OJO DE LA CERRADURA

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OJO DE LA CERRADURA

Siempre antes de dormir mi padre me daba un beso de buenas noches: esa era la única dulzura que en esa casa reinaba. Nunca había tiempo para un cuento. Ellos vivían siempre apresurados en esa vorágine en la que los adultos se destacan y yo nunca entendí. Rara vez me dormía rápido, siempre me distraía con las sombras que se proyectaban desde mi ventana o con el baile que comandaban mis padres y veía por el ojo de la cerradura de mi puerta. Nunca era la misma cancioncita, a veces era un tango, otras veces cumbia, algunos géneros no los reconocía, pero mis padres siempre bailaban de noche. Cantaban y bailaban, y yo los espiaba desde el ojo de la cerradura casi todos los días.

Cierta nochecita el viento resoplaba fuerte, los postigos de mi ventana se movían con insistencia, los árboles bailaban bruscamente, sus sombras estrambóticas se proyectaban en el piso. Yo me tapaba con las sábanas, en la oscuridad de mi refugio de alguna manera me sentía protegida. Había invitados en la casa, carcajadas y brindis repiqueteaban en la sala de estar, algo se festejaba, no recuerdo qué, en aquellos días no todo era alegría en la vieja casona de Belgrano. Pero mis padres bailaban, siempre bailaban. Decidí acercar mi ojo al de la cerradura, tal como lo hacía casi todas las noches. Espectáculo singular, mis padres sonreían, rara vez lo hacían. Esa noche dormí tranquila.

El desayuno fue ameno, cereales para mí y café para mi papá. Amaba esos días de paz absoluta en la casa. Ver la taza humeante entre los dedos gruesos de mi papito querido, o el aroma de las tostadas de mi mami. La bocina del micro resonó en la puerta, ella me puso la mochila y yo salí corriendo, mis amiguitos me esperaban con el jolgorio característico que dan los niños en un micro escolar. De cancioncitas, y canticos, un paseo por la gran ciudad.

Cuando volvía a casa, Celestina, mi mamá, me esperaba con unas milanesas y delicioso puré, y una tranquilidad en sus ojos que calmaba cualquier tempestad. Siempre estaba en ese estado por la tarde. La noche, al contrario, despertaba a las fieras. Luego hacíamos la tarea, mi madre me decía "mi dulce Isabela tienes que estudiar, eso te sacará de la casa". No comprendía como mi mamá podría creer que había algo mejor que estar en casa. A las siete de la tarde, ella cocinaba, me quedaba maravillada en cómo iba de aquí para allá con la cuchara, y esa magia que hacía para trasformar un par de tomates en una rica y consistente salsa. Me encantaba que haga spaguettis, recuerdo que mi boca se pintaba toda de rojo, como la de un payaso antes de comenzar una función, ella me limpiaba con toda delicadeza, era una pequeña caricia al alma, un detalle nimio por fuera del acto bestial de la vieja casona.

Las nueve de la noche, y la vieja cantaleta que se repetía, la música en la sala, las sombras en la ventana, yo escondida entre las sábanas. Y mis papas bailaban. Me prometí no mirar por el ojo de la cerradura esa vez, la oscuridad me protegía de los seres crepusculares, la penumbra era la dulce niñera que acompañaba mis días. No iba a mirar por la cerradura. Destape mis ojos, mire hacia los costados, en el sócalo de la puerta los vi, el compás de baile de cada noche. Pasos que iban y volvían. Y la música. Siempre había música. Y al otro día el segundo acto. Todo era paz en la cocina, mi mamá siempre lucía un maquillaje distinto en su rostro pálido, yo le daba besitos en sus mejillas rojizas, un ligero rocío estival en su piel herida. La bocina rasgaba en la puerta, y yo salía. Los días corrieron como las hojas en otoño.

Una noche de verano, y lo recuerdo, porque ya no podía refugiarme en las sábanas por el calor, al contrario, me perdía en el movimiento de las paletas del viejo ventilador de techo. Yo tenía puesto mi piyama preferido, floreado con volados rosas que se desplegaban con el viento del cuarto como si fueran pequeñas alas. Los pasos retumbaban en la sala. Y esa maldita música. Salí de la cama, apoye mis piecitos en el piso frío, y camine hacia el ojo de la cerradura, y ahí estaban ellos, mi mamá giraba en el piso, y mi papá pateaba al ritmo de un chámame, le ponía acento al compás. Una gran mancha roja en el piso coloreaba la escena, mi papá jugaba a la rayuela, dejando huellas escarlatas en toda la madera del suelo. Ese día decoro toda la casa, inclusive mi habitación, salpicando todas las paredes con una galaxia infinita de gotas rojas que dejaron su relieve en las paredes blancas de la vieja casona de Belgrano.

A la siguiente mañana Isabela, con su bello piyama floreado y Celestina con su falda acampanada giraban bien agarradas de la mano sin soltarse, con una sonrisa en sus rostros inmaculados y sus rizos como resortes que se estiraban en la cálida brisa de aquel día veraniego, giraban y giraban en la ya iluminada habitación de aquella vieja casona de la calle Sucre. Las veía por la ventana, felices. Isabela no tenía que mirar más por la cerradura, y sus padres ya no bailaban por las noches.  

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