CONTRAPARTE

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Y ahora estoy en la penumbra de mis días, más allá de los ventanales de esta mansión abarrotada de recuerdos, entre las grietas de sus paredes en donde se posa la melancolía que me abruma, y me quiebra hasta el último hueso de mi alma adolorida, más allá de este portal agónico, testigo de este espectáculo tenebroso que me brinda la señora muerte, está inquietantemente absorta: la presumida laguna que bordea la triste y abandonada casa. Soy Roderick Usher, y voy a morir.

Mi amigo acude en una visita solicitada por mi puño y letra, a la cual él respondió con pronta urgencia sin ninguna objeción. Él me recuerda a nuestra juventud, aquellos momentos de felicidad absoluta, aquellos días de primavera en los que corríamos por los floridos alrededores de mi hogar, y ahora, el otoño se posó dulcemente en el filo de mi ventana como un cuervo hambriento que me mira fijo, impertérrito, con ambición deslumbrante de apropiarse de mi alma acongojada. No puedo no remitirme a mi compañero con cierto rencor pudoroso, nacido de las entrañas enfermas de mi ser, al verlo tan jovial a pesar de los años transcurridos. Es como si al irse, hubiese recuperado toda su juventud en un soplido, y a mí me hubiese consumido toda la tristeza de estas paredes, de esta celda en la que llevo pareciera unos cuantos siglos.

Y moriré en brazos de esta locura deplorable, en la absoluta condición humana en la que todo mortal llega al final de sus vidas, que es el miedo. Y las palabras salen de mi boca, producto del ensueño en el que siento que estoy sumergido ya hace un tiempo, y la palabra "muerte" saborea mis labios fríos, se desliza por mi garganta un silbido congelado que me asfixia, y ese estupor comprime mi pecho atormentado por el dolor. Puede que esté soñando, y esa terrible sensación que se apodera de nuestra mente cuando todo está perdido, el no saber discernir entre si uno ya está muerto o si es parte de un sueño interminable, un infierno mortal que se repite día tras día, un bucle temporal del que uno no se puede escapar, el letargo infame que da la implacable muerte.

Madeline rodea con su soltura sombría −casi imperceptible− las instalaciones de la propiedad, a veces hasta olvido que tengo una hermana en compañía, y si no fuera por sus constantes y ruidosos quejidos nocturnos, no notaría su presencia en lo absoluto. De día su existencia es tan efímera, inestable e invisible, carente de vida, que la menor brisa fresca borra las huellas de sus pasos. La veo desde mi cama como su sombra ausente, tenue, que se mezcla con la de los muebles de la casa y se difuma perdiéndose en el soslayo de mis ojos tristes.

Escucho atentamente las palabras de mi amigo, que me consuelan de cierta manera y endulzan mis oídos, pero parte de mi sangre intoxicada por la pena y el sufrimiento de este cuerpo endeble me atormenta, y siento cómo la ira se apodera de mis pensamientos, y nace de ella una palabra que había crecido, como mi pesar, en los rincones más secretos de mi casa. La palabra surgió en mi pecho, tal como mi horrible enfermedad y se repite de forma insistente en mi mente, como un susurro que resuena en mis oídos, un pensamiento que me acompaña desde hace un año por las noches, me despierta por las mañanas, y ahora repta por mis esqueléticos hombros, ese cosquilleo que se traslada por mi brazo y se posa celosamente en mi mano. La palabra es: piedad, pero eso es una mentira. En realidad la palabra es: venganza. Y mi mano aprieta fuertemente el cuello de mi amigo, y no lo suelta, siento su último suspiro calamitoso desprenderse de su boca trémula, y saboreo en mi lengua el gusto de la tarea realizada, de la promesa cumplida, que juntos iremos hasta el final de nuestras vidas.

                                                                                   

                                                                           En honor a Edgar Allan Poe, cuyos cuentos llenaron mis lecturas de pasión por la pluma y las letras.  

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