Capítulo 2

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La mudanza fue rápida, tan rápido como cabía esperar de ellas, que habían hecho y deshecho tantas maletas en sus vidas, que ya lo habían convertido en un arte. Esta vez, a diferencia de las últimas, no se trasladaban a otro pueblo sino a una ciudad que, si bien era pequeña en comparación con otras, era la más grande que Mei había conocido hasta el momento.

—Es más pequeño que la casa, pero suficiente para nosotras. Ya verás cómo te acaba gustando —dijo su madre cuando el camión de la mudanza se hubo marchado y solo quedaron ellas en el apartamento lleno de cajas.

Mei se limitó a asentir con la cabeza y empezó a nadar entre el mar de cartón en busca de sus cosas. Desde que pasara la tarde del lunes llorando, su madre había estado haciendo el mismo tipo de comentarios a cada rato, como si intentase convencerse también a sí misma de que mudarse era lo correcto. Francamente, a Mei ya le daba igual si lo era o no; a estas alturas lo único que quería era que dejase de hablar del tema.

—No me has dicho cómo diste con este apartamento —dijo, no tanto porque le interesase saberlo, como por romper el silencio antes de que ella volviese a mencionar lo bueno que era mudarse.

Sin embargo, no dejaba de ser raro que hubiese encontrado aquel sitio tan bueno cuando la ciudad estaba realmente lejos de todos los lugares donde habían vivido hasta el momento y, que ella supiera, no tenían conocidos allí. El apartamento en cuestión era bastante grande para las dos, sin una sola gotera ni problemas de tuberías o paredes deterioradas, en un segundo piso de un edificio muy decente, casi elegante, que para colmo estaba en la calle principal de la ciudad. ¿Cómo había logrado comprarlo desde tan lejos, adelantándose a todos los que también lo habían querido y que sin duda vivían mucho más cerca que ellas? Y más importante que eso, ¿de dónde había sacado el dinero para pagarlo? A Mei le bastó un vistazo a la fachada del edificio para saber que su madre había mentido al decirle el precio.

—¿En serio no te lo conté? —dijo ella, mirándola con verdadera extrañeza—. Una antigua amiga se puso en contacto conmigo y me dijo que lo habían puesto en venta. Los dueños estaban apurados por irse a la capital así que lo dejaban barato. Ella hizo el trato por mí.

—¿Una vieja amiga? Nunca has mencionado que tienes viejas amigas. ¿Y por qué aquí? Nunca antes habíamos vivido en una ciudad.

—Supongo que echaba de menos todo esto —su madre se encogió de hombros y miró soñadora por la puerta de cristal que daba al balcón—. Crecí aquí, ¿sabes? A un par de manzanas de este mismo edificio.

—¿Qué? —aquello acabó de atraer toda la atención de Mei—. Dijiste que éramos de la capital —la acusó.

—No. Tú naciste en la capital. Yo crecí aquí y cuando me casé con tu padre nos mudamos para allá... ¿En serio nunca te había hablado de esto?

—¡No! —exclamó Mei exasperada por la cara inocente con que preguntaba aquello.

Estaba atónita. Cuando su madre hablaba de su infancia jugando con otros niños citadinos, yendo a este o aquel lugar, Mei siempre había dado por hecho que era en la capital donde ocurría toda la acción. ¿Y cómo no iba a hacerlo así, si ella nunca mencionó ser de otro lugar? ¿Qué clase de persona podía pasarse doce años contándole anécdotas a su hija y simplemente olvidar decir dónde ocurrían todas?

—Bueno —dijo su madre, jugando distraídamente con un largo mechón de pelo—, juraría haberlo mencionado una vez o dos... La mayoría de mis amigos se han mudado lejos, igual que yo, pero todavía conservo a alguien en esta ciudad y fue ella quien me recomendó el apartamento.

—La misteriosa vieja amiga.

—Exacto —confirmó ella con un brillo alegre en sus ojos azabaches—. La conocerás mañana mismo; cuidará de ti mientras voy a buscar trabajo.

—¿Qué? —Mei hizo una mueca, asqueada ante la idea—. Tengo doce, casi trece. No necesito que nadie se quede conmigo; sé perfectamente cuidarme sola por un par de horas. Es más, nunca has tenido problemas con dejarme sin compañía en la casa. Lo hemos estado haciendo desde que tenía nueve. ¿Cuál es la diferencia ahora?

—Hasta ahora nunca habíamos vivido en un lugar tan grande. Las cosas son distintas en una ciudad y me sentiré más tranquila si sé que la Abuela Feng está aquí contigo.

—¿"Abuela"? ¿Tu vieja amiga es literalmente una vieja? —aquello era el colmo—. ¿Cómo pretendes que me cuide entonces? Más bien seré yo quien la cuide a ella.

—Perfecto, cuídala. El hecho es que se va a quedar contigo mañana y cuantas veces haga falta. No hay discusión —y diciendo aquello tomó la caja que decía "platos" y se fue a organizar la cocina.

Mei se quedó unos segundos mirando indignada su espalda. ¿Es que acaso ella era la única que veía la ironía en todo aquello? Sí, no quería dejarla sola porque era una gran ciudad y todo tipo de cosas podían pasar. Pero entonces iba y buscaba a una mujer de vete a saber cuántos años para cuidarla. Una mujer que para colmo era una desconocida para ella. A Mei le habría gustado saber qué se suponía que iba a hacer la tal Abuela Feng si llegaban a meterse ladrones al edificio. Dejarla con ella era lo mismo que dejarla sola. ¿Cómo su madre no podía ver eso?


La caza del zorroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora