Capítulo 10

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La Abuela no la buscó esa tarde y tampoco al día siguiente, lo que le hizo suponer que los espíritus a veces disfrutaban de tener secretos tanto como su madre. No había vuelto a tener un sueño como aquel y tampoco había escuchado nada sobre otro asesinato, pero seguía despertándose agitada en medio de la noche, lo que no le parecía buena señal, e incluso su madre comenzó a notar que algo andaba mal.

—Mei... ¿Estás durmiendo bien? —fue su saludo cuando llegó del trabajo la tarde del viernes—. Tienes ojeras. Y ni te pienses que no me he dado cuenta de que te pasas el día bostezando.

—Son solo pesadillas —admitió ella en un murmullo. No tenía caso aparentar otra cosa cuando las pruebas eran tan evidentes.

—Sabes que eso puedo solucionarlo, ¿verdad? Un poco de té y listo. Tenías que habérmelo dicho desde un inicio. ¿Cuánto tiempo llevas teniéndolas exactamente?

—No mucho, solo esta semana.

Su madre asintió y caminó hacia la cocina con las bolsas de la compra. Mei dejó la revista que había estado leyendo en el sofá y la siguió. Todavía persistía aquella sensación incómoda cada vez que estaba en su presencia, pero de algún modo, tal vez debido a la costumbre, había notado que se hacía menos opresiva con el paso del tiempo. Se dedicó a guardar las compras mientras ella se daba una ducha rápida y justo cuando terminaba, la escuchó llamándola desde el cuarto. 

La encontró sentada en la cama con las piernas cruzadas y una pequeña caja de madera en las manos.

—¿Qué es eso? —La caja se veía muy antigua, con detalles en forma de flores y arabescos tallados en las esquinas. Era el tipo de objeto que permanecía en una misma familia pasando de generación en generación, pero Mei juraría que nunca lo había visto antes.

—Son fotografías. Después de nuestra... conversación del domingo me di cuenta de que solo has visto dos fotos de tu padre. Es una pena que las haya perdido casi todas en las mudanzas... Pero recordé que cuando murieron mis padres le pedí a la Abuela Feng que se ocupase de sus cosas, pues yo estaba delicada con el embarazo y no podía venir. Ella donó la mayoría a la caridad, pero conservó esto: las fotos que les envié en mis cartas y algunas más que le mandé a ella misma cuando tú naciste. No son muchas, pero pensé que te gustaría verlas y afortunadamente Feng no bota nada; es una vieja acumuladora.

Mei ni siquiera escuchó su broma; sus oídos se habían quedado repitiendo la frase "te gustaría verlas" en una especie de bucle. "Gustaría" era una palabra débil. Ella moría por tenerlas entre sus manos.

Sin esperar más invitación se lanzó hacia la cama y casi le arrebató la caja para ponerla sobre sus rodillas. En el interior habían al menos veinte fotos, algunas a color, la mayoría en blanco y negro, y se veían cómicamente pequeñas apiladas como estaban en el centro sin nada más alrededor.

Tomó la primera del montón, donde aparecía una versión más joven de su madre luciendo una enorme barriga de embarazada. Estaba sentada en el alféizar de una ventana de cristal, a través de la cual alcanzaba a verse la rama de un árbol, y sobre sus rodillas reposaba un libro abierto. Se veía feliz y relajada, con los ojos brillantes fijos en la cámara... o en su padre detrás del lente. Mei imitó su sonrisa inconscientemente.

—Te ves hermosa —dijo.

—Ahí tenía alrededor de ocho meses. Esa es nuestra antigua casa; tenía dos pisos y un roble con un columpio en el patio. Fue una buena época... —Su madre dejó escapar un suspiro y cuando alzó la vista hacia ella se encontró con que tenía los ojos humedecidos.

—Si quieres podemos verlas después y...

—No. —Sorbió por la nariz y se puso de pie—. Iré a preparar una merienda para las dos. Tú quédate aquí mirando eso; sé que querías tener unos recuerdos así.

Mei esperó a que saliera del cuarto para seguir con las fotos. Todavía no se acababa de creer que su madre las hubiese buscado para ella a pesar de lo triste que la ponían. Era como si ese muro de reglas arbitrarias y secretos comenzase por fin a agrietarse. Tal vez finalmente estaba empezando a entender que ya no era una niña, que podía confiar en ella...

Tomó la fotografía siguiente, esta vez una a color en donde también aparecía su padre y su madre aún no estaba embarazada. Él tenía el pelo más largo que en los dos retratos suyos que Mei había visto antes, y muy revuelto, lo que acentuaba su juventud. Era guapo y la forma en que abrazaba a su madre y sonreía no dejaba lugar a dudas sobre su felicidad. En los rostros de ambos se apreciaba una especie de luz, de jovialidad, que resultaba hipnotizante.

Mei se preguntó si alguna vez ella conocería a alguien capaz de hacerla sonreír así. Casi sentía envidia de ellos. Casi. Porque conocía el presente; conocía el final de aquella historia de amor y veía cada día lo que sobrevivió a eso. Ella no quería convertirse en una mujer como su madre, incapaz de permanecer en el mismo lugar por más de seis meses, llena de secretos, encerrada en sí misma y para la que era imposible confiar en alguien, ni siquiera en su propia hija que era el regalo que le dejó el hombre que tanto amó. Aunque ella no lo dijera, Mei sabía que la muerte de su padre la destruyó y no quería lo mismo para sí, no importaba cuán feliz se viese en las fotografías.

Pasó a la siguiente imagen y se encontró mirándose a sí misma de bebé. Debía tener pocos meses ahí, pues sonreía mostrando las encías lisas. Estaba sentada sobre las rodillas de su madre, quien la sujetaba con un brazo y unía su otra mano a la de su padre, de pie tras la silla de ellas. Le sorprendió ver que su progenitora llevaba el pelo muy corto, a la altura de la mandíbula. Eso era raro; todos sus recuerdos de ella eran con el cabello largo.

—¡Mei, ven a merendar! —El grito le hizo soltar la foto. Qué manía de andar gritando dentro del apartamento, como si todavía viviesen en una casa donde los cuartos quedaban alejados de la cocina...

—Ya voy —respondió mientras volvía a apilar las fotografías dentro de la caja.

Estiró la mano hacia la que había caído al piso y quedó petrificada con lo que vio. El pequeño rectángulo mostraba su reverso liso... o casi liso, hacia ella. Alguien había escrito una especie de carta en él:

"Muchas gracias por todo lo que has hecho por nosotros este año. Kaylan se siente mejor, poco a poco va avanzando. La niña ha resultado ser de mucha ayuda para ella, más de la que yo habría sido de estar solo. Realmente nuestra princesa es una bendición que no podría haber llegado en mejor momento. Una vez más, perdón por todas las molestias que te ocasionamos. Puedes estar segura de que tienes un lugar para siempre en nuestros corazones, y también lo tendrás en el de esta pequeña. La foto fue tomada hace una semana, cuando cumplió cinco meses. Aún no sabemos a quién se parece más."

Y más abajo, una fecha: "19-05-1993."

Eso era... No podía ser. Esos números no podían estar bien; tenía que haber algún error. Mei había nacido dos años después de eso, a inicios del verano. Lo que esas cifras sugerían no tenía ningún sentido; era imposible...

Según aquella carta, su verdadera fecha de nacimiento debería ser en enero y su edad, catorce en vez de doce. Pero ella ni siquiera aparentaba ser mayor. Más que eso, recordaba perfectamente todo mientras crecía y en ningún momento, ni entonces ni ahora mientras hacía memoria, había nada fuera de lugar con la idea de tener doce. Su crecimiento era correcto. Sus recuerdos eran correctos. No había nada mal en su edad; ella tenía doce años. Pero entonces... ¿Qué quería decir esa carta? Era imposible que se tratase de una equivocación, no cuando el autor claramente era su padre; no le quedaban dudas viendo la forma en que escribía.

La única explicación lógica era que esa niña en las fotos no fuese ella. ¿Pero quién era entonces? ¿Su hermana? ¿Tenía una hermana mayor? ¿Y por qué su madre nunca le dijo nada? Ni siquiera la mencionaba y eso no tenía sentido. Cada año recordaban las fechas de las muertes de sus abuelos y su padre. ¿Por qué habría de ser distinto tratándose de otra hija? 

Algo estaba terriblemente mal ahí y Mei tenía que averiguarlo. Iba a averiguarlo. 

Ya estaba harta de todos los secretos. Justo cuando pensaba que se iban a acabar, aparecían más y más y más, multiplicándose como conejos. Era como vivir en lo profundo de un bosque oscuro, tan oscuro y lleno de espinas como aquel que protegía el castillo donde estaba la Bella Durmiente. Pues bien, ella no era ninguna princesa encantada. Iba a salir de esa oscuridad así y tuviese que abrirse paso con las manos desnudas a través de los espinos.

La caza del zorroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora