PINCELADAS INMORTALES

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PINCELADAS INMORTALES

Sheila caminaba apresurada por las callecitas de Saavedra, sentía cómo repiqueteaba la lluvia en su colorido paraguas. El cielo estaba encapotado de nubes grises y algunos relámpagos se dibujaban en el firmamento tempestuoso. Iba sorteando las baldosas levantadas, su piloto de lluvia estaba empapado. Dobló a la izquierda, a mitad de cuadra, estaba la imponente y melancólica Galería de cuadros del ya fallecido pintor Bernipond. La exposición se hallaba en la última morada del famoso artista. Prácticamente muchas de sus cosas habían quedado tal cual las había dejado, inclusive su presencia.

A ella le producía cierto escalofrío ese lugar, pero la realidad es que necesitaba el empleo, se encargaba de la seguridad nocturna del establecimiento. Había sentido muchos rumores respecto a las apariciones que allí ocurrían, pero nada se asemejó a lo vivido la primera vez, unas horas después de su llegada.

El atelier se encontraba en la planta alta de la casa, en la mesada estaban dispuestos los pinceles secos que él utilizaba en sus largas estadías artísticas. En el piso de madera de pinotea todavía se veía el salpicado de pintura, pequeños puntos blancos dispuestos de manera desordenada –como si un pequeño cielo nocturno se dibujara en él– y, acompañado del reflejo de la luna que soslayaba de manera tímida, escondida entre los altos cipreses de la propiedad a través de la ventana, brindaba un espectáculo singular. Esa parte de la casa era en una de las que más se podía sentir la presencia del pintor, su alma había quedado congelada en el cuadro sin terminar que todavía se alzaba en el bastidor, esperando su última pincelada. Y muy a menudo, cuando el silencio reinaba en los pasillos, se podían sentir profundas pisadas bajar por la escalera que conectaba con la planta de abajo. Iban y venían, no cesaban, como el tic-toc de un reloj cuyas manecillas recuerdan que el tiempo es tirano.

En aquel crepúsculo las cosas no serían de otra manera, Sheila cruzó la reja negra del pasillo de entrada de la casa-galería, giró la llave en la cerradura de la puerta doble de madera de roble, tenía un vitral de cada lado, en donde descasaba una rosa roja hecha de pequeños cristales de vidrio biselado. Cerró con cuidado, apoyó su mochila en el escritorio de entrada, y acomodó sus cosas. Minutos después, ya estaba lista para su primera ronda. Aquel silencio perpetuado no era lo mejor para su condición emocional, pero el hecho de vivir a destiempo la ayudaba con los fantasmas del pasado que aún la atormentaban, esa depresión en la que se consumió y que día tras día rasgaba su cordura ahogándola en su propia miseria. Había ciertas muertes que no podía superar. Y en esa casa tampoco lo haría.

Notaba algo extraño en cada ronda, no podía dejar de sentirse hipnotizada al pasar por el atelier, si bien no estaba dentro del recorrido que debía realizar, ese era su pequeño pecado mundano, que le daba algo casi parecido a la felicidad, y para aquellos días, era algo importante. La pintura que, impoluta, estaba apoyada sobre el bastidor, parecía mutar, cambiar, no hubiese podido explicar él porque, obviamente, nadie le creería. Pero a veces, cuando se animaba a acercarse más, hasta olía a pintura fresca. El pintor se especializaba en paisajes otoñales, pero sin rostros ni personas. Lo cierto que esa noche, para variar, se acercó. Al principio nada llamó su atención, el boscaje en el cuadro y el cielo gris seguía intacto, pero en la pequeña cabaña pintada en tonos ocre y marrón, en una de sus ventanas, una niña de vestiduras rasgadas y percudidas se asomaba como mirando tristemente hacia afuera, hacia la laguna que el pintor había ubicado en uno de los costados de la humilde vivienda. Sheila no creía lo que estaba viendo, raspó dulcemente la pintura para ver si era real, y sus dedos ni siquiera se mancharon. La niña parecía llevar tiempo pintada en esa posición, pero nunca la había visto.

Las noches de invierno se deslizaron suavemente sobre el calendario, y cada noche ese cuadro se trasformaba. La niña dejó de serlo, se fue convirtiendo en una jovencita, y luego en una señora, pero su mirada no cambiaba. El mismo temple, la misma tristeza. Si se detenía a mirarla fijo, hasta ganas de llorar le daban. Era insoportable y terriblemente desolador observarla a los ojos. En ese último crepúsculo antes de que el museo cerrara permanentemente, el cuadro dio el final del espectáculo siniestro: la señora había cambiado su posición, y ya la juventud no la reflejaba, en su rostro las señales de la vejez, su ropa harapienta, y esa misma tristeza que te calaba los huesos del alma. Y luego simplemente se esfumó, sus líneas se borraron del cuadro, y jamás volvió. Al igual que Sheila, a quien después de aquella noche nadie volvió a ver.

Unos años después, cuando la dirección del museo cambió, se decidió abrir nuevamente el museo-galería de Bernipond, buscaron resguardar esa obra que había quedado en el Atelier. A pesar de que todos los que habían pasado por el establecimiento decían que estaba maldita, sin hacer caso, la empotraron en el hall de entrada de la propiedad. Y allí, imponente, reluciente, lucía la última obra del pintor, en la humilde cabaña, en el soslayo de la ventana entre el vidrio y la cortina estaba el rostro de Sheila, con la misma mueca de horror y sus ojos tremendamente tristes. 

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