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Cuando terminaron de cenar, Anahí volvió a llevar los platos, ahora vacíos, a la cocina. Se habían comido casi todo, porque resultaba que ambos tenían buen estómago y no habían comido en demasiadas horas. Alfonso se había reído porque, mirándola de arriba a abajo, le había preguntado que no sabía dónde metía toda esa comida y Anahí se había levantando, envalentonada por las dos copas de vino que se había tomado, y pasándose las manos por el cuerpo le había dicho:

— No te creas que este monumento se mantiene del aire. Necesita sustancia.

Alfonso había reído aún más alto y Anahí se había quedado descolocada al escuchar su risa franca.

— No tienes que fregar los platos, tengo lavavajillas.

Anahí se encogió de hombros, mientras enjuagaba otro y lo dejaba en la encimera para secarlo.

— Me gusta. Cuando friego los platos pienso en todo lo que he hecho durante el día y en lo que podía haber cambiado.
— ¿Y cambiarías algo? —dijo, acercándose a ella.
— Supongo que siempre cambiaríamos algo...

Estaba nerviosa, porque cada vez Alfonso estaba más y más cerca, pero no quería hacérselo saber. Respiro profundamente y siguió limpiando el plato que tenía entre las manos, hasta que lo sintió detrás de ella y su aliento chocó contra su cuello desnudo haciéndola temblar.

Se giró tan rápido que no se dio cuenta de que tenía un plato en las manos hasta que se estrelló contra el suelo, rompiéndose en mil pedazos.

— No se te ocurra moverte —le había dicho con voz grave y profunda—. En seguida vuelvo.

Anahí estaba descalza y, aunque sentía el corazón desbocándose en su pecho, no se movió. Ni siquiera movió los dedos de los pies, aunque deseaba con todas sus fuerzas hacerlo. Alfonso volvió en ese momento, con una escoba y un recogedor y barrió a su alrededor con esmero. Cuando pensó que había terminado, fue a moverse, pero Alfonso se lo prohibió de nuevo y en segundos se colocó frente a ella.

— Ahora te llevaré a un sitio seguro.
— Pero tu brazo...
— No lo necesitaré, tranquila —contestó sonriente, muy cerca de su boca—. Bien, coloca tus manos en mis hombros —dijo poniendo las suyas alrededor de su cintura—, y cuando cuente tres salta sobre mi, enrollando tus piernas a mi alrededor.

Anahí tembló levemente por los nervios, pero asintió despacio, esperando que Alfonso pudiese con ella y no hiciese nada que le empeorara el brazo.

— Una —empezó él, mirándola directamente a los ojos—, dos... Y tres.

Anahí se impulsó con cuidado y, con una leve ayuda de Alfonso, colocó sus piernas alrededor de su cintura, enrollando su brazos en su cuello y pegándose a su cuerpo tanto como pudo. Escuchó como Alfonso gemía, pero no supo distinguir si por dolor o por placer, y segundos después vio como los movía a los dos, llevándolos de vuelta al salón. La sentó en la mesa alta en la que habían comido y se quedó entre sus piernas, pasando su mirada de sus ojos a su boca.

— Alfonso, yo...
— Déjame comprobar que no tienes ningún corte —dijo de pronto, alejándose de ella y centrándose en sus pies.

Anahí lo observó en silencio, mientras él examinaba sus pies centímetro a centímetro. Sentía sus dedos acariciar su piel, y como esta quemaba a cada roce. Pero se mantuvo firme y sin apenas respirar, hasta que Alfonso, sonriente, terminó dándola un leve beso en uno de sus tobillos, se incorporó y la miró fijamente.

— Estás fuera de peligro —dijo él, aunque ella no estaba tan segura.
— Gra... cias. Y, lo siento.
— ¿Por qué lo sientes?
— Por romperte un plato. Supongo que soy un poco torpe...
— ¿Eres torpe, o estabas nerviosa? —preguntó, volviendo a colocarse frente a ella, entre sus piernas.
— Yo... No...
— No niegues lo que sientes, Annie. No te cierres a lo que quieres hacer y sentir.

Quién te creesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora