar los barcos que se encontraban en el puerto y la ciudad parecía convertirse en el escenario ideal para una novela, donde el Faro de Quequén fuera el protagonista, fue entonces cuando juré que un día no muy lejano regresaría y cruzaría de nuevo sus paredes cargadas ahora de cien años de historia.

Entre puntos y comasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora