Pecado XVII

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     El sacerdote evitó a Sorel el resto de la semana. Necesitaba detenerse y ordenar sus ideas sin el tormento de su lujuria. De todas las cosas que podrían haber hecho flaquear su fe, jamás imaginó que enamorarse de un hombre fuera una de ellas. Cada vez que miraba a Emiliano a la cara, sentía que podía morir de la culpa y se preguntaba qué iba a hacer cuando le tocara mirar a la cara al propio Dios. No podía dejar de pensar en Sorel, aunque lo intentara con todas sus fuerzas. Se había asegurado de trabajar como un loco esa semana: visitaba enfermos en sus hogares y en el hospital, ayudaba a las personas encargadas de dar la catequesis y los cursos de la confirma, daba charlas a matrimonios con problemas, limpiaba el templo, la casa cural, apoyaba cada actividad que en la comunidad se propusiera, pero al llegar la mañana del sábado y despertar con una erección después de haber soñado que Sorel aparecía y le practicaba una felación en esa recámara, se dio cuenta de que nada estaba funcionando.

     ¿Era posible que él no estuviera hecho para la vida religiosa? ¿Si no era un sacerdote, qué podría hacer de su vida? ¿Cómo se lo explicaría a sus familiares? ¿A dónde iría? No es como si fuera a pasarse a vivir con Sorel en una linda casita de esa comunidad cuando aquel muchacho no había acabado con sus estudios y sinceramente, él no tenía dinero con que comprar algo así... Había vivido una vida de humildad en todo aspecto. Necesitaba algo más extremo que lo ayudara a controlar el ritmo de sus pensamientos porque él era débil. Su comportamiento había sido reprochable y vergonzoso, no por el hecho de ser gay sino por traicionar sus votos sagrados. A esas alturas no dudaba que ser homosexual era tan natural como no serlo, no lo consideraba un pecado ni una aberración ante los ojos de Dios, pero lo que él había hecho en aquella banca... eso era diferente. Merecía mortificación y penitencia, no por el acto en sí mismo sino por irrespetar sus votos.

     Emiliano había contraído un resfriado terrible que lo tenía escalofriándose a cada segundo por su fuerte temperatura, precisamente ese sábado que celebraban dos bautizos en la mañana, la confirmación de 45 adolescentes por la tarde y, además, tenían una visita programada para Amalía, la señora que durante dos años se había encargado de la limpieza en la casa cural y que hace cinco días había sido operada. Aarón se encargó de la mayor parte del trabajo, era lo menos que podía hacer por Emiliano a quien admiraba y respetaba tanto. Después de la última misa de la tarde, estuvo cuidando de su compañero que ahora estaba en cama y le colocó toallas húmedas en la frente hasta que su temperatura bajó. Una vez cumplidas todas sus responsabilidades, fue al templo a buscar otra cosa con la que ocuparse porque a pesar de estar martirizándose en cuerpo y alma, aún no conseguía su sosiego. Sacó la larga cruz procesorial utilizada en las celebraciones litúrgicas importantes y empezó a pulirla en la mesa del altar hasta dejarla más brillante que antes, pero durante la labor su corazón seguía inquieto. Buscó en la oficina la pequeña radio reproductora y colocó el disco de cantos gregorianos del Ministerio de Santo Domingo de Silos y casi de inmediato esa música flotando por todo el lugar a un volumen bajo lo hizo sentir un poco mejor. Pulió también el cáliz y observó que la crimera donde se guardaba el óleo santo que había utilizado en los bautizos de la mañana no había sido guardada en su lugar. El vino también estaba donde no le correspondía, aquella semana había sido tan ocupada para todos que inclusive la señora Cruz no había acudido a ayudarlos y todo en el templo estaba un poco desordenado. Los colocó en el altar para guardarlos luego. En tanto se ocupaba con esas tareas, su concentración empezaba a llegar lenta, pero aun así era lo mejor de los últimos días. Esa noche había luna llena. Rayos de luz se colaban a través de las vitrinas de colores en lo alto de la iglesia y proyectaban hermosos fulgores artísticos que daban por aquí y por allá iluminando mágicamente el altar. Aarón se sintió inspirado para encender un poco de incienso y arrodillarse a orar. El olor de los granos de resina al quemarse siempre le había parecido grato. Las palabras del Salmo 50 fueron sus elegidas, pues lo que necesitaba en ese momento era de la misericordia de Dios.

     Sorel se asomó por la puerta con mucho sigilo, fue extraño escuchar música gregoriana haciendo eco en las paredes cuando eran las 12:30 de la noche. Luego, le pareció ver la figura de un hombre con sotana arrodillado tras la mesa del altar. No podía tratarse de nadie más que de su sacerdote favorito, así que se acercó despacio para no asustarlo. Aarón estaba tan concentrado a esas alturas que no se percató del momento en que el joven se arrodilló a su lado solo para ver con atención el modo en que su rostro era besado por la luz de la luna mientras oraba, como si un ángel estuviera iluminándolo. Aquella era la escena perfecta para un pintor aficionado a las criaturas divinas. El más bajo estaba embelesado observando el movimiento de aquellos labios que hablaban casi en un susurro y eran coreados por los cantos de un montón de monjes que él no conocía. El aire estaba viciado por el humo del incienso que subía haciendo figurillas juguetonas con la luz colada por los vitrales.

     —«Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado: contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces. En la sentencia tendrás razón, en el juicio resultarás inocente. Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre».

     Sorel decidió mostrarle a Aarón una mejor parte de aquel libro sagrado, había dedicado varias horas a buscar esos pasajes y aprenderlos de memoria. Habló con voz calma.

     —«Reciba yo un ósculo santo de tu boca. Porque tus amores son, ¡oh, dulce esposo mío!, mejores que el más sabroso vino. Manojito de mirra es para mí el amado mío...» —Aarón abrió los ojos, sorprendido solo por un instante de ver a Sorel ahí. Este le sonrió—. Sé que debes reconocer que eso está en la biblia: El Cantar de los Cantares... Y también dice: «Soplad en mi huerto, despréndanse sus aromas. Venga mi amado a su huerto, y coma de su dulce fruta...» —Sí, el sacerdote creyó que aquel joven era como una dulce fruta, pero una prohibida, al fin y al cabo, por lo que respondió con otra cita.

     —Timoteo dice: «Huye también de las pasiones juveniles, y sigue la justicia, la fe, el amor y la paz, con los que de corazón limpio invocan al señor».

     —«Oh, quién me diera, hermano mío, que tú fueses como un niño que está mamando a los pechos de mi madre, para poder besarte, aunque te halle fuera o en la calle, con lo que nadie me desdeñaría —le tomó de las manos antes de continuar—. Yo te tomaría, y te llevaría a la casa de mi madre; allí me enseñarías tus gracias; y yo te daría de beber el vino compuesto y del licor nuevo de mis granadas» —Aarón se apartó con un gesto de dolor en cuanto Sorel se acercó para abrazarlo—. ¿Estás bien? —preguntó el más bajo al notarlo.

     —Lo estoy... Es solo mi penitencia, es menos del dolor que me merezco... Necesitaba ayudarme a resistir la tentación... Tuve que mortificar mi carne para ello.

     —¿De qué penitencia estás hablando? —preguntó sin dejar de oír los cantos gregorianos haciendo vibrar el templo.

     Sorel tuvo una mala imagen mental, a propósito, colocó su mano fuertemente sobre la cintura de Aarón y lo vio encogerse una vez más. Sabía que aquel sacerdote estaba tan loco como para intentar algo así. Le dedicó una mirada de reprobación y luego se apresuró a abrir los botones de su sotana. Aarón intentó sujetarlo.

     —¿Qué estás haciendo, Sorel?

     —Asegurándome de que no estás lastimándote.

     —¡Estoy expiando mi pena!

     —Tu Dios puso esta sensación sublime en mí. No voy a masacrarme por ello y tampoco permitiré que tú lo hagas.

     Desabrochó todos los botones de la camisa negra que el sacerdote tenía bajo la sotana y encontró el maldito aparato enterrándose en la piel de su cintura.

     Desabrochó todos los botones de la camisa negra que el sacerdote tenía bajo la sotana y encontró el maldito aparato enterrándose en la piel de su cintura

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