Capítulo 1

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Las leyendas que Mei oía de su madre casi siempre trataban de zorros. Eso sí, no de cualquier tipo de zorro: de demonios devoradores de hombres. Estos a veces eran astutos y capaces de engañar a todos adoptando la forma de hermosas mujeres que seducían a hombres y niños por igual para luego devorarlos en el momento menos esperado. Otras, simplemente rondaban por los cementerios en busca de cadáveres frescos a los cuales robar el hígado, fuente para ellos de la inmortalidad. Sin embargo, había algo que no variaba nunca en aquellas historias: el deseo de los zorros de hacerse humanos.

Mei no lo entendía, pero parecía haber algo en la mortalidad y fragilidad de un cuerpo humano que los atraía sin remedio, hasta el punto que con tal de abandonar su demoníaca naturaleza eran capaces de ayunar durante mil días, y aceptar ser el sirviente incondicional de una persona durante el mismo período, obedeciendo hasta su más insignificante deseo.

Sin embargo, ella nunca había visto a uno de esos fantásticos animales en todos sus doce años de vida. Lo cual no dejaba de ser frustrante pues desde que tuviera edad suficiente para realmente comprender las leyendas de su madre, había hecho de todo por encontrarlos. 

Si alguien le preguntase, ella jamás sabría decir con exactitud a qué se debía aquella obsesión... Tal vez fuese por el hecho de que, si bien su progenitora le había llenado la cabeza de historias sobre ellos, también le había advertido en su contra y para nadie es un secreto el atractivo que pueden llegar a tener las cosas prohibidas... O tal vez no fuese eso y su extraña fascinación tuviese el mismo origen misterioso que el inexplicable deseo de los zorros de ser humanos.

Por la razón que fuese, con cada año que pasaba sin toparse con alguno de esos demonios, Mei se sentía más y más ansiosa, como si cientos de hormigas invisibles le picasen constantemente los pies demandándole movimiento, acciones concretas en pos de su objetivo. Ya no tenía suficiente con dar largos paseos en solitario con los binoculares colgando del cuello y oteando el horizonte a cada rato. Ya no eran suficientes las idas a los bosques ni las excursiones pala en mano para excavar en cualquier agujero que medio le pareciese una madriguera. Sentía, y cada vez estaba más segura de que no se trataba de su imaginación, una especie de cuerda invisible que envolvía su cuerpo y tiraba de ella constantemente hacia donde la esperaba un poder desconocido, ancestral...

—¿Pero qué dices, niña? —soltó su madre cuando finalmente no aguantó más y le contó lo que sentía, un mediodía mientras fregaban los platos sucios del almuerzo—. ¡Por supuesto que no hay nadie tirando de ti con una cuerda ni llamándote! ¿De dónde sacas esas cosas?

—¿Pero y si...?

—¿Y si son los demonios zorros? —completó su madre la oración por ella—. Eso es lo que ibas a decir, ¿verdad? Creí que ya habías entendido que solo son leyendas.

—Las leyendas siempre tienen algo de verdad en ellas, tú misma me lo has dicho.

—No uses mis palabras en mi contra. Sí, hay una pizca de verdad en cada historia que te he hecho, pero eso no significa que un zorro mágico parlante en ayuno vaya a aparecer de la nada. Las leyendas son metáforas... Metáforas que a veces creo que nunca debí contarte —suspiró por lo bajo.

—No creo que solo sean metáforas —se empecinó Mei, colocando el último plato en su lugar y secándose las manos en el delantal—. Sé que hay algo más por ahí. Puedo sentir que lo hay y te lo voy a demostrar.

—Pues no me lo demostrarás aquí porque nos vamos en tres días —apenas lo dijo, su madre se cubrió la boca con la mano, arrepentida.

—¿Qué? —no podía estar hablando en serio; nada más llevaban un mes y medio en el pueblo—. ¿Por qué? ¿Cuándo pensabas decírmelo?

—Más tarde, después de comer... —confesó ella, dejándose caer en una silla y pasándose una mano por el pelo negro—. No pretendía que te enteraras así, en serio. Quería que lo habláramos con calma.

—Pero... —Mei sentía el familiar nudo en la garganta formándose—. Me prometiste que ésta sería la última vez que nos mudábamos, que finalmente esta sería nuestra casa y... ¡Lo prometiste! —las lágrimas estallaron, haciéndola sentir de nuevo una niña pequeña—. ¡Te creí! ¡Hice amigos! ¡Yo te creí!

El llanto ahogó cualquier otra cosa que fuese a salir de su boca y Mei huyó de la cocina hacia su cuarto. Dejándose caer en la cama, enterró su rostro entre las sábanas, luchando en vano por no seguir llorando. No sabía por qué se había sorprendido tanto con aquella decisión; debería habérselo esperado después de años y años mudándose de un lugar a otro sin descanso. Pero no había querido darse cuenta. Eligió tontamente creer a su madre cuando soltó la vieja mentira de "Este será el definitivo". Había anhelado tanto tener por fin un lugar al que llamar hogar, que no dudó en confiar en esas cuatro palabras de nuevo, aun después de haber sido defraudada tantas veces antes. Ilusionada, se permitió hacer amigos que ya no iba a conservar, que ahora solo servirían para engrosar aún más su colección de personas que no podía recordar sin sentir el dolor de la pérdida. Su madre la había dejado caer una vez más y en esta ocasión dolía el doble porque fue ella misma quien se permitió volar tan alto.

La caza del zorroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora