Prisión.

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Sus respiraciones se mantuvieron suspendidas en la incertidumbre aún cuando vieron la cabellera larga y rubia salir de la casa. Hasta no verificar a detalle que se trataba de Duff, de un suspiro les volvió el alma al cuerpo, observándolo sano y salvo correr hacia ellos.

El hombre alto les ayudó a subir, y a llegar al interior del auto en donde Izzy tomó el asiento de copiloto y colocó a Axl sobre su regazo, abrazándolo con un beso dejado en su cabeza. El rubio se aferró al volante y arrancó sin mirar atrás.

—¿Qué diablos pasó ahí dentro! —le cuestionó el de cabello azulado al conductor, con la respiración agitada por la adrenalina que corría en su torrente sanguíneo.

—El maldito loco ganó el arma, pero logré escapar antes de que me disparara.

El chirrido de derrape de llantas tan característico de las series policiacas les arrojó fuera de su fantasía fugaz de libertad. Izzy pensó en que, tal como se lo dijo a Rose, no estaban inmersos en una puta película, era su vida, real y desgarradora. El capote del carro rosa emergió de la oscuridad que creyeron haber adelantado, pero la verdad era que ésta les perseguía pisándoles los talones tierrosos. Los disparos de parte de Chirs no se hicieron esperar, encajando las balas en la cola del Corvette negro.

Izzy y Duff se encogieron en sus asientos, queriendo cubrirse las cabezas.

—¿De dónde carajo sacó esa arma? —el pelirrojo dio un respingo atrás, luego adelante, resintiendo el estirón inapropiado para su abdomen lacerado.

—Mierda —susurró el guitarrista del grupo, tanteando entre la brecha de los dos únicos asientos para localizar el teléfono celular que el abogado les prestó al salir. Cuando lo alzó ante sus ojos, apretó un botón para usarlo, pero el aparato no respondió; en su lugar, tuvieron el estruendo de otro balazo impactando el cristal trasero—. ¡Mierda!

El cristal se quebró por completo, quedando adheridas sus partes únicamente a gracia de la película de seguridad que le recubría. El pie de McKagan pisó el pedal de velocidad hasta el fondo y se quedó ahí, dando lo mejor de sí para no perder el control del volante que enganchaba con sus dedos tensos.

Cuando se adentraron a la ciudad, las calles estrechas de construcciones variopintas les ayudaron a perder a Chris de vista, por lo menos el tiempo óptimo para que el bajista pensara en atravesar un estacionamiento techado que, a juzgar por su apariencia, estaba en desuso desde hace un largo tiempo. Dentro de él, le pidió a sus compañeros que bajaran del auto y que se escondieran en la oscuridad del lugar. Y así lo hicieron, encorvándose en una esquina desfavorecida de la luz de la luna, camuflándose en su intensa oscuridad, cubiertos por la chaqueta de piel que Izzy se quitó para compartirla con Axl.

El Corvette huyó lejos del estacionamiento, y aún en la distancia fueron capaces de escuchar la aceleración del Mustang a su hallazgo, pasando completamente desapercibida la presencia de sus cuerpos amontonados en el triste ángulo que no les resguardaba del clima inclemente ni de los nervios que les hacían tiritar, con sus respiraciones cortadas de tajo y silenciadas incluso cuando el sonido de las máquinas se hizo lejano y difuso y el peligro parecía perdido.

Se despegaron uno del otro, contra sus voluntades, estirando los cuellos como tortugas enconchadas para tratar de mirar lo más lejos que les era posible, buscando algo o a alguien que les ayudara a salir de la pesadilla en la que fueron inmersos. De no ser por la corriente de aire que se coló debajo de la chaqueta y heló la sustancia regada sobre su brazo, tal vez Axl no hubiera descubierto que se trataba de sangre.

Agobiado por su descubrimiento, revisó su piel blanca y enseguida el torso de su compañero en donde había estado recargado todo el tiempo, levantando la camisa negra que vestía para seguir la línea roja que abría una hendidura enorme por debajo de su ombligo.

Se quitó el paliacate alrededor de su cuello y lo usó para presionar la impactante herida, deseando impedir que la sangre siguiera fluyendo, pero no muy seguro de cómo debía hacerlo, quedándose mudo con los ojos abiertos apuntando a cualquier muestra de emoción o sensación que le diera el otro hombre.

Stradlin negó lentamente, queriendo transmitirle con el gesto que, sin saber cómo y sin tener una mínima certeza al respecto, todo resultaría bien. Todo estaría bien.

—¿Sabes algo? —murmuró, poniendo una mano sobre las dos pálidas en su abdomen—. Realmente no recuerdo nuestra primera vez.

Ese era, quizá, el peor de los momentos para hablar de ello, pero lo conocía. Y reconocía que era su manera de aligerar la carga de los problemas, yéndose por ahí entre las ramas con cambios de humor tan bruscos como los suyos, defendiéndose como animales callejeros que no recibían buenos tratos porque no sabían cómo hacerlo.

—¿Nada?

—Ni una mierda.

La sonrisa ansiosa de dientes grandes se vio relajada cuando se acomodó a su lado, sin remover la presión de sus manos, aguantando la desesperación que se le hundía en el filo del cuchillo atravesado.

Repasando los años que llevaba de conocerlo, no lograba vislumbrar entre sus recuerdos algún otro momento en que se viera tan vulnerable como en ese. Y, sinceramente, le asustaba sabiendo que él siempre había sido el más fuerte de los dos.

¿De verdad existía la posibilidad de que todo estuviera bien para ellos después de esa noche?

...

Más derrapes de llantas con sus respectivos chirridos y sirenas y altavoces que exigían a alguien detener su automóvil de inmediato le obligaron a abrir los ojos y tiritar los labios, sintiendo escalofríos en la espalda y hasta la nuca. El brazo de Izzy le abrazó con fuerza renovada cuando el carro que reconocieron se detuvo frente a ellos: el conductor de cabellera rubia abandonó su puesto frente al volante, bajando del coche entre tambaleos para correr hacia su esquina, siendo reprendido por dos oficiales de la policía que se cansaron de las palabras, utilizando la fuerza en su lugar.

—¡Ayúdenlos! ¡Están heridos! —pidió Duff, puesto boca abajo con violencia contra el capote de su propio vehículo.

Los dos hombres en el suelo gritaron a favor de su amigo, recibiendo las luces cegadoras de las linternas en las caras maltrechas.

Lo próximo que sintió fueron las manos ajenas que le inspeccionaron, y escuchó las voces que le hacían preguntas que no podía responder si quería seguir gritando para que soltaran a McKagan. Fue levantado del piso y llevado a quién sabe dónde, pues por más que buscaba orientarse resultaba inútil con sus ojos azules perdidos entre el lío de gente y destellos de luces impresos en sus ojos deslumbrados.

El asesino del carro rosa.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora