VICTORIA

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VICTORIA

Los tacos de esos pequeños stilettos repiqueteaban en los angostos pasillos de ese hotelucho de mala muerte, él que habían elegido para despertar sus más bajos instintos.

Ella galopeaba en un pensamiento mientras subía cada peldaño, rozando sus finos dedos contra el rústico papel que cubría las viejas paredes de aquel lugar. Sus uñas estaban despintadas, antes un tono negro brillaba en ellas. Tenía puesto un largo saco de paño gris abotonado. Llevaba el cabello suelto que se enredaba en su cuello y le pasaba los hombros, era de un color ébano, oscuro como el temple de sus ojos opacos. La mente fija en su objetivo, que la esperaba detrás de la puerta de un rojo percudido. No golpeó, solo giro la perilla y entró. La última expresión de su rostro se vio en el soslayo de la puerta. La mirada pícara, la boca introvertida, mordiendo su labio inferior. Y se cerró.

El la esperaba en la cama, sus ojos color cielo reflejaban el infinito celestial en su mirada. Se contemplaron en la distancia, uno al otro, saboreándose sin sentir siquiera el menor roce entre ellos. Ese ritual duro unos segundos -aunque para ellos se hizo eterno- como lo había sido en los últimos años, el estar tan cerca sin poder mirarse, esa persecución duraría lo suficiente para volver loco a cualquier mortal, pero ellos eran diferentes. Se retroalimentaban mutuamente, el cazador y la presa. Continuamente. Exasperadamente entretenido para ambos. Un juego cuyas reglas solo ellos conocían e interpretaban de maravillas.

Ella se descalzó y se quitó su abrigo, descubriendo su lienzo desnudo y blanquecino, acarició las sabanas negras de seda con sus rodillas, gateó hacia donde él estaba, apoyando sus labios carmesí en la piel de su contrincante, sintiendo el relieve de las líneas que la sobresalían, de los tatuajes que poblaban su tersa tez. Jugueteó con sus dedos finos y alargados -dignos de una pianista- armo un camino entre el rostro y los pies pasando por cada músculo, cada rincón escondido del cuerpo de ese hermoso muchacho. El la siguió con la mirada impasible, pero su corazón latiente decía lo contrario, cada vena de su ser latía, se engrandecían hasta sus partes más marchitas.

Arrodillada en la cama, formando una divina curva en su cintura, ella dibujaba el mapa que la llevaría a destino: "Villa orgasmo". Él le acariciaba las piernas, mientras disfrutaba del trazo de su dama. Observaba fijamente sus líneas traseras, postrando su ardiente deseo en esa manzana prohibida, la continuación perfecta de esas caderas prominentes.

Segura de su galope, se subió encima de él, posando suavemente su entrepierna en el miembro viril que estaba duro y parado como estandarte de guerra. Su respiración se entrecortaba y se mezclaba con los gemidos que el profesaba en esa pequeña habitación. En su boca su último aliento. En sus manos una daga que brillaba con la luz de la luna llena, y se deslizaba de sus manos, como la existencia misma que pendía de un delgado y frágil hilo. El inframundo la proclamaba.

Como una serpiente que cambia su piel, aquellas que fueron sus prendas yacían alrededor esperando otro espectador. Su cabello oscuro se entremezclaba con el fluido escarlata que emanaba de su compañero. El piso era un espejo de sangre. Y de repente en el silencio críptico de esa habitación se escuchó un sonido. El hombre siseo de sus labios pálidos una palabra "Victoria". Tal como si hubiese despertado de un letargo eterno, ella se incorporó rápidamente. Tomó su abrigo, se lo puso, palpando en sus bolsillos un cerillo en su caja y sin dudar lo encendió. Con sus pies descalzos, empapados en sangre, se fue. A los pocos segundos la habitación ardía en las llamas del infierno. Ella ya no era ella, era Victoria.  

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