Pecado VII

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Despertaste en mi noche,

Pudiste ver la locura en mis ojos.

He perdido el control, por favor,

Sálvame de mí mismo.

IAMX- Insomnia


     Aarón estaba en el confesionario. Todos los pecados que escuchaba ese viernes le parecían aburridos, ninguno se comparaba con el de ser un clérigo católico apostólico cuya misión era lograr que un hombre dejara de ser homosexual y que en cambio no solo accedía a ser besado por el individuo en cuestión, sino que lo disfrutaba. Sorel había atormentado su labio inferior durante unos fugaces segundos, se había separado lentamente mientras se miraban a los ojos, ambos sorprendidos y luego, el joven se había ido corriendo como si lo siguiera el mismo Diablo. Él por su parte, recogió la vela, la acomodó en el tabernáculo y se dedicó a orar pidiendo perdón, avergonzado por su débil actitud ante el pecado, por no haber apartado o, al menos, retado a Sorel. Tres días desde entonces y no conseguía sacárselo de la mente. No se sentía cómodo hablándole del tema a Emiliano, si bien el sacerdote era de su total agrado, Aarón sabía que había cometido un grave error. Sí abría la boca no solo iba a perjudicar a Sorel (lo echarían de casa y terminaría de posicionarse como el paría de la comunidad) sino que lo enviarían a él de vuelta a la capital con un buen castigo, quién sabe si decidieran ex-comulgarlo por algo así.

     Hizo la señal de la cruz después de la brindar la absolución, encargó una corta penitencia para despedir a la señora Méndez y escuchó a la siguiente persona arrodillarse del otro lado de la rejilla, después de la bendición inicial escuchó al feligrés.

     —Perdóneme, padre, porque he pecado —susurró un feligrés.

     —Dime tus pecados, hijo mío —respondió como era su costumbre.

     —He besado a un hombre casado. —La confesión no hubiera sorprendido tanto a Aarón si viniera de una voz femenina. Miró a través de las rejillas y observó unos labios gruesos que creía conocer bien. —¿Padre?

     —El Salmo 51 dice: «Al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios» —alcanzó a pronunciar, casi sin aire.

     —Mi corazón no reconoce humillante este sentimiento... Estoy enamorándome de ese hombre. Sé que es prohibido, por mil y un motivos, pero pienso todo el tiempo en él, no sé cómo evitarlo —susurró agónicamente.

     Aarón cerró los ojos con toda su fuerza y llamó a Dios desde su más profundo pensamiento mientras se aferraba al rosario que caía por su cuello y cuyo crucifijo descansaba entre sus manos.

     —Si no te arrepientes de tus pecados, no puedo darte la absolución...

     —No es eso lo que busco, no hay arrepentimiento en mi confusión. Ya me ha dado usted otra cosa.

     —¿Yo? ¿Qué te he dado? —Frunció su ceño en tanto que la ansiedad crecía con más fuerza en su pecho.

     —La oportunidad de preguntarle a ese hombre si me debo alejar de él... —Ante las palabras una gota de sudor resbaló por la sien del presbítero— ¿Aarón, debo alejarme?

     Ahí estaba, ya lo sabía. Reconocía a la única persona que lo llamaba por su nombre de pila sin mayor formalidad. Presionó tan fuerte el crucifijo que se hizo daño en la palma de sus manos. La voz de Sorel era un susurro atormentado.

     —¿Por qué el demonio me tienta de esta manera, Aarón? Si existe, eso es lo que hace. ¿Por qué siempre debo ser yo quien lo arruina todo? Mi familia, Santiago y ahora esto... No puedo dejar de pensar en ese beso, no puedo dejar de anhelar uno más... Cuando nuestros labios se juntaron... sentí que tocaba el cielo... ¿Usted lo odió? Tiene asco de mí, ¿verdad? No quiere que vuelva nunca más... —Las palabras empezaban a sonar entrecortadas.

    —Sorel, todo esto es indebido, contrólate.

     —Pero cuando estoy con usted me siento bien... Deberíamos probar. ¿Y si es el plan de su dios? ¿Si lo dejamos ir y en verdad debimos estar juntos? Aarón, estoy sintiendo cosas realmente fuertes...

     —No puedo acompañarte en el pecado ni dejarte caminar hacia él. Voy a ser muy claro porque lo que está pasando ahora mismo es mi culpa, Sorel. Debí detenerte, estás confundido y lo siento mucho, pero debes entender que tu conducta y tus deseos están mal. Tienes que ser fuerte ante el demonio. Nuestro Señor aborrece esos comportamientos pecaminosos de los cuales te has dejado llevar.

     —¿Me odia? —lo interrumpió.

     —Por supuesto que no. Quiero ayudarte... —Introdujo sus dedos a través de las rejillas y se aferró a la delgada pared que los separaba. Deseó poder atravesarla, abrazar a Sorel y acunarlo hasta que se sintiera mejor—, no podría odiarte cuando eres tan... hermoso.

     Sintió cómo un beso era depositado sobre el índice que colgaba del otro lado de la rejilla. Poco a poco Sorel fue besando cada uno de sus dedos o al menos la parte que asomaba de ellos. El sacerdote sabía que lo mejor era alejarlos, pero no era capaz de cortar ese contacto, porque frente a Sorel se descubría débil como un pequeño enfermo. Pronto el joven estuvo introduciendo cada uno de los dedos en su boca, succionaba, mordía y luego lamía el sitio que había mordido. Aarón podía sentir la tibia humedad de aquel acto, la fuerza de succión de sus labios causó una conexión directa entre sus dedos y genitales, se revolvió un poco en el asiento cuando tuvo una erección. Sin saberlo, había pegado su cabeza contra la rejilla. Tuvieron su segundo beso intentando unir sus labios a través de ellas que aun siendo delgadas los separaban sin remedio. La frustración en el pecho de Sorel crecía tanto como el deseo en el de Aarón.

     El universitario se levantó justo cuando el cura estaba por arrodillarse en el confesionario, volcado por el placer. Aarón pensó que estaba listo para irse y secretamente deseó que se quedara, que siguiera despertando en él sensaciones que nunca antes había experimentado, pero se descubrió equivocado cuando Sorel se coló en su espacio precipitadamente y se sentó a horcajadas sobre su regazo, lo sujetó con fuerza de la cabeza y comenzó a torturar su lengua con la misma técnica con la que antes había torturado sus dedos. En un inicio el sacerdote se aferró a las paredes, pero después de unos segundos sujetó la cintura a ese hombre que lo montaba y lo atrajo más hacía sí mismo para probar todo lo que en un beso era posible obtener de él.

 En un inicio el sacerdote se aferró a las paredes, pero después de unos segundos sujetó la cintura a ese hombre que lo montaba y lo atrajo más hacía sí mismo para probar todo lo que en un beso era posible obtener de él

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