Capítulo 3

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Unas horas mas tarde, ambas se encontraban en silencio y a oscuras alrededor de la mesa que ocupaba el comedor. Jess tenía una taza de té caliente entre las manos que bebía a sorbos pequeños mientras pensaba en todo lo sucedido. Abrió la boca con la intención de preguntar algo a su madre, que la miró con ojos vidriosos, pero la volvió a cerrar inmediatamente. Jenine se levantó de su silla y se aproximó a su hija, levantándole la camiseta por la espalda y observando los muñones negros de su espalda.

-¿Aun te duele?

-Ya no. Tu sabes lo que me pasa, ¿verdad? - Jenine apartó la mirada de su hija, avergonzada - ¡Mamá!

-Jessica, perdóname, no sabía que pasaría esto, nunca lo imaginé, sino te lo habría contado desde el principio...

-¿Contarme el que? - interrumpió la menor, nerviosa. Se hizo una larga pausa en que Jenine parecía medir sus palabras.

-Cariño, eres hija de un ángel caído. - la chica miró incrédula a su madre y se levantó, indignada.

-¡Ya basta, mamá! He aguantado años tu delirio sin rechistar. Te he dejado a tus anchas y he permanecido contigo a pesar de esta vida llena de miedo, traslados, soledad y fuga. No pienso seguirte más el juego.

-¡No es ningún juego! - la madre rompió a llorar y escondió la cara entre sus manos. - Ojalá fuera un juego... - el susurro heló la sangre de Jess, que se compadeció de su madre y la abrazó.

-Cuéntamelo todo, mamá. Todo.

Jessica permaneció callada bajo la mirada de su madre, dudando sus propios sentimientos. Intentó con todas sus fuerzas hacer un hueco en su cerebro para tanta información, e intentó fervientemente creer que era real.

-Dime algo, por favor...

-Mamá... ¿Te das cuentas de lo que me acabas de decir? Es de locos. - la mujer se dio la vuelta ante su hija y levantó su camiseta hasta mostrar sus omóplatos. La chica quedó muda una vez mas, mirando las dos cicatrices alargadas que surcaban en vertical la mitad superior de la espalda de su progenitora. Pasó los dedos por el surco en su piel y se mordió el labio para contener las lágrimas. - Entonces es cierto... Soy hija de un ángel. - su madre acarició su mejilla tiernamente.

-Cariño, siento haberte dado esta vida... Pero comprende que si llegaran a encontrarnos, nos matarían... Te matarían.

-¿Porque te desterraron?

-Porque me enamoré. Los ángeles somos... Son, seres divinos, no pueden mezclarse con los humanos mas que para velar por ellos o castigar sus acciones. Ellos son juez y verdugo para los humanos, por esa razón, al enamorarme de tu padre, dejé de ser un ser divino. Caí a la tierra como castigo y fui condenada a huir el resto de mi vida mortal de aquellos ángeles que me dan caza. Tu padre... Tu padre cayó en sus manos cuando tu naciste. - Jenine enseñó a su hija la marca que tantas veces ella había visto y nunca se había atrevido a preguntar. En un tono marrón oscuro, cerca de la nuca de la mujer, se dibujaba un triángulo invertido, atravesado por una flecha. - Esto se llama Escarnio y es la marca de los desterrados.

-Pero yo no la tengo, y si tengo alas.

-Lo se y no comprendo... Nunca oí hablar de ángeles con alas negras. De hecho, nunca oí hablar siquiera de los ángeles caídos. No nos estaba permitido hablar de aquello. No se nos estaba permitido hablar de nada en general... Los ángeles son solo soldados. - la chica tocó su espalda con preocupación. - Tranquila, una vez te salgan las alas, se replegarán y ni tan solo se verán. - el silencio volvió a invadir la estancia cuando Jess sintió una punzada de dolor y apretó los párpados.

- ¿Y que clase de nombre es Jenine para un ángel? - dijo sonriente para aligerar el ambiente.

-En realidad me llamo Leuviah.

-¡Yo también quiero un nombre chulo de ángel! - dijo guiñándo un ojo y sacando la lengua a su madre.

-¿Que nombre quieres, entonces?

-Pues... No se... No se ningún nombre de ángel. De hecho no sabía siquiera que existían hasta hace un rato. - Leuviah se dirigió a su habitación y trajo consigo un colgante plateado que entregó a su hija. - Haziel...

-Era el nombre que eligió tu padre para ti. Significa "Dios misericordioso". - Jess torció el gesto. - El mio significa " Dios que socorre a los pecadores".

-Me gusta Haziel - dijo la chica sonriente y abrazó a su madre fuertemente. -Oye mamá - la chica separó la cabeza del pecho de su madre sin dejar de abrazarla. - ¿Podré volar?

-¿De que nos servirían las alas si no? - las dos estallaron en risas.

Dos días después, Leuviah se encontraba examinando las alas de su hija, que ya no desgarraban su piel de la chiquilla y estaban casi formadas. Unas largas y negras plumas cubrían la parte baja del extremo de sus alas, y estas iban menguando de tamaño hasta llegar a un plumón, como pelusilla negra que recubría la bases de las dos alas. Haziel se despertó cuando su madre estiró su ala derecha para calcular su longitud. Notaba la cara entumecida de dormir boca abajo, pues las alas la incomodaban para dormir de cualquier otra forma, y debía descansar en medio del comedor, con dos colchones en el suelo y los muebles retirados, para dejar espacio a la extravagante envergadura de sus nuevas adquisiciones. Se sentó sobre el colchón y estiró los brazos bostezando. Sus alas reaccionaron ante el despedazamiento y se estiraron cuan largas eran, o casi, pues ni tan solo cabían de esquina a esquina en el salón. Chocaron con un mueble de madera y un jarrón se rompió en mil pedazos al caer al suelo. El ruido sobresaltó a la muchacha, que pidió disculpas bajo la mirada amenazante de su madre. Seguidamente, se levantó, haciendo que sus alas chocasen con varios muebles más y causaran un estruendo considerable. Haziel se dio la vuelta de golpe, para ver lo que había golpeado y propinó un empujón a su madre, quién cayó al suelo. Frustrada, intentó replegar sus alas hasta que quedaron formando dos líneas verticales en su espalda, desde encima de su cabeza hasta el suelo. Hizo tal esfuerzo que el sudor corrió por su frente hasta que no aguantó más y las alas se relajaron, causando la rotura de otra figurita de cerámica. Sintiéndose impotente, se sentó de nuevo y una lágrima surcó su mejilla. Leuviah se sentó a su lado y recogió la lágrima del ángel con su pulgar y, seguidamente, la abrazó fuerte.

Aquella noche, Leuviah despertó a su hija zarandeándola. Con una gran sonrisa en la cara, salió por la ventana a la escalera de incendios e indicó a su hija que la siguiera. Tras un gran esfuerzo, consiguió sacar las dos alas sin hacerse demasiado daño y vio como su madre saltaba por la barandilla de hierro. Se asomó rápidamente asustada y vio a su madre haciéndole señas desde la calle, cuatro pisos mas abajo. Haziel se colgó de la barandilla metálica y quedó suspendida con el pecho contra esta, con sus manos sujetándola. Miró hacia abajo y ahogó un grito al ver lo lejos que quedaba el suelo de sus pies. Cerró los ojos y se aferró al metal que la sujetaba a la vida.

-¡Salta cariño!

-¡Me voy a matar! - alzó un poco la voz sin siquiera abrir los ojos.

-Confía en mi.

Tardó unos segundos en aflojar sus dedos hasta que, finalmente, se soltó y se sintió caer. Sus pies tocaron el suelo e instintivamente su cuerpo de echó hacia adelante, haciendo que diera una voltereta con la espalda contra el suelo, doblándose un ala. Sentada en el suelo y mareada, soltó un gemido lastimero acariciándose la parte doblada del ala. Su madre le tendió la mano y esta la aceptó, animada. Se puso de pié y miró seriamente a su madre.

-Mamá, voy en pijama... ¿Que hora es? No vuelvas a asustarme así.

-Lo siento, cariño. ¡Hoy te enseñaré a volar! - su cara resplandecía bajo la luna y su entusiasmo se contagió a Haziel.

Vuela libreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora