11. El orgullo

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La mañana siguiente fue algo extraña, porque Michelle salió de la cama y empezó a prepararse sin saber cómo se sentía

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La mañana siguiente fue algo extraña, porque Michelle salió de la cama y empezó a prepararse sin saber cómo se sentía. Podía sentirse asustada e intimidada, podía sentirse enojada, podía sentirse disgustada o simplemente deprimida de acuerdo al día al que se suponía que se estaba enfrentando, pero no fue consciente de ello sino hasta que, después de un breve desayuno con su madre, estuvo caminando hacia la escuela en medio de una mañana ya no demasiado fría.

La sola idea de que iba a ver a Alessia por primera vez desde lo que había pasado el día anterior le hacía sentir que no la había visto en décadas. Pequeños espasmos involuntarios le atacaban el cuerpo al ser consciente de que una amistad de diez años de duración se había visto desmoronada de manera tan brusca y una de las personas más importantes de su vida la había lastimado como nadie hubiera podido. ¿Qué iba a hacer? Tenía que tomárselo con calma, ya había llegado a esa conclusión y estaba segura de poder lograrlo, pero eso no le quitaba de encima los escalofríos. Era necesario que se serenara. Si se sentía inquieta, sabía que se pondría a la defensiva y entonces diría cosas de las que después se iba a arrepentir. Debía pensar. No debía dejar que el rencor manipulara sus labios, necesitaba ser la persona madura en la situación y actuar a la altura del título.

O al menos todas esas eran sus resoluciones hasta que entró a su salón y vio, aun desde la puerta, que Alessia ya se encontraba sentada en el pupitre que siempre ocupaba, erguida, alerta, casi como si hubiese estado esperando su llegada. Sus miradas se cruzaron por un instante.

Eso bastó.

La llamarada empezó a recorrer a Michelle desde la punta de los pies hasta la cabeza, llenándola de un resentimiento asesino. Solo había necesitado mirarla una vez para que la humillación y traición que había sentido el día anterior se apoderaran de su cuerpo.

Se vio tentada por un momento a caminar a zancadas a su encuentro y gritarle sus verdades a la cara, en voz alta, para que todo el mundo supiera lo que había hecho. Sin embargo, dominándose y sabiendo que esa no era la reacción que la situación merecía y que era la decisión menos madura que podía tomar, se contuvo. Su razonamiento inmediato le comunicó que mientras más cerca de Alessia estuviera durante el día, más probabilidades había de que se desatara el infierno en la tierra, por lo que buscó una solución que llegó unos cuantos segundos después, caminando con la mirada en alto y su buen humor habitual.

—¡Mario! —exclamó ni bien este pasó junto a ella.

A los pocos minutos había logrado convencerlo de que se sentara con ella, dejando a su vez que Rodrigo, su compañero, se sentara junto a Alessia. Mario preguntó varias veces por la razón, pero Michelle supo esquivar el tema con maestría hasta que el profesor de la primera clase ingresó y nadie pudo conversar por más tiempo.

Desde ese lugar del salón, pensaba Michelle, se tenía una perspectiva muy diferente, quizás era por la vista, quizás también por la compañía. Intentó mantener el cerebro y los ojos puestos en las clases que iban transcurriendo, pero le fue en extremo difícil, no era posible que una persona con la mitad de su temperamento resistiera tanto tiempo sin pensar en el asunto que la atormentaba. En una ocasión incluso, durante un pequeño receso entre clases, sentada en el pupitre ajeno con la rodilla temblando de ansiedad, Michelle no pudo evitar volver a cruzar otra mirada con Alessia, que tenía en la cara la mirada más triste que en la vida le había visto. En cualquier otro momento ese gesto hubiera bastado para ablandarle el corazón y hacerla correr en su consuelo, pero el rencor por el momento la había insensibilizado. Así que apartó la vista, no le dio importancia y volvió a su cuaderno abierto, que solo había puesto sobre la mesa para tener algo en qué concentrarse.

De cómo conocí a los Beatles ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora