Ángela.

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Corría su tercer día sin hablar con Axl. Su tercer día de levantarse temprano para darle a Izzie su paseo matutino, pero Izzie tenía ya tres días lejos de él. La rottweiler había sido llevada a Washington D. C. con los padres de Richard King, quedando como los responsables de su custodia tras el asesinato del director.

Acerca de su desafección con Axl, bueno, no era que no supiera el motivo de su enojo, pero no comprendía por qué se tomaba todo tan a pecho. Nunca lo había entendido, pero lo conocía y necesitaban hablar tarde o temprano para arreglar las cosas. Su amistad era así. No cabía porqué pensar que eso, lo que tenían ahora, sería diferente.

Disculparse por consensuar en la mentira de Chris; pretendía al caminar hacia la casa que rentaban Slash y Steven, esperando que la persona a la que buscaba se encontrara ahí, después de dos días sin verla.

La visera de su boina le cubría los ojos de la radiante luz del sol naciente. Su cigarro se consumió a merced de caladas nerviosas y el viento que aunque caluroso, soplaba inclemente. Poco antes de llegar a la cuadra correcta, su cigarro se extinguió entre sus dedos.

Paseó cerca del contenedor de basura en la esquina, el zumbido de las moscas fue advertencia del olor que le perseguiría cada instante más putrefacto, menos soportable. Bien pudo simplemente aventar el filtro de lo que fue su cigarro y caminar muy lejos de la peste, pero el hedor era tan asqueroso y tan peculiar que la curiosidad le ganó.

En su vida había olido algo así de penetrante, así de horrendo. Al asomarse al contenedor tuvo que cubrirse nariz y boca para disipar un poco el desagradable tufo, aunque fuera sólo una milésima de segundo antes de reconocer los trozos de carne humana que formaban un brazo y una cabeza apuntando directo a la suya.

Escapó de la prisión olorosa con una arcada que le tiró de rodillas al piso, no únicamente por el hedor a muerte o por el horroroso descubrimiento, sino también porque la cabellera rubia invadida por un centenar de moscas panteoneras y los rasgos amoratados de piel verdosa le eran conocidos.

Luchó por no ahogarse con las arcadas que no trajeron nada, pues no había qué en su estómago vacío. Sus ojos se llenaron de lágrimas por el esfuerzo, terminando en dos hilillos cristalinos por la atrocidad que habían presenciado.

...

—Puede retirarse cuando guste, señor Isbell... —la detective dio por concluida la declaración de los hechos del individuo—. Por cierto, sus amigos están ahí fuera. Fueron traídos de igual manera para tomarles su declaración de la última vez que vieron a su compañero.

El hombre asintió en un trago de saliva, con la mirada gacha empuñó su boina que reposaba sobre la mesa, se levantó de la silla arrastrando los pies hacia el aire fresco del exterior que su rostro humedecido por las lágrimas y el sudor anhelaba.

Barbara lo siguió muy de cerca, pero sin invadir su espacio personal, en un silencio sepulcral. Ella sabía lo que era ver partes de un cuerpo humano tiradas por ahí sin ningún tipo de cuidado, pero jamás le había tocado ver partes del cuerpo de alguno de sus conocidos. Y deseaba que nunca le tocará ver algo así. Sin embargo, podía empatizar con el sentir del joven de cabellera negra que se detuvo en seco al llegar a la recepción y ver ahí a sus amigos, como si no lo esperara a pesar de que ella misma le informó de su presencia.

Duff y Axl se pasaban las manos por la cara, ya adiestradas de secar las lágrimas de sus ojos irritados, inmersos en su luto recién enterados de la condición atroz en la que Izzy encontró partes de Steven al fondo inmundo de un contenedor de basura.

—¿Dónde está Izzie? —preguntó McKagan de la nada, tratando de entrar en otro tema en su angustia por querer creer que nada de eso era real.

—Se la llevaron a D. C. —dio Rose la ingrata respuesta, abrazándose a sí mismo, incapaz de librar su mente de la energía que solía desprender Adler y que ahora estaba perdida para siempre.

El asesino del carro rosa.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora