El fisioterapeuta

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Llegó el lunes y por fin pude ir a mi fisio habitual para que me diera un viaje en el maldito pie que había provocado que en muchos años de trabajo estuviera de baja por primera vez. Me pedí un taxi para poder llegar pues si tenía que ir a pie no llegaría ni en cuatro horas. Andar con una muleta era de lo más engorroso que había vivido nunca. ¿Cómo podía la gente hacerse a caminar con eso? El taxista me ayudó a bajar y caminé cojeando provocándome por cierto unas agujetas tremendas en la otra pierna. Llamé al timbre y me abrieron con rapidez. Al llegar me senté en uno de los sillones y cuando me puse a respirar tras el ahogamiento del esfuerzo realizado un chico que no conocía de nada apareció.

—¿Silvia?

—Sí... —era rubio con ojos azules y musculado pues la camisa de trabajo blanca era casi transparente.

—Pasa a la sala cuatro. Enseguida estoy contigo —llegó hasta el escritorio donde tenía el ordenador y de la sala que me nombró salió una chica delgada con una coleta a la que iba a cobrar tras la sesión de fisioterapia. Me puse en pie sudando y anduve con dignidad hasta la citada sala donde me senté en la camilla.

Respiré recobrando al fin el aire y me quité el calzado que llevaba en el pie sano mientras esperaba al nuevo fisioterapeuta. Echaría en falta a mi terapeuta habitual pero al menos el chaval era guapo. Seguro que era un ligón como Enzo. Maldita sea, volvía a pensar en el camarero que de pronto había sido todo lo simpático que no me esperaba para dejarme caer que era mejor no vernos como si lleváramos meses saliendo. Seguía sin comprender nada.

—Hola, Silvia. Soy Raúl, encantado de conocerte —me tendió la mano tras echarse gel en las manos y yo respondí que estaba igual de encantada de conocerlo.

—Lo mismo digo. No te había visto nunca antes por aquí.

—Llevo apenas dos semanas. Cuéntame qué te sucede —tuvo el valor de decirme y yo miré a mi pie vendado que dejaba bastante claro lo que me sucedía.

—Pues ya ves... un esguince, y me preguntaba si podíais hacer algo para que la recuperación fuera más rápida —él se quedó pensativo frunciendo los labios.

—¿Has traído alguna radiografía? —negué con la cabeza y le expliqué la manera en que había ocurrido todo —. Bien, pues echemos un vistazo.

En cuanto posó sus manos sobre mi pie vi las estrellas, meteoritos y la galaxia al completo acompañado de chillidos. Me tapé la boca pero no por ello el chico dejó de hacer su trabajo. Me trató durante media hora en completo silencio, me puso calor y me puso una tira de esas que ayudan al músculo y que son de colores.

—Pues esto ya está. Vete observando estos días y si sigues con molestias vuelves a llamarnos aunque...

—¿Aunque? —le pregunté al ver que no seguía hablando.

—El esguince o cualquier tipo de lesión muscular que te puedas hacer puede deberse al sobrepeso que tienes —y se quedó tan tranquilo tras llamarme gorda.

—¿Disculpa?

—Es importante comer sano y hacer deporte para no tener ese sobrepeso tuyo, y no me refiero ya solo a que pueda afectarte a la hora de lesionarte sino que no creo que consigas muchas citas con ese aspecto—me señaló con descaro mientras quitaba la sábana sobre la que me había sentado y la echó a un cesto poniendo una nueva en su lugar.

—Creo que te estás pasando, no sabes si mi sobrepeso se debe a algún problema de salud y aunque no lo fuera... ¿Cómo te atreves a hablarme así sin apenas conocerme? Qué falta de respeto tan grande.

—En ningún momento te he faltado al respeto, solo he hablado sobre una realidad. No hay más que verte y eso provoca lesiones. ¿Tienes pareja? Por otro lado es importante que las mujeres os vistáis acorde a cómo sois y seáis atractivas para los hombres —tragándome las lágrimas salí de la sala y le dejé el dinero en el escritorio para irme todo lo rápido que el esguince me permitiera. Hacía tiempo que no me sentía tan humillada. Me senté en un banco con el nudo en la garganta mirando al suelo rojizo cubierto de hojas.

No sabía por qué la gente se sentía en la necesidad de decirte si estabas gorda o ciega, y cómo se atrevían a hablar así de ti incluso decirte que podías tener lesiones musculares por el sobrepeso o que si seguías así no tendrías pareja. ¡El colmo! Por un momento tuve una regresión a mi adolescencia donde cada palabra de la gente a tu alrededor, esos que crees amigos o compañeros que tienen algo que decir sobre ti consideras que es la verdad. Volví a tener miedo, ese que es tan libre y viaja sin mucho equipaje. Escuché de nuevo los insultos, la rabia escupida y el dolor quemándome el pecho, ardiendo las lágrimas en mi cara... Afortunadamente aquella etapa pude superarla y no creí más en todo aquello que me decían. Llevaba muchos años queriéndome lo que no quitaba para que de vez en cuando cuando te atacaban así regresaras a aquel infierno y sintieras el dolor volver de nuevo. Suspiré y me dije aquella frase de Oscar Wilde que me repetía sin cesar desde el día en que decidí quererme y cuidarme. Esa misma que me tatué en el antebrazo. «Quererse a uno mismo es el principio de un romance para toda la vida».

Un otoño para SilviaWhere stories live. Discover now