Capítulo 11

1.1K 171 21
                                    


Todo a su alrededor era pelaje. Pelaje sedoso y cálido que la invitaba a recostarse y dormir para siempre. 

Mei sentía los párpados muy pesados. No quería despegarlos ni moverse; aquel nido suave y con olor a primavera, a soles recién nacidos y mullidas nubes sonrosadas, le parecía el mejor lugar del universo, aquel donde quería pasar la eternidad, el hogar perfecto...

Un movimiento suave y ondulado, como las olas del mar, atrajo perezosamente su atención. El nido se movía, provocando reflejos de luz que rozaban sus párpados, invitándola a abrirlos. Una hermosa melodía, vagamente familiar, invadió poco a poco sus oídos. Sonaba como la vieja nana que su madre solía cantarle cuando era pequeña, pero ahora había algo distinto en ella. Algo casi imperceptible...

Palabras. Tardó en reconocerlas pero ahí estaban, semiescondidas bajo la música:

—Es la hora, dulce niña, de volver con tus hermanas.

La misma frase se repetía una y otra vez en suave letanía, llevando consigo el eco de algo que Mei no alcanzaba a reconocer, pero que la llenaba de nostalgia.

Extrañada, abrió los ojos y lo que vio la dejó sin aliento: nubes. Cientos y miles de ellas, empapadas de una amalgama de rosa, naranja y dorado, sus formas cambiando según los caprichos de la brisa. La rodeaban por completo, dejando apenas algunos resquicios por donde alcanzaba a verse el cielo teñido con los colores del amanecer.

Estaba volando. Miró hacia abajo, hacia su nido, y se encontró con que estaba montada a horcajadas sobre el zorro más grande que había visto jamás. Sus pies apenas alcanzaban a rozarle los costados y el pelaje escarlata casi la cubría por completo igual que un cálido manto. Sintió el movimiento regular de sus músculos debajo, operando igual que una máquina bien engrasada, llevándolos a ambos a través del cielo.

Frente a ellos las nubes se disiparon con un soplo de viento y Mei vio una estrella enorme brillando solitaria. No sabía si sería aquella tan famosa que marcaba el norte y servía de guía para los marinos, pero el zorro parecía volar directo hacia ella.

Miró hacia atrás y se encontró con el magnífico espectáculo que suponían las nueve colas lustrosas danzando entre sí con las nubes de fondo. A cada nuevo ondular, de las puntas doradas surgían mágicas llamas que se alzaban en el aire tomando formas caprichosas, a veces animalillos jugando, a veces personas que se daban la mano en muda danza, formando así una encantadora estela que Mei podría haberse quedado viendo para siempre.

En eso un nuevo movimiento devolvió su atención al frente y observó cómo el zorro alzaba la cabeza y la giraba de forma anormal hacia ella, fijando en su rostro unos ojos que parecían estar hechos de oro líquido.

—La hora se acerca, rosa de fuego —le dijo con voz humana, las puntas doradas de sus orejas aleteando levemente—. Solo tú puedes detenerla. ¿Qué decides hacer, pequeña rosa? ¿Florecerás o te marchitarás siendo apenas un capullo?

—Yo... —Todo se volvió oscuro de repente y Mei sintió que el cuerpo del zorro desaparecía de debajo suyo, precipitándola al vacío.

Despertó gritando, agarrando desesperadamente las sábanas en busca de algo, cualquier cosa, que la salvase de su imaginaria caída. Tardó todavía un rato en orientarse y cuando finalmente miró el reloj digital, descubrió que había dormido más de la cuenta; eran pasadas las nueve, aunque su cuarto en penumbras no lo demostrase. Seguramente ya su madre se había ido a trabajar y...

Todo pensamiento quedó opacado ante el recuerdo de su sueño. Solo podía haber una razón por la cual un demonio zorro estaría presente en él, y nada menos que hablándole: las pesadillas, sus visiones, eran un mensaje suyo. Un mensaje que nunca había estado tan claro como ahora.

La caza del zorroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora