PRADERAS PRODIGIOSAS

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PRADERAS PRODIGIOSAS

La suave bruma húmeda del bosque opacaba las pequeñas casas antiguas y rocosas de techos de paja que se distinguían a lo lejos pasando la arbolada.

Era una pequeña aldea de pocos habitantes ubicada al norte de la ciudad de Witchland, Nueva Inglaterra. Muy poco frecuentada por transeúntes de otros pagos; sus caminos estaban sellados por la maleza. Árboles que, en su despliegue fantástico, formaban figuras estrambóticas que se cruzaban en la ruta, impidiendo que cualquier carruaje pudiera pasar.

En las laderas más agrestes, había casas tapadas de musgos fluorescentes y chimeneas percudidas por el tiempo, las cuales ya nadie encendía. Ahogando su misterio en las ruinas.

En aquel crepúsculo de invierno, el viento soplaba fuertemente, como un quejido estrepitoso que abrumaba el silencio sepulcral que reinaba en aquella sala. Los feligreses observaban con aparente calma hacia al frente, en donde una estructura de madera caoba sobresalía, una especie de altar, en el cual tres hombres, de actitud implacable, vestidos con túnicas negras y sombreros picudos, miraban hacia el público presente.

La iglesia no dejaba nada librado a la imaginación, pocas ventanas, una única entrada, bancos de madera dispuestos en fila uno tras otro, un atril. Y caras de espanto por doquier, algunos murmuraban, otros sólo depositaban la mirada al costado, huyendo de la realidad atroz que planteaba aquel lugar.

Una decisión se llevaría a cabo esa noche, como cada noche del solsticio de invierno desde un poco menos de un siglo.

La condenada bruja del infierno, discípula del Diablo, venía a cobrarse un alma, a cambio, esta liberaba un hechizo que convertía a los cultivos de la aldea en los más fructíferos. Tierras fértiles a cambio de una muerte.

El pueblo se había reunido en la penuria de la noche a elegir cuál de todos los mortales sería el condenado a morir en la hoguera, tal como lo pedía la bruja.

Ese año la familia elegida fueron los Strockers. El proceso de selección era más que sencillo para la época, una bolsa arpillera en la que iban los nombres de todas las familias en un papel cuidadosamente doblado. Uno de esos era tomado por las manos de algunos de los miembros del jurado, el cual estaba compuesto por los más ancianos del pueblo. Era fácil identificarlos por lo que llevaban puesto en sus cabezas. Y eran los principales responsables de que este ritual se llevará a cabo cada año respetando las reglas. Una de ellas, la más sobresaliente, era que sería el menor de la familia elegida el que ocuparía el lugar en el fuego condenatorio.

No era para menos que en esa noche fría además de caras de preocupación, alguien prorrumpiera en un llanto calamitoso y sería la madre de la familia Strockers, la que, sin consuelo, apretujo en sus brazos al menor de sus hijos, Timmy. Su pequeño retoño ardería en las llamas del infierno, y ella sólo rogaba que ese ritual pasara de una vez por todas. Nada valía más en la vida que su propio hijo.

La noche se sumergía en la oscuridad, y la luna llegaba a su punto más alto, iluminando el manto oscuro de las laderas interminables, reflejando en la campiña verde, con la ayuda de las ramas de los árboles que rozaban el firmamento celestial, figuras por demás extrañas.

No hubo caso para esa madre que sentía el crujir del dolor en sus venas palpitantes, ahogando su llanto en los brazos del pequeño Timmy, conteniendo su efímera existencia. La elección estaba hecha.

Un fuerte estruendo se sintió en la entrada de la iglesia, un resplandor iluminó la sala, las puertas del infierno se abrieron desde las entrañas de la tierra, y salió de allí, volando, una bruja. Su apariencia era espeluznante, sus pelos enmarañados, sus ropas desgarradas. Lucía en sus pies unos zapatos acordonados y puntiagudos, escondiendo posiblemente, sus atroces juanetes. Más allá de su vestuario, ella podía pasar por una viejita común y corriente, pero en su mirada la maldad se alojaba.

Con su voz ronca y firme, la bruja, reclamo lo que le era suyo. El pueblo sólo asintió, no había en ellos espíritu de lucha ante la aberración que iba suceder allí. La señora Strockers tomó a su hijo firmemente, sosteniendo su último aliento de vida. La hoguera ya estaba encendida, crujían las maderas crepitando desde su interior, reclamando el alma inocente de Timmy.

Nadie hizo nada cuando la bruja arrebató al niño de los brazos de la madre, aun así ella lucho con todas sus fuerzas, despotricando en el suelo como caballo endemoniado cuando huye de una serpiente. Y logró zafarlo de las garras de la bruja. En ese movimiento brusco, ella se entregó a las llamas de la hoguera, en donde su cuerpo comenzó a chamuscarse hasta convertirse en cenizas, chillando como una hiena herida. Su familia no pudo observar semejante espectáculo, ocultaron sus ojos con sus manos temblorosas.

Los Strockers, y el resto del pueblo mostraron desconcierto por lo que había sucedido, el pacto sería nulo y la bruja no aceptaría ese alma. Las cosechas serían desbastadas por la fogosidad del infierno. El pueblo comenzó a mostrar su malestar elevando sus tridentes, apuntando a la familia elegida, que se encontraba desconsolada.

La riña que se desató en el pueblo fue interrumpida por una fuerte refulgencia en la entrada de la iglesia, tras ello, la bruja y la señora Strockers desaparecieron en un grito ahogado, como sí la tierra se las hubiese tragado, o el mismísimo infierno.

Ese año las cosechas fueron abundantes, más que de costumbre. El pueblo logró olvidar las penas, como siempre lo hacían, y omitieron los malos tratos hacia la Familia de Timmy.

Al siguiente solsticio, cuando las puertas de las tinieblas volvieron abrirse, la bruja había cambiado su aspecto. Una fiera, una mujer con la carne humeante colgando de sus huesos, se presentó en la puerta de la Iglesia ante todos los feligreses. El pueblo perplejo ante la imagen de la señora Strockers saliendo de las entrañas de la tierra, con la mirada iracunda, gruñendo como lobo fiero, demostrando con todo su ser que el pacto de ahí en más sería otro.

En un instante la iglesia, la aldea entera, comenzaron a arder en llamas, sus laderas crujieron. Todo se quemó, aquellos que no habían quedado atrapados en la flama infernal, corrieron con desesperación. Entre ellos los Strockers, que luego de eso, siguieron su camino, alejándose de aquel pueblo satánico.

Algún tiempo después, la familia había encontrado una bella pradera en la que, poco a poco, trabajando sus tierras lograron una buena cosecha. Ya no los visitaba la madre de Timmy, tampoco había pactos diabólicos que asegurarán cultivos voluminosos. Todo tomo su curso tranquilo, como el cauce de un río solitario, escondido, inaccesible, que interfiere en un valle profundo, en donde el susurro del demonio no se ha escuchado jamás. 

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