Tabú

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Soy lo que algunos llamarían “la escoria” de la sociedad, y en cierta forma estarían en su derecho, si lo hicieran. Pertenezco a un grupo que durante el día intenta vivir en el mundo o en el mejor de los casos, ser parte de él.

Soy de la masa de hipócritas que dicen estar agotado de la rutina, cuando en realidad, no sabría qué hacer sin ella. Soy de aquellas personas que guarda silencio en las asambleas, pero que entre amigos, despedaza a sus colegas. Sonrío al mundo, aun cuando mi mente lo destruye con un miliar de críticas.

No, no estoy contento con mi vida, y para ser honesto, pienso que nadie lo hace realmente. Todos siguen la ruta de un patrón del cual temen perder ¡Valientes y admirados!, sean quienes se atreven a ir contra el sistema, porque gracias a ellos, los gobiernos se alborotan, colapsan e inventan una lista de cambios para mejorar un país, cuando lo descompuesto está en el alma.

Suelo llevar un centenar de pensamientos conmigo cada mañana de camino al trabajo, momento único en el que puedo ser “yo”. No puedo engañarme, aunque así lo quisiera.

En este preciso instante, en el que voy ingresando al edificio donde se encuentra mi oficina, observo con mayor detenimiento a los robots que decoran este espacio ¡Já! ¡Pobres infelices! Desperdician toda una vida construyendo algo tan efímero e irreal como el futuro; un cuento de hadas que desaparece con la muerte de cada uno de ellos. En este lugar nadie vive, en realidad. De hecho, ya llevan muertos bastante tiempo.

Camino con mi falsa sonrisa hasta el ascensor, y mientras lo espero, una mujer, de figura delgada, senos voluminosos, piel exageradamente cuidada, muy clara y lisa, se suma a mi espera. De seguro gasta una fortuna en cremas. Lleva puesto un vestido carmesí que le llega un poco más arriba de las rodillas. Muchos de mis colegas, alguna vez, me comentaron lo excitante que era su figura para los ojos. Ahora que tengo la oportunidad de verla, pienso lo mismo, y voy sintiendo los primeros indicios de una erección que busca asomarse ¡Y cómo evitarlo!, sabiendo que es la puta de la empresa. No hay jefes, ni auxiliares que no hayan tenido, cuanto menos, un polvo con esta.

En el intertanto de mi excitada espera, aparecen dos sujetos más. Desconozco quiénes sean, pero por su apariencia podrían venir en busca de algún puesto. Sus rostros reflejan cierta incertidumbre y nerviosismo. Ambos traen una carpeta color azul entre sus brazos. Solo se miran de reojos, entre una que otra fracción de segundos, pero no se hablan. No los culpo, saben que son competencia, y que al final del día, solo uno habrá conseguido el empleo.

Un suave pitido anuncia que el ascensor ha llegado ¡Al fin! Me adelanto y soy el primero en ingresar. Hago un gesto de detención con la mano a la mujer y los hombres que me siguieron. Actué como si presionaba el botón de un piso, cuando en realidad, mis dedos tocaban disimuladamente el de las luces. Les hice creer que el elevador se había descompuesto. Los dos hombres, dieron media vuelta. La mujer entretanto, se quedó ahí, lanzó una mirada coqueta mezclada con enojo. La miré por unos segundos y dibujé una pequeña sonrisa en mis labios, al tiempo que dejaba que las puertas se cerraran. También le dediqué un sutil gesto con mi dedo del medio y guiñé un ojo, mientras ella miraba impávida, la situación.

Como podrás apreciar, no soy un hombre que pueda simpatizar con el resto. Tampoco me interesa. Me gusta ir solo en el ascensor, me otorga segundos de paz y placer… Sí, placer, ¿nunca te has corrido en uno? Pues, deberías intentarlo, nunca está demás una última paja, aunque dudo que tengas la suerte de trabajar en el piso veintisiete de un edificio.

Cuando llego a mi piso, me aseguro de acomodar mi pantalón, y no dejar rastro de mi placer culpable. Camino fuera del ascensor y me dirijo directo a mi oficina, y como buen amante de la rutina, abro la ventana como todos los días; gozo de una vista esplendorosa. Debo admitir, que no me había tomado el tiempo de apreciarla, sino hasta hoy. Prendo mi computador y reviso las redes sociales ¡como disfruto posteando comentarios ácidos! Y por sobre todo, criticar a los grupos que salen a marchar.

Confieso que soy como muchos que detrás de la pantalla tiene el valor para opinar, y encuentra todo lo que ocurre, exagerado, y aún más, me encanta alimentar la discordia.

Soy de esos hombres a quienes les repugna la idea de ver adolescentes embarazadas, creo que poco tiene que ver con la edad ¡la que nace puta muere puta! Y en el peor de los casos para estas, llega un bebe que la transforma de puta a llevar una puta vida.

Soy de aquellos que de día crítica y aborrece la homosexualidad… ¡Argh! ¡Los detesto! Son el resultado de la suma de los horrores de la biología. Si existiera un dios, ¡rogaría cada noche para que los exterminara!... Sin embargo, por la noche, todo cambia en mí, como suele ocurrirle a la mayoría. De noche, no tengo escrúpulos ni límites para reconocer que soy parte de lo que diariamente disfrazo de odio. Sí, soy homosexual, pero de la peor calaña y con vasta experiencia. No puedes imaginar el goce y los grandes momentos que he tenido con otros hombres. Es así que por las noches, aborrezco a las mujeres, sobre todo a mi madre por criarnos como maricas.

A pesar de todo, detesto el mundo mismo, condeno mi realidad, a mis cancerígenos compañeros, a la sociedad y más aún, a ti, que también como yo, vives entre tabúes, creando escudos, fingiendo ser quien no. Eres enfático contigo mismo para convencerte que todo está bien, cuando al igual que yo, sientes el peso de la soledad, la desconfianza y el fuego de la envidia consumiéndote por no asumir tu persona.

— ¿Eso es todo lo que tenías que decir?­ —pregunta una voz profunda, que me saca de todo pensamiento. Levanto la vista del ordenador, y veo su reflejo en la ventana frente a mi escritorio.

— ¡Hablando de mierda, mira quién llega! —me acerco a la ventana. Diviso su rostro y cuerpo reflejados en el cristal. Acerco mi mano y la abro aún más que en el comienzo, pero aún no tengo claridad. Avanzo, acercándome un poco al borde y contemplo el paraje desde aquel piso veintisiete.

—Haz que valga la pena.

— ¡Vete de aquí! —le discuto—. Mi camino lo tengo claro.

—No lo parece —dijo esbozando una sonrisa—. A pesar de que intentara dejarte, estoy condenado a permanecer contigo mientras vivas.

Lo miro unos segundos. Comprendí el énfasis en sus últimas palabras. Sonrío abiertamente a mi reflejo por última vez, antes de precipitarme al término de mi última, pero no menos jodida rutina. 

DisrupciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora