Epílogo

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En las montañas era raro que ocurriesen incendios cuando llegaba el invierno y la nieve lo cubría todo con su blanco manto. Y sin embargo, aquella noche lo hubo.

Fue pequeño. Los del pueblo lo describirían luego como una diminuta luz danzarina que alegró la noche del solsticio.

Algunos quisieron acercarse, envalentonados como estaban con el vino especiado de las fiestas, pero las montañas en esa época se volvían especialmente crueles y nadie que valorase su vida se atrevía a ir más allá del puente sobre el río congelado. Tuvieron que esperar hasta el deshielo para saber lo que había pasado realmente, y entonces quedaron horrorizados.

Había uno de ellos, leñador de renombre por su temible fuerza, que hacía unos meses se había marchado con su esposa y su hijita. Todos lo hacían viviendo al otro lado de las montañas, en un agradable valle donde se alzaba una pequeña ciudad, perfecta para que una niña como la suya creciera feliz, con más oportunidades.

Pero se equivocaban.

La mente de aquel leñador era débil, no hacía ningún honor a sus músculos. Un golpe en el trabajo hizo que comenzara a fragmentarse, teniendo ideas raras, como la de aislarse con su familia en el bosque de pinos que se alzaba en lo alto de las montañas. Allí, en la soledad del invierno, terminó de romperse.

Cuando llegó la primavera, los pueblerinos solo hallaron los huesos calcinados en medio del mar de cenizas. Había un hacha enterrada en el cráneo más pequeño.

Decidieron echarle tierra encima a todo, borrando cualquier huella, y a las pocas semanas se olvidaron del asunto.

Sin embargo, se equivocaban al creer que no quedaba ningún testigo de lo ocurrido.

El único testigo estuvo presente durante todo el caos y durmió arrullado por el fuego.

A la mañana siguiente de la desgracia, entre las cenizas todavía cálidas despertó una diminuta zorra blanca. Tenía dos colas y los ojos de un brillante azul claro, como los de aquella niña desdichada cuyo padre enloqueció.

Sus primeros pasos fueron torpes, pero pronto estuvo dando vueltas por el lugar, olisqueando y escarbando. Cualquiera que la hubiese visto, diría que buscaba algo, y así era.

En el aire flotaba una energía, una esencia, que la mantenía alerta, esperando algo. 

¿El qué?

No lo supo hasta que vio llegar por los aires, envuelta en las rosas y zarcillos de fuego que nacían de sus siete colas, a una magnífica zorra de pelaje rojo y dorado.

—¿Eres tú quien sabe lo que debo hacer ahora? —le preguntó la zorrita.

—No. Eso solo lo puedes decidir tú.

—Entonces, ¿qué haces aquí? Te escuché llamarme.

—Vengo a mostrarte tu nuevo mundo. Yo seré tu guía por un tiempo, hasta que elijas tu nuevo nombre y, con él, tu destino.

Y diciendo eso, se dio la vuelta, echando a andar lejos del lecho de cenizas. La zorrita tuvo que correr para alcanzarla.

—¿Cuándo será eso? ¿Cuándo elegiré mi nombre?

—Eso solo tú puedes saberlo.

—¿Y ya tú elegiste el tuyo?

La zorra volteó su hocico escarlata hacia ella y por un segundo su rostro pareció difuminarse, mostrando debajo el de una mujer humana que sonreía.

—Lo hice hace mucho tiempo. Mi nombre es Mei.

La caza del zorroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora