CÉFIRO

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CÉFIRO

AVISO MATUTINO:

"Se solicita Harold Hessen en la calle Solis 1990, piso dos, departamento 3. Acudir solo. Edificio tranquilo, sin vecinos. Ideal para hombre divorciado. No hay teléfono, acudir en persona."

Relees, no te quitas el asombro, te frotas los ojos. Relees: "Se solicita Harold Hessen". Piensas que es una broma, una mala partida de tus amigos. Dejas el diario, tomas tus llaves, tu mochila y tu campera. Hace frío afuera, las hojas del otoño desfilan en la vereda, levantan vuelo por los aires se clavan en los gorros lanudos de los transeúntes apurados. Se estacan en los balcones abandonados, en los toldos resquebrajados de los negocios cerrados.

Sigues caminando por la ciudad pestilente que desprende ese olor nauseabundo, aquel que se desase de las metrópolis derrotadas por la avaricia, y el resentimiento. Los peregrinos olían a ira. Te escondes detrás del soslayo de esa sonrisa inmaculada tapando tu propia malicia. La mirada fija en las baldosas ahuecadas, pisas un charco barroso, te salpican sus gotas mugrosas el pantalón de gabardina. Lo sacudes, sueltas una cantidad de improperios insultantes al cielo gris encapotado. Llegas a tu trabajo. Te sientas en tu mismo cómodo escritorio en él que llevas más de 20 años. Suenan las campanillas. Atiendes el teléfono. Y así seguirás toda la semana. Sin ninguna novedad que atraviese tu monótona y aburrida vida. Te sales del trabajo, vuelves a tu hogar.

Lunes, nuevamente. Te preparas un café, revuelves la pila de diarios viejos, los que no leíste de la semana pasada. Extiendes el periódico, lo pones en frente de tu vista vidriada, abres en los avisos. "Se solita Harold Hessen, divorciado, 40 años, vida monótona, requiere cambio. No hay teléfono, no hay mail. Acuda personalmente"

Derramas la taza con su contenido oscuro en un aparente gesto de nerviosismo. Dejas que el líquido derramado toque el piso marmolado. Lo dejas. Tomas tus llaves, tu mochila y tu abrigo, sales a la calle y en un ilusorio de entusiasmo cambias el rumbo. Sientes la adrenalina recorrer tus venas. Giras a la izquierda, luego a la derecha, te pierdes.

Solis 1900, miras para tus lados, 1988, 1992, no encuentras el 1990; solo ves una galería oscura, abandonada, ni un letrero que indique el lugar. Caminas lento, ves las vidrieras tapadas con telas viejas y amarillentas. En el fondo, brota de la oscuridad una señora que con su voz ronca te llama "Don Harold, por aquí..." lo último que ves es los autos en la vorágine del tránsito de la avenida.

Subes los peldaños, uno a uno como lo haría un hombre vencido, ya cansado de esta efímera vida. Cruzas el largo pasillo, las luces del lugar tintinean como lo hacen en navidad, ilusorias invisibles intermitentes, pero no alumbran tu camino. Un empapelado marchito, desgarrado, horripilantemente feo decora las paredes del edificio. Al final del recorrido, una puerta, no puedes saber su color, esta todo demasiado en tinieblas, palpas la perrilla, la giras suavemente, chilla en tus manos. Abres la puerta, un gato se escurre entre tus piernas, no puedes ver hacia dónde se dirige y tampoco estás seguro si aquello que disparó como alma endiablada era un gato, tal vez un conejo, pero no lo sabes.

Entras, transitas por el salón, es un living o un comedor, no puedes discernir tu posición. Ves un sillón de un floreado percudido, una mesita ratona con un florero y margaritas marchitas en el mismo. Una ventana con las cortinas cerradas, de un verde oxidado, sucio. Otra puerta, empujas suavemente para entrar, en un rincón poco iluminado, detrás de una mesa de algarrobo un señor de bigotes pronunciados y pelo blanco como el alba de la mañana destapa de la oscuridad su mano arrugada y huesuda la desliza por la madera rasposa, "siéntese Harold, lo estaba esperando" escupe de su boca trémula. Cerré la puerta detrás de mi figura, ese fue el último espectro de mí.

PenumbraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora