ÁRBOL DE CRISTAL

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ÁRBOL DE CRISTAL

Siempre detuve la mirada en el gran árbol del parque Pereyra, mientras la camioneta Ford naranja destartalada de mi abuelo zigzagueaba evitando los pozos de la calle todavía de tierra. Cientos de leyendas se habían susurrado en torno a este macizo de madera. Como en todo pueblo chico, y no tan chico, siempre había algo que contar, habladurías que en cierta medida tapaban de manera circunspecta otras situaciones aun más graves. Lo cierto es que en mi hogar se hablaba mucho del afuera, pero sobre las cuestiones internas, esas más retorcidas, nadie hablaba.

Para mí era un árbol más, había que reconocer que tenía cierta presencia con sus hojas perennes, y el hecho de ser único en su especie, por lo menos en territorio argentino, le sumaba misticismo. Cuando sobraba el tiempo por las tardes, cosa que en el campo de mis abuelos no era habitual, íbamos con mis amigos a pasar las tardes allí, con el mate y las cremonas, ese rico pan que hacía mi abuela en el horno de barro. Era una experta cocinera, no le había quedado otra; en esas épocas no existía el delivery. Uno podía comprarle unas empanadas fritas a doña Enelda, pero más de eso no había, por lo cual mi abuela era la encargada de alimentar las bocas de sus nietas, de sus hijas y los vagos de sus maridos, que para entonces vivíamos todos juntos como una supuesta gran familia. Los días de luna llena y si el cielo despejado lo permitía nos quedábamos hasta largas horas de la noche para apreciar la emanación que se producía en el tronco del árbol, este era de un color grisáceo y en su corteza la resina rojiza provocaba un efecto con la luz, como si fueran lágrimas de sangre derramadas desde las entrañas del árbol. Resultaba quizás algo asqueroso, y hasta perturbador; para mí no era más que un fenómeno de la naturaleza con su correcta explicación científica, pero para los más viejos, que daban rienda suelta a su imaginación, era un árbol mágico que se llevaba el alma de sus difuntos y que en cada luna llena lloraba las lágrimas de sangre de sus moradores. Por eso recibió el nombre de "árbol de cristal". Mi abuelo era uno de los que repetía esa cantaleta cada vez que íbamos a visitarlo.

"No se acerquen, no molesten a los muertos."

Mi abuela asentía y no nos dejaba ir, pero en un campo tan grande es muy fácil escaparse, y con nuestras bicicletas nos íbamos allí a pasar el día. El sendero hacia esa parte del bosque ya estaba marcado, era un camino que se había bifurcado por las huellas de nuestras ruedas. No solíamos cambiar de ruta, era posible perderse, y si bien no creíamos en los chismes de viejas ni en todos esos cuentos que nos repetían por las noches para evitar problemas con extraños, no queríamos tentar a la muerte. La cuestión es que no creíamos que algo podría suceder, pero aun así mirábamos dos veces al cruzar la calle y tirábamos sal por el hombro cuando se derramaba en la mesa, todos esos mecanismos que uno adquiere referidos a lo que no se cree pero se hacen por si las dudas. Yo solía ir siempre al lado de Mariela, y por detrás iba mi prima, Roxana, como perrita faldera que no me dejaba ni a sol ni a sombra, mi tía siempre me la encargaba y para mí era un fastidio. Los nombres del resto de los integrantes del grupo sinceramente no los recuerdo, ciertamente no eran importantes para mí, pero el nombre de mi amiga siempre resaltaba en mis pensamientos, sobre todo cuando la oía susurrar el mío en sus labios carnosos.

Durante el recorrido parloteábamos algunas veces de la vida, y muchas otras criticando al resto de la humanidad. A veces nos deteníamos a estirar las piernas o a recoger los objetos que encontrábamos a la veda del camino, muchas veces eran prendas de mujer, como velos, otras, y esto era muy común, nos topábamos con gallinas aniquiladas y velas rojas, todo puesto en cajitas de cartón. No nos asombraba, teníamos prohibido tocar esas cosas, mi abuela insistía en que la desgracia podía seguirnos si lo hacíamos −debería haberle hecho caso−. Se sabía que muchas de las viejas del campo hacían rituales cerca del árbol en las noches de luna llena, y esas supuestamente eran sus ofrendas, muchas de ellas pedían lo que no podían ejercer de motus propio: sacarse de encima a sus nefastos y retrógrados maridos, esos eran los rituales más comunes, luego los más "eficaces" eran escondidos en las cuevas tapadas por arbustos que estaban en las zonas aledañas al macizo de madera. Ahí teníamos prohibido el paso, y tampoco deseaba acercarme, aunque a Mariela le llamaban muchísimo más la atención esas cosas, y era la que hacía caso omiso a todo lo que decían, si veía un objeto que llamaba su atención se lo quedaba (cosa que no debería haber hecho). Mi posición al respecto era fluctuante, había visto a mi propia abuela cortarle el cuello a una gallina y toda su sangre salpicándose en el delantal blanco, y aun así el viejo de mierda nunca se iba. Por lo tanto, nunca me preocuparon en demasía las cuevas y sus secretos. Ya de por sí, mi familia era un cúmulo de secretos y mentiras. Sin ir más lejos, mi prima, Roxana, en realidad era mi media hermana, y ahí nació mi aberración por mi progenitor, el cual era muy mano larga y conocía solo dos estados en su vida, el de estar ebrio o dormido. Por eso mi abuela pedía por ella y por sus hijas, pero ellos nunca se fueron. A mí me hubiese gustado que el árbol se los tragara, pero como decían por ahí: la mala hierba nunca muere.

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