Esa misma mañana...
Lunes. Odiaba los lunes. Día nuevo, semana nueva, materia nueva que estudiar... y lo peor, tenía que ir a esas estúpidas charlas.
Me levanté de la cama y me acerqué al armario. Me enfundé en mis vaqueros preferidos, me puse un jersey grande de lana gris y me calcé mis UGG marrones. Luego me dirigí al baño y una ráfaga de viento inundó la estancia. Como era costumbre en Denver, hacía mucho frío en otoño, y hoy, 5 de noviembre, no iba a ser menos. Me acerqué a la ventana y la cerré. Después me miré al espejo. "Menudos pelos tienes hija -pensé -peor que un león recién llegado de una cacería salvaje". Realmente odiaba mi pelo. Era una media melena simple, marrón clara y rizada. Intenté arreglarlo lo mejor que pude, aunque al final lo dejé suelto, sobre los hombros. Me miré de nuevo al espejo. Mis ojos grises tenían bajo ellos unas pequeñas ojeras que intenté disimular con un poco de maquillaje. La noche del domingo al lunes no solía dormir nada bien. Me disponía a salir cuando me miré de nuevo al espejo y sonreí. No se parecía en nada a la sonrisa normal de una adolescente de diecisiete años. Mi sonrisa era demasiado falsa. Mi padre solía decir que era una de las sonrisas más bonitas que había visto en su vida, pero perdí práctica. Hacía mucho tiempo que no sonreía. No desde entonces. Aparté rápidamente la mirada y bajé corriendo a la cocina.
-Buenos días, papá -dije yo, dirigiéndome al hombre que descansaba frente al fregadero.
Mi padre era un hombre guapo y, según solía decir mi madre, era todo un seductor cuando tenía mi edad. Era alto y delgado, pero musculoso. Tenía el pelo del mismo color que yo, castaño claro, aunque algo largo. Llevaba también una barba de unos tres días o así que realzaba su anguloso rostro y aquellos ojos claros, verdosos y brillantes. Era muy guapo, sin duda.
-Buenos días, Olivia -respondió él, sin mirarme -ahí está tu desayuno, yo debo irme, hasta luego.
Cogió su chaqueta y las llaves y salió rápidamente de la casa.
Hace unos meses mi padre me habría hecho unas tortitas, habría dibujado un corazón con sirope de chocolate en ellas y habríamos desayunado juntos, riendo y contando qué esperábamos del día de hoy. Luego él se habría levantado para irse, no sin antes haberme dado un beso en la frente.
Antes de ponerme a comer, me asomé a la ventana y allí estaba. Mi padre se quedaba allí todos los días escondido en la esquina con el coche, esperando a que yo me marchara al instituto. No se fiaba de mí.
Terminé mi desayuno, dejé el plato en el fregadero, cogí mi abrigo y mi mochila y me dispuse a salir por la puerta. Atravesé el jardín hasta llegar a la parada donde el autobús me esperaba, unos metros por delante de mi padre. Subí y me senté en el asiento de la última fila, como cada mañana. Eran las ventajas de ser la primera en el autobús, podías elegir sitio. Justo antes de que arrancase, me di la vuelta y pude ver a mi padre a través del cristal. Mi corazón se rompió. Tenía la cabeza entre las manos, y podía ver unas lágrimas resbalando por sus manos y muñecas. Estaba llorando desconsoladamente. Tuve que girarme y apoyarme junto al cristal, para evitar que la conductora me viera llorar a mí también.
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Al fin, llegué al instituto. Como cada mañana al bajar del autobús, millones de adolescentes cruzaban los pasillos del recinto, sonrientes, con sus amigos.
"Tú puedes, Olivia" -me dije para mí, mientras me aproximaba a mi taquilla. 1-7-3. Cogí mis libros de matemáticas y me dispuse a ir al aula cuando alguien tiró de mi mochila tan fuerte que rompió el asa, y todos mis libros cayeron antes de que pudiese cerrar la cremallera.
Mientras me agachaba para cogerlos, oí una voz familiar.
- Mira eso Nick, sabía que a Olivia Moore siempre la dejaban por los suelos, pero no me imaginaba que era así de literal. -dijo, entre carcajadas.
Mike Thomson. El estúpido de Mike. Alcé mejor la vista y le ví, con su pelo negro alborotado y sus profundos ojos negros. Que pena que fuese el doble de idiota que de guapo. Mike era muy popular. Cada vez que pasabas por los pasillos para ir a clase podías oír el nombre de Mike al menos 20 veces. "Mike ha dicho no sé que, Mike es muy guay, Mike está tan bueno... bla bla bla" . Mike era alto y musculoso, aunque no tanto como su amigo, Nick Stevens. Él era su perrito faldero. Un perrito de 80 kilos de testosterona. Nick, al contrario que Mike, era más bien feucho, con el pelo rubio y largo tapando sus ojos color miel, además estaba bastante afectado por el acné. Con Nick nunca había hablado, no tenía esa actitud arrogante de Mike, sino que era tímido y callado.
Me levanté para irme, pero noté como las manos de Mike se cerraban en torno a mis brazos, impidiéndome huir.
-Hey, ¿por qué te vas tan rápido? -dijo él.
-Bueno, se llama ir a clase. Mientras tú te entrenas para ser así de idiota, yo aprendo cosas para nunca llegar a ser como tú. Porque te entrenas ¿no? O... ¿es qué vienes así de fábrica? -respondí yo, zafándome de él.
-Sí, bueno, al menos en mi etiqueta de fabricación no ponía "Peligro, puedo dejarte en coma si no haces lo que quiero".
Ya está, lo había dicho. Todo se nubló por un momento.
-Vete a la mierda Mike -dijo alguien.
- Como quieras, Brown, te dejo haciendo manitas con tu novia -respondió Mike marchándose, seguido de un silencioso Nick.
-Hey, Oli, ¿estás bien?
Levanté la vista del suelo para mirar fijamente a los azules ojos de Dylan.
-Sí, claro que lo estoy -respondí.
Dylan Brown era mi mejor amigo. Tenía la misma edad que yo, diecisiete, al igual que Mike y Nick. Nuestra historia no era la típica de los amigos desde la infancia, en realidad, llevábamos siendo amigos poco menos de siete meses. Aun así, Dylan era muy importante para mí, me ayudó cuando nadie más lo hizo, pudo hacerme reír cuando nadie más pudo, y le quería por ello. Él era un chico delgaducho y poco musculoso, un poco más alto que yo, al rededor de metro setenta y siete, aunque no tan alto como Mike o Nick, que rondarían el metro ochenta y algo. Tenía el pelo negro como el azabache, más largo por arriba que por los lados, y unos preciosos ojos azules como el cielo. Era muy guapo y, sin lugar a dudas, un buen partido, pero las chicas eran demasiado superficiales y orgullosas para pararse a hablar con él y comprobarlo. Peor para ellas.
En cuanto a su carácter, se parecía mucho a mí. Rebelde, burlón y sarcástico. Su familia era muy rica, su padre un famoso empresario, su madre una cirujana ejemplar y su hermana, Sonia, había ganado más campeonatos de patinaje artístico que los años que tenía, quince. En cambio, Dylan no había conseguido nada importante (según él) y pensaba que era la vergüenza de la familia, por lo que se metía en líos constantemente (la gran mayoría provocados por mí), aunque a él no le obligaban a ir a esas estúpidas charlas. Nos gustaban las mismas cosas: leer, ver las mismas series de televisión, escuchar canciones de todas las épocas...
Era mi gran apoyo.
Caminamos juntos por el pasillo en silencio hasta llegar a mi clase. Junto antes de irse, le dije:
-Yo no soy tu novia.
-Lo sé, ¿qué dices? Nunca saldría contigo.-respondió, sonriendo arrogantemente -En cambio, tú no podrías resistirte a salir con un pivón como yo.
Me reí.
-Ya, lo que tu digas, Brown -contesté yo, metiéndome en clase.
Estaba feliz de tener a Dylan.
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La verdad de soñar ©
Teen FictionTodo el mundo dice que soñar es gratis pero ¿es eso del todo cierto? Romance, problemas, locuras y preguntas inundan las páginas de esta novela. ¿Se encontrará alguna vez la verdad de soñar?