Día 11: Divino

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Oh, Aziraphale, mi hermoso ángel. Si supieras tan sólo la falta que me haces.

Tu voz, una hermosa melodía celestial que llenaba mi corazón de un gozo enorme, ha sido reemplazada por el silencio, ese mordaz y cruel acompañante, que, como un pitido en la oscuridad, me recuerda una vez y otra la soledad en la que me encuentro. 

Amor mío, luz de mi existencia, rayo de sol más brillante; si supieras en tu soñar lo solitario que estoy, no dudarías un segundo en brindarme tu hombro cálido y confortable, el mejor resguardo ante el huracán de emociones invasoras. Solo deseo, aunque sea por unos instantes, tenerte a mi lado, ver esos dos luceros del alba que brillan más intensamente que cualquier estrella creada por mí o por Dios mismo.

¡Oh, ángel, delirio de mi mente, el más profundo de mis anhelos! Yo, un demonio, fui cegado por tu radiante resplandor y arrastrado por la marea de tu cariño, tu infinita comprensión y tu incansable generosidad.

¿Qué es lo que haré yo sin ti, refugio de mi alma? ¿Qué será de este malvado y diabólico ser ahora que no estás tú? Doy vueltas alrededor de tu librería, aquella que me he encargado de cuidar en tu lugar, esperando encontrar en ella algún rastro de ti. Un cabello, una sonrisa, un verso de los que me solías recitar, alguna cosa que demostrara que, aun tan lejos, te tengo aquí a mi lado.

Tantos manuscritos, tantos textos antiguos, de nada sirven sin su dueño cerca para darles el valor que merecen. 

He dado un par de paseos por el parque, nuestro sitio especial de encuentro, aquel que recorrimos hasta que la memoria se cansó de recordar, voy vagando por estos verdes parajes tratando de sentirte. En el viento, en la lluvia, en los rayos de sol, en los pequeños insectos que vuelan alrededor de las flores, incluso en el canto del único petirrojo que he visto en años, pero nada de eso parece ser una pista de tu paradero.

Al menos, del de tu espíritu.

Crowley dejó de lado la pluma, ubicándola sobre el tintero al que pertenecía. Sopló un poco sobre la carta que estaba en la mesa para que la tinta quedara sellada por completo. Cuando estuvo lista, enrolló el papel y lo ató con una cinta roja, como si fuera un pergamino, y lo guardó en su abrigo, levantándose de su asiento.

Apagó la luz de la lamparita que estaba sobre el escritorio, y con ella apagó todas las luces en la librería. Ya era de noche en el Soho y apagó todo en el sitio, sumergiéndolo en penumbras, cosa que poco le importó para encaminarse a la salida.

Subió al Bentley con calma, dando un par de respiraciones fuertes mientras se apoyaba al volante. Satanás, qué difícil era esto.

No vaciló por un segundo más y encendió el auto, arrancando despacio y con tranquilidad, sólo por esta vez, para honrar la memoria del ser al que iba a visitar. Ese día, solo ese, no quería hacer nada que lo molestara, pensando que quizás ese sería el día en que despertaría.

—Muy bien, mantén la calma, solamente vas a visitarlo, como cada domingo —el demonio hablaba consigo mismo en un intento de mantener la calma—. Sólo vas, haces lo que vas a hacer y regresas. Fácil.

Claro, fácil.

Fácil, una palabra de cinco letras, dos vocales y tres consonantes, con sólo una sílaba tónica.

Aprender todo eso era fácil.

Pero lo que venía era, sin duda alguna, lo más difícil, complicado y, por supuesto, doloroso que había hecho en su vida.

Detuvo el Bentley, saliendo del auto mientras contemplaba el lugar. Un invernadero que había comprado hace varias décadas, escondido entre las confusas calles de Londres, una maravilla oculta a simple vista. Gran parte de sus plantas que no eran de interiores estaban guardadas ahí, y ahora, guardaban algo más que sólo flores y hojas exóticas.

Fictober • Good Omens #IneffableHusbandsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora