Epílogo.

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Corrió por las calles de asfalto desgastado y tierra seca con los tobillos flojos, sintiendo que en cualquier momento se le quebrarían y caería de cara contra las piedritas que pisaban las plantas de sus pies, pero anhelaba con todo su ser que sus piernas no le fallaran, pues eran lo único que tenía en ese momento para huir. Quería escapar de los golpes, los abusos.

El viento frío le heló hasta los huesos. Cuando su vista divisó las viejas vías de tren, supo que estaba tan lejos de casa como quería y su andar se volvió sereno bajo la luz de la luna. Aquel callejón sucio y estrecho entre la cerca de alambre y la pequeña estación de madera negra inactiva era su lugar favorito en Lafayette. En realidad, el único lugar de Lafayette en el que podía soportar estar.

Dejó caer su pequeño cuerpo a un lado de la vía, del lado contrario de donde venía, viendo hacia el horizonte a través de la verja, todavía más lejos de su hogar, deseando saltar el alambrado y dejar toda su miserable vida atrás para siempre.

Y con su cuerpo en reposo, el frío comenzó a colarse al interior de sus delgadas prendas, haciéndole temblar sobre el pasto amarillo en el que estaba sentado. Sus labios tiritaron y sus lágrimas cayeron por sus mejillas sonrosadas, y cuando las limpió de su quijada, el dolor de los golpes que su padrastro le dio fue intenso de nuevo.

Golpeó la tierra con ambos puños cerrados. Ese hombre le pegaba por cualquier cosa, estuviera o no en sus manos el control de la situación; si cantaba ciertas canciones de rock, si no terminaba rápido su cena, si su hermano menor lloraba y no podía callarlo. Incluso si su mirada le parecía insolente. Siguió golpeando a sus costados con toda su fuerza, levantando nubecillas de tierra a su alrededor.

Esta vez, había sido solamente porque se le dio la puta gana, sin más. Esta vez no necesitó ningún motivo. Simplemente llegó a casa de la iglesia en donde predicaba y lo acorraló en cuanto lo vió, luego comenzó a pegarle sin pudor frente a sus hermanos menores, sin que ellos o su madre pudieran defenderlo.

Cuando se cansó de golpearlo, su madre asomó la cabeza gacha con vergüenza desde su habitación. Aprovechó el momento en el que Stephen volteó a verla para levantarse tambaleante y escapar de casa, corriendo lo más rápido que pudo hasta las vías del tren que habían perdido su uso con el paso de los años.

Las punzadas en sus músculos y el daño en su cara hizo que se cansara de secarse las lágrimas, así que simplemente las dejó caer hasta su cuello mientras veía arriba, a la luz amarilla de la luna llena que alumbraba esa noche.

De pronto escuchó un ruido hueco y volteó a la dirección desde donde provino. Otro niño se acercaba a las vías por la madrugada.

—¡Bill!

Reconoció la voz de inmediato, y la pequeña cabeza de cabello castaño a la distancia, por lo que arrastró el dorso de sus manos debajo de sus ojos rápidamente para deshacerse de los restos de sus lágrimas. Acto seguido, miró hacia el chico con una sonrisa tímida.

—¡Jeff! ¿Qué haces aquí? —saludó al nuevo amigo que hizo esa tarde en la secundaria.

Su primer amigo, siendo sincero consigo mismo.

—Mejor llámame Izzy. Todos lo hacen —la sonrisa no le abandonó, incluso cuando se acercó a él y se sentó a su lado—. No podía dormir y vine. Me gusta este lugar.

—A mí también —llevó sus manos a sus rodillas, tratando de calentarse un poco sin que el otro se diera cuenta.

—¿Y tú qué haces aquí?

Los ojos color avellana se posaron en él, poniéndolo nervioso. Pensó por un momento en su respuesta, controlando el temblor de su cuerpo.

—Lo mismo. No podía dormir...

El asesino del carro rosa.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora