Cuando Michelle entró a su casa después de un rato de haber estado afuera, inmóvil por la confusión, la figura de su madre la sobresaltó. Esta había estado esperándola, sentada en el mismo sofá, durante algunas horas. La tensión le había producido un severo dolor en el cuello y una leve migraña que solo se mitigó en cierta medida cuando su joven hija entró a la sala, sin el uniforme de la escuela, vestida con ropa que no le pertenecía, con el pelo desordenado, la mochila húmeda sobre los hombros y una expresión tan perpleja como si hubiera descubierto el significado de la vida... y no lo pudiera creer.
—Ya estás aquí —prácticamente suspiró la madre, levantándose a darle el encuentro a la menor.
—Sí —musitó Michelle.
Amanda Oliveira observó a su hija de pies a cabeza, rescatando por lo menos siete detalles por los que podía regañarla.
—Me llamó la mamá de Franco —comentó, cruzándose de brazos antes de decidirse—. Me dijo que tú y él habían tenido un accidente con el lodo o algo parecido.
—Sí.
—¿Qué clase de accidente con el lodo, si se puede saber?
Michelle estaba a años luz de esa conversación y no sabía cómo regresar. Su cerebro seguía flotando en un lugar inhóspito, cualquier tipo de lenguaje había escapado de su comprensión.
El encogimiento de hombros de su hija no fue, ni por poco, la respuesta que la madre requería.
—¿Cómo que no sabes?
—No lo sé —murmuró Michelle.
—¿Vienes con ropa de otra persona y no sabes cómo pasó?
—Estaba lloviendo...
—Exacto, estaba lloviendo. Con mayor razón debiste haber regresado a casa antes de que se desatara la tormenta, ¿qué se supone que estabas haciendo que te tardó tanto como para que tuvieras que quedarte en casa de Franco? No sabes lo preocupados que hemos estado.
El uso del plural le recordó a Michelle que la presencia severa de su madre no era la única que estaba en casa.
—¿Papá está? —preguntó quedamente.
—Está en su oficina. Hazme el favor de decirle que ya llegaste y ve a dejar la mochila en la secadora antes de que lo que haya adentro se termine de echar a perder.
Ignorando el tono severo en el que la mayor se lo había ordenado, Michelle obedeció. Pasó a saludar a su padre antes de extraer los cuadernos de la mochila (secos de milagro), dejarla en el cuartito de lavado del primer piso y subir a su habitación para encerrarse ahí, más tranquila entre sus pertenencias y todo lo que sí le parecía familiar.
Maddie dormía panza arriba en su pequeña camita en la esquina del dormitorio, pero al verla llegar acudió de inmediato a su encuentro, apoyando sus patitas delanteras sobre ella.
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De cómo conocí a los Beatles ©
Teen FictionLo que empieza como una amistad de verano terminará siendo el descubrimiento de las experiencias de la adolescencia para una chica que no se sentía preparada para crecer. *** Michelle ama dormir. Quizás es por eso que odia ser despertada temprano e...