MALA SANGRE

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MALA SANGRE

Había llegado a la terminal de micros pasada las 8 de la noche, en media hora el micro me llevaría hasta el pequeño pueblito de Oran a unos kilómetros de la ciudad de Salta. Aprovecharía las 20 horas de viaje para echarme una larga siesta, y lograr el reparo necesario para enfrentar lo que me tocaba: acomodar todo el papelerío de la herencia de mi madre. Había fallecido hace unos meses atrás, y puesto que ninguno de mis otros 6 hermanos quería ocuparse, puesto que ya no vivían más allí y sería, por lo tanto, mi odiosa tarea.

Era el menos interesando en ganar un gramo de esa tierra maldita, y aun a pesar de haberme alejado lo suficiente a la joven edad de 21 años, ahora en la más penosa tristeza me tocaba regresar. Si hubiese sido por mi esa casa se hubiese avejentado sola en la melancolía de su sombra, pero la misma era habitada únicamente por Javier, mi hermanastro, y el más pequeño de la familia, que todavía no llegaba a la mayoría de edad y por ende alguien debía hacerse cargo de su existencia, la casa venia incorporada por un pequeño ser molesto, una de las últimas malas decisiones de mi madre. En un pueblo chico no se cuestiona demasiado los orígenes de sus ciudadanos, puesto que todo se acepta tal cual es como una imposición de la naturaleza, y ese había sido el caso de Javier, su procedencia la conocía mi madre, mi padre ya había fallecido muchísimo tiempo atrás de que ella llegara en una de esas noches de tormenta con un niño pequeñísimo en brazos cubierto de una colcha tejida y percudida, y nadie la cuestionó, si hay algo que habíamos entendido como algo innato a nuestra familia era la aceptación de las cosas sin protestar, los golpes de mi padre, los gritos de mi madre, la rebeldía de Juan, otro de mis hermanos, y la necesidad imperiosa de escaparme de aquel lugar lo antes posible... y el nacimiento de Javier, que mas tarde los rumores comenzaron a dispersarse de manera intermitente, como un calamino seco que recorre verazmente las calles desérticas del pueblo, un eco sutil en el que todos sabían pero nadie hablaba.

Era por eso que me fue tan fácil escaparme, dejando una estela de mí en este lugar inhóspito y despiadado. En ese entonces lamentaba el destino de mis hermanos, me inquietaba de alguna manera dejarlos, pero cuando el instinto de supervivencia emergió y la curiosidad de las luces de la ciudad nubló todo el resto, no sentí la culpa suficiente para volver...hasta este momento.

Cuando desperté ya estábamos doblando las colinas de tierra colorada, y a unos metros estaba mi primera parada, desde la altura se podía ver el valle rodeado por las montañas de las cuales el pueblo estaba atrapado, luego tenía que tomarme un auto o el colectivo para llegar a unos kilómetros de la estancia, y por último llenarme los zapatos de tierra seca hasta la tranquera del campo de mis padres, en donde, pasando los arbustos, estaba desfigurada en mis recuerdos, la vieja casona.

Mi hermano me esperó en el borde de la galería de madera, tapaba casi por completo el arco de la puerta, a pesar de ser un pibe joven era bastante robusto, estaba a una cabeza de pasarme, y eso que yo soy bastante alto. Con sus cortos 14 años, era una masa de grasa y de problemas, muy pocas cosas buenas podía resaltar de él. Apenas me vio pasar la siembra de maíz, reculo dejando su estela de invisibilidad en la casa, esa misma que yo había presenciado unos años antes de irme, su existencia se resumía a la sencilla presencia de él metiéndose en líos.

Primero di un recorrido por el caserón, la habitación de mi madre todavía conservaba el aroma a su colonia. Me tome ese momento para recordarla, pase los dedos por el polvo de su mesita de luz, había una vieja foto nuestra, una de las pocas en la que estábamos todos, unos meses antes de que falleciera mi padre. Se deslizaba una leve sonrisa en su rostro agrietado por la vejez, una de las pocas que lució en su vida. Pasado el tiempo, comprendí porque no sonreía tanto como me hubiese gustado, nadie podía hacerlo en esa casa, de niño me quejaba demasiado al respecto, ya de adulto, sentí con agonía el sopeso del sufrimiento de mi madre. No pude evitar elevar mis plegarias hacia el cielo, deseando que ya pudiera estar descansando en paz, pero lo dudaba, no si pensaba en la manera que había encontrado la muerte, dubitativamente trágica, demasiado para la lógica de mi cerebro, estaba dispuesto a buscar las respuestas, y sabía dónde hallarlas: justo en el dormitorio contiguo, en donde mi hermano menor me esperaba de brazos cruzados con la mirada fija en el techo de paja y ladrillos rojos de la gran casa, y su boca herméticamente sellada.

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