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Harry siempre había vivido en Holmes Chapel en compañía de su madre.
Su padre les había abandonado cuando Harry tan sólo tenía siete años, y desde entonces no habían tenido noticias suyas.
Nueve años era demasiado tiempo, pero Harry ya se había acostumbrado a no echarle de menos, no cuando tenía a su madre, la mujer más fuerte y determinada que jamás había conocido.Tal vez Rachel, la madre de Harry, se sintiera culpable en cierto modo por el abandono de Robert, su padre. Desde luego no era algo que ella hubiese decidido, había conocido a Robert una noche en una fiesta en Londres y había quedado embarazada por accidente sin tener tiempo de conocer al que se convertiría en el padre de su hijo.
Robert aceptó con orgullo la responsabilidad que se le presentaba como padre, o al menos durante los primeros tres años, antes de que la situación comenzase a torcerse como un manzano que crece sin apoyo alguno, inclinándose hacia los lados y dejando caer sus hojas como la copia barata de un hermoso sauce.
Había aceptado una oferta de trabajo en Nueva York sin consultarlo con Rachel, avisándola con apenas una semana de adelanto.
Lloró suplicándole que no les abandonase, agachada en la puerta del cuarto de baño viendo cómo la noche antes de partir, se arreglaba el cabello frente al espejo, sin mostrar una pizca de arrepentimiento por su decisión.
Robert se marchó fingiendo no tener opción más que marcharse lejos de las personas a la que amaba. Pese a las imploraciones descorazonadas de su mujer, con sus hermosos ojos azules acuosos, reflejando el rostro impasible de Robert en ellos, se marchó.
Eran las cuatro de la madrugada cuando se sentó sobre el suelo de madera, en la casa que ambos habían comprado para criar a su pequeño, iluminada tan sólo por el suave rayo de luna que penetraba el cristal, aún sin cortinas que las cubrieran.
Tapó su boca con la mano, conteniendo su dolor, sus gritos, su llanto y esperó paciente con ambos ojos cerrados con fuerza a que sus saladas y dolorosas lágrimas se deslizasen por sus mejillas en completo silencio.
Así, durante lo que parecieron horas, Rachel se mantuvo con la espalda apoyada en el gran sillón marrón, asimilando que la puerta se había cerrado y que posiblemente, Robert nunca volvería.
Caminó sigilosamente por el estrecho pasillo de su hogar hasta la habitación de Harry, donde acurrucado en su cama, abrazando un pequeño oso blanco, yacía en el quinto sueño con los pequeños rulos color chocolate deslizándose por su frente.
Rachel nunca lo admitió, pero mientras acariciaba la frente de su pequeño y le susurraba que estarían bien, dejó escapar pequeños y reprimidos sollozos de su garganta.
Durante el siguiente mes, Robert no dio señales de vida. No llamó, no mandó dinero, no apareció.
El pequeño Harry lloraba cada noche, cada mañana. No dormía, sufría suaves ataques de asma que no dejaban que el aire traspasase a sus pequeños pulmones y sus diminutas manos se encontraban siempre frías y temblorosas.
Harry enfermó, teniendo que ingerir medicamentos y medicinas extremadamente caros que Rachel tuvo que comprar con sumo esfuerzo.
Con tan sólo un sueldo no llegaba a final de mes, escaseaba la comida en la nevera y pasaban frío de noche, tanto que Harry correteaba hasta la cama de su madre para acurrucarse cerca de su cuerpo, buscando algo de calor.
-Harry, abre la boca, cariño.
El pequeño negaba con la cabeza, aquel jarabe sabía a tiza de pizarra, y de ningún modo lo tomaría.
-Tienes que comerlas si quieres curarte. -insistía ella hasta que conseguía que el ojiverde abriese su boca mostrando un diminuto hueco para que introdujese la cuchara.
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sinceramente, tuyo
Teen FictionDurante años, el joven del cabello de chocolate ha suspirado entre las esquinas de su pintoresco pueblo el nombre del castaño de ojos índigo sin recibir recompensa alguna por ello. Louis es carismático, apuesto e indulgente, dispuesto a conseguir su...