Era difícil pasar desapercibido con una espada enorme por las calles de París. El reto consistía ahora en regresar a casa, ya que todas las fuerzas de seguridad tenían fichados a los tres chicos de ADICT.
El cielo gris anunciaba lluvia y las sirenas de policía que se escuchaban cerca de donde estaban los tres jóvenes presagiaban que iba a haber tormenta.
—Hemos robado una espada—dijo Esther—. No sé si os dais cuenta.
—No me digas...—refunfuñó Javi—. Como no encontremos pronto un transporte y nos larguemos a España, nos van a perseguir hasta los servicios de inteligencia. ¿Cómo has llegado tú?
Javi cruzó la mirada con Esther. Ella sólo se encogió de hombros.
—En avión. Aparecerme largas distancias es imposible. Y si fuera posible sería muy cansado. Hay un límite, ¿sabes? Un kilómetro y medio... y ya supone un gran esfuerzo.
Un leve siseo les sacó de su agradable conversación. Volvieron la cabeza y allí estaban Valentín y Nicolás Vicuña. Los neófitos.
—Rastrearos sabiendo por dónde habíais escapado ha sido demasiado fácil—dijo Nicolás—. Lo cierto es que Claire estaba desconcertada con vuestra huida, nunca se le había escapado nadie.
Javi apuntó con la espada al frente.
—Déjate de monsergas, desgraciado—le espetó, mientras notaba cómo caía una fina gota de agua sobre la punta de su nariz. Empezaba a llover—. Tenemos la espada.
—Es un pedazo de escultura acoplada en otro pedazo de escultura— se rió Nicolás—. ¿Te crees que somos tontos?
—Un poco, sí— dijo Javi, despreocupadamente—. ¿Crees que es eso que dices? Pues sí. Puede ser. Pero me lo llevo. Me voy a llevar la espada y nadie me lo impedirá.
Los neófitos se miraron, sorprendidos. No habían tenido tantos lances con ADICT como Vicente y no sabían hasta dónde podían llegar aquellos chavales para lograr lo que querían. Veían la expresión despreocupada de Javi, la mirada seria de Laura y la sonrisa siniestra de Esther y se preguntaban qué clase de gente eran, a la que no asustaba ni que todos los cuerpos de seguridad de Francia les persiguieran ni que dos neófitos sedientos de sangre les amenazaran ni que hubiera un vampiro como Vicente Vicuña tras algo que tenían entre sus manos.
Valentín fue el primero en atacar, pero Esther levantó su mano, sin siquiera desenfundar su varita, y una onda de choque envió de espaldas al neófito, que fue a dar con sus huesos en el suelo cinco metros más allá.
—Ni lo intentéis—masculló Esther, bajando la mano.
Valentín se incorporó. Apenas había sufrido daño, pero se había llevado un buen susto. Nicolás gruñó.
—Vais a escribir el último capítulo de vuestra miserable existencia—dijo, lanzándose contra Javi. Él blandió la espada esculpida en mármol y la destrozó contra su cabeza. Nicolás cayó al suelo y la espada esculpida quedó destrozada, cayendo algo contenido en su interior al suelo que Javi cogió de inmediato. Una espada metálica, cuya hoja curvada en toda su longitud hacía ver que estaba orientada más a cortar que a perforar. Una katana.
—¿Cómo sabías que estaba ahí dentro? —preguntó Esther.
—Mejor ni preguntes...—respondió Laura.
—La espada esculpida tenía el tamaño exacto para contener la katana en su interior. La sostenía una diosa a la que todos los demás en la escultura parecían adorar y había un caballo cerca. "Vivir libre o morir" era la cita que aparecía en el pedestal. No está directamente relacionada con Amaterasu, pero nuestra diosa estuvo encerrada en una cueva mucho tiempo. No era libre y por ello quiso morir. Y justo encima había una inscripción en latín como tantas otras que ya hemos encontrado en búsquedas anteriores, que decía "Angelum Galliae Custodem Christus Patriae Fata Docet", o sea, más o menos, que el Ángel de la Guarda y Cristo enseñan su destino a su país. Nadie más que el ángel y Cristo, no males más antiguos ni vampiros cero. Es un lugar espléndido para esonder la espada. Dentro de otra espada, sostenida por Marianne, símbolo de la libertad del pueblo, a quien parece que rinden culto; mujer que a su vez sostiene una espada y con un caballo al lado, o sea otro símbolo de Amaterasu. Además, lo más importante es que no había más pistas que nos dirigieran a cualquier otro sitio. El lugar que cambió de nombre era nuestro destino. A la fuerza tenía que estar ahí.