ESPEJO

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ESPEJO

Mi madre siempre descansaba en la sombra del ombú en el patio de la gran casona de la calle Pedernera en el barrio El palomar, ella se sentaba con su pava y su mate toda la tarde, los zorzales cantaban cuando llegaba la primavera, en si era un barrio de lo más tranquilo, ocupado en su mayoría por los familiares que trabajaban en la base militar.

Mi hermano y yo jugueteamos en la puerta cuando madre lo permitía, éramos una pequeña bandita de niños inocentes. Renaldo, mi hermano, siempre correteaba por las veredas de baldosas flojas de nuestra cuadra siempre persiguiendo a Alicia, una niña dos años mayor que él, y cuando no corrían, se escondían tras las hortensias que tapaban la entrada de la casa, o tras los postigos del gran ventanal del living. Y allí cuchicheaban sobre tonterías de niños, eso cuando estaban medianamente tranquilos, los días intensos, aprovechaban la soledad para acurrucarse en besos tímidos que con el correr del tiempo y de los años se transformaron en largas horas de pasión secreta, eso era porque ninguno de los progenitores aprobaba la relación. Yo, siempre los espiaba, quizás ahora que lo pienso con otra objetividad justo ahí se fomentó mi perversidad, que comenzó con la imperecedera necesidad hacia lo desconocido, era muy vergonzoso para tener la suerte que tenía mi hermano, y mis juegos en sí, se podría decir, eran más solitarios. A mí me tocaba complacer a mamá, mientras Renaldo era el "niño perfecto" que disponía de toda comodidad y beneficio por ser el hermano mayor, en mi caía toda la responsabilidad, la que no tuvo mi padre cuando dejo el hogar, más tarde la de Renaldo y sus infinitos errores.

En esos atardeceres que me dedicaba a observarlos con mi gran lupa de Sherlock Holmes, mi intuición crecía como los pelos en mi barbilla, ya los veía allí, jugando a la mancha a lo bruto, y como mi hermano se balanceaba en todas las niñas del barrio, algo me decía que las cosas no iban a terminar bien. En la adolescencia era cuestión de tiempo para que Alicia llegara a la casa de sus padres a anunciar un embarazo no deseado, aunque la cama de mi hermano y sus inescrupulosos gritos no decían lo mismo, pero esa parte no la contaron. Mi madre escuchó con atención a su hijo predilecto cuando vino con la noticia y yo omití dar mi opinión, la cuestión era que mientras yo me esforzaba por estudiar y trabajar, mi hermano se encargaba de despilfarrar su vida en la cantina a unas cuadras, para no escuchar los gritos de la criatura recién nacida y todos los requisitos de Alicia para ser una "buena dama", porque gracias a la insistencia de mi madre se casaron, no podía ser de otra manera y como no tenían donde irse a vivir, terminaron en casa, luego de eso el que comenzó a esconderse detrás del postigo del gran ventanal era yo, ya no se podía disfrutar del cantar de los pájaros. En casa había dos tipos de sonidos para esos momentos los gemidos de Alicia o los gritos de ella hacia su marido.

Así mis días se trasformaron en calvarios, y sí para entonces ya me costaba hacer amigos, ni se imaginan lo que costó hacerme de una novia, más cuando la invitaba a la casa y la recibía una muchacha con los ruleros, y los gritos que se le salían de la boca. Parecía que nunca iba a entender que se había casado con un vago al que creía un buen partido. Lo extraordinario es que aun así mi hermanito seguía siendo el ejemplo de grandes aventuras, mientras yo era un completo perdedor. Las pocas tardes que me quedaban libres me sentaba con mamá en la sombra del ombú, cuando no trabajaba doble turno para mantener a la amplia familia, obviamente no iba a dejar a la criatura sin leche, aun sin ser mía, aunque lo hubiese deseado, siempre me había gustado Alicia, pero claro mi hermano la había visto primero y con su encanto arrollador supo exactamente que decir para conquistar a la muchacha. Muy en el fondo, las veces que teníamos la oportunidad de hablar serenamente, en esas noches que su marido se desaparecía en las copas del antro al que iba, y nos apoyábamos uno a cada lado del ventanal y la luna proyectaba su reflejo en el patio de cerámica blancas y negras, ella soltaban un susurro silencioso casi imperceptible pero no para mi corazón que cada tanto latía por su melena castaña, pero el encanto se iba cuando la veía furiosa y mal gastando sus energías en el vago de mi hermano.

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